Roberto Ortiz, una llama que se apagó en la década infame
Se cumplieron 76 años, el 15 de julio, de la muerte del ex presidente de la Nación. ¿Qué hubiera pasado si no era víctima de una demoledora diabetes? Castillo era resistido, impopular y amigo del fraude. ¿Hubiera sido derrocado a sabiendas de su gran apoyo popular?
Por Julio B. Mutti *
Especial para La Prensa
De vez en cuando algunos escritores extranjeros me consultan sobre algún hecho relacionado a la Argentina. El mes pasado, mientras revisaba un manuscrito de Xavier Alcalá que se publicará por estos días, (que dicho sea de paso es una novela histórica fantástica sobre nazis y gallegos) me llamó la atención una referencia hecha hacia el presidente Roberto M. Ortiz (1938-1942). Fue entonces cuando reparé en esa figura perdida en la laguna de la historia de aquella famosa década. Es más, la presidencia de Ortiz pudo cambiar el destino de Argentina para siempre, con consecuencias que incluso llegan hasta nuestros días.
Especialmente en el extranjero, existe una tendencia a creer en que cualquier gobierno argentino de la década del treinta y/o cuarenta veía con buenos ojos a la causa nazifascista. Nada más alejado de la verdad.
El Doctor Roberto Marcelino Ortiz era hijo de un vasco inmigrado en la década de los ochenta. De orígenes netamente radicales, a los trece años escapaba de su casa para tocar el acordeón en las concentraciones del viejo radicalismo de Alem e Yrigoyen, el mismo movimiento que perpetró las revueltas contra el régimen conservador en 1890, 1893 y 1905. Durante la década del veinte fue un excelente ministro de Obras Públicas para don Marcelo T. Alvear, otro gran presidente (1922-1928).
Luego del derrocamiento de Yrigoyen, Ortiz se desprendió del tronco partidario y se pasó a las filas del radicalismo antipersonalista. Sin embargo, por esos años se retiró de la vida pública y dedicó su tiempo a trabajar para importantes empresas de capital británico; fue durante largos años abogados de los ferrocarriles de esa nacionalidad.
Sus relaciones siempre fueron estrechas con las capitales ingleses, y durante los primeros años de la presidencia de Justo siempre integró el directorio de algunas firmas inglesas. Finalmente, el ingeniero Justo convocó a Ortiz, que era abogado pero muy adicto a las finanzas, para que fuera su último ministro de Hacienda.
Resulta innegable que el Dr. Ortiz llegó a la presidencia en 1938 gracias al aparato fraudulento que el oficialismo había instrumentado casi desde el derrocamiento de Yrigoyen. Luego de la ley Sáenz Peña, resultó evidente para los conservadores que no podrían derrotar al radicalismo tradicional en elecciones limpias.
Liderados por Justo, el titiritero en las sombras, unidos a los radicales antipersonalistas y con el apoyo del dictador filofascista Uriburu, proscribieron al favorito de las elecciones de 1931, Alvear, y recurrieron sistemáticamente al fraude en varias provincias, especialmente en Buenos Aires.
GIRO TRASCENDENTAL
Sin embargo la historia daría un giro trascendental. Desde que asumió la primera magistratura en 1938, el Dr. Ortiz dio un vuelco tan grande como inesperado, tanto para sus amigos como para sus enemigos. Los que ayer eran sus aliados, los conservadores y los antipersonalistas más recalcitrantes, de pronto lo odiaron. A su vez, en las filas del radicalismo tradicional, que había sido derrotado espuriamente en las elecciones presidenciales, surgió una ola imparable de apoyo hacia el nuevo presidente.
¿Qué hizo Ortiz para provocar tal vuelco?.
El presidente tuvo las agallas de poner en evidencia la peor decadencia de la democracia Argentina, o mejor dicho de su clase gobernante. Dio por tierra con el fraude y se dedicó a barrer con el aberrante y tramposo aparato conservador. Su jugada más osada, y la que el pueblo más vivó, fue la famosa intervención de la provincia de Buenos Aires, provocada por las escandalosas elecciones a gobernador fraguadas por el contubernio conservador.
En 1940, Ortiz desalojó al fascista Manual Fresco y al gobernador electo Barceló de la casa de gobierno platense e instaló un interventor. La ciudadanía y los legisladores radicales y socialistas estaban extasiados. Por esos meses, el presidente arrancaba el júbilo popular a donde quiera que apareciera.
¿DECADA INFAME?
Se ha instalado tiempo atrás que la llamada década infame (1930-1943) en realidad no fue década y tampoco fue infame. Quienes postulan esta teoría alegan que en realidad se trató de trece años, tres más que una década, y que el fraude fue simplemente localizado en la provincia de Buenos Aires.
Desde mi humilde punto de vista, lo que resulta infame es esta tesitura moderna cuyos argumentos se presentan algo endebles.
En primer lugar, a los infames trece años debemos restarles los más de dos que gobernó Ortiz; años en que la infamia del fraude fue desterrada de la Argentina y se devolvió la fe en las instituciones a la población (Ortiz delegó el poder en 1940 pero renunció definitivamente en 1942). Así llegamos a los casi diez años de infamia: una década.
Resulta difícil compartir las opiniones que aseveran que el fraude fue escaso y localizado. No fue ni lo uno ni lo otro. Hay sobradas muestras de elecciones provinciales fraudulentas, como en Mendoza y Catamarca, y hasta muy violentas, como en el caso de San Juan. Además, resultan innegables la inconstitucionalidad del decreto de Uriburu que sacó a Alvear de las elecciones de 1931, y puso al radicalismo en estado de abstención, y el aparato estafador que se montó para ganar dos elecciones presidenciales por un período de doce años que casi llegó a concretarse.
Pero esa Argentina no era esta Argentina. Esa Argentina política era el espejo de la podredumbre del último conservadorismo. Pero había otro país, uno que vivía en la riqueza y la opulencia, admirado en el mundo, envidiado en América Latina y llamado a ser en breve una potencia mundial. Al punto que muchos se han preguntado desde hace décadas ¿cuándo se pudrió la Argentina?.
Imposible es responder a esta interrogante si generar polémicas. Resultaría descabellado afirmar que a la Argentina la pudrió una diabetes, aunque sin dudas ayudó y mucho.
¿QUE PASO CON ORTIZ?
Una demoledora diabetes del presidente Ortiz lo obligó a delegar el poder ejecutivo a mediados de 1940, justo en el pináculo de su popularidad. Los conservadores estaban exultantes. El vicepresidente, Ramón S. Castillo, un viejo jurista y conservador catamarqueño, no tardó en volver a montar la vieja telaraña del fraude y hundir a la democracia argentina en el contubernio y la conjura de la trampa. Ya casi ciego y muy disminuido, Ortiz renunció en junio de 1942. Murió apenas un mes después.
¿Qué hubiera pasado si la llama de Ortiz no se hubiera apagado? Castillo era resistido, impopular y amigo del fraude. Su candidato para las elecciones del "43 era Patrón Costas, otro impopular conservador que sería ungido por la trampa. ¿Hubiera sido derrocado Ortiz a sabiendas de su gran apoyo popular? Incierto. Recordemos que de aquella larga cadena de eventos nacieron los movimientos de los años cuarenta y el peronismo.
FRASES EN EL RECUERDO
Las frases pronunciadas por diputados de los diferentes bloques partidarios, durante la Asamblea Legislativa que se reunió en 1942 para tratar la renuncia del presidente, son absolutamente elocuentes:
Alfredo Palacios, socialista: "Ortiz repudió la contradicción entre la palabra y la conducta (...) luchó contra la falta de sinceridad de los que han cumplido su ciclo y solo sirven para estorbar la marcha hacia el futuro".
Arancibia Rodríguez, bloque conservador: "Ratifico nuestro más alto concepto sobre la probidad personal y la autoridad moral del renunciante".
Ernesto Boatti, radical: "Votaremos la aceptación de la renuncia como un homenaje a quien ha probado todo el enorme valor moral que se necesita para desoír la voz sin palabras de la conciencia de todo un pueblo que querría llevarlo de nuevo a su sitial, para que desde allí, sano o enfermo, fuera la custodia del patriotismo argentino".
Rodolfo Reyna, antipersonalista: "La renuncia es un ejemplo de dignidad cívica y una enseñanza que debemos aprovechar todos los argentinos".
LA ENORME DIFERENCIA
Dicho sea de paso, y para marcar una enorme diferencia con épocas más recientes, debemos remarcar que Ortiz pagó de su propio bolsillo los gastos producidos por los dos años de enfermedad. Durante su padecimiento siguió viviendo en la residencia presidencial de la calle Suipacha, donde hasta la comida era pagada por el presidente. Todo ese trajín dejó a aquel exitoso abogado, en otra época de muy buen pasar, en un estado de económico muy delicado.
Una llama que se apagó, como definió el académico estadounidense Roberto Potash a Roberto Marcelino Ortiz, en el contexto de la oscuridad que representó la decadencia moral de la década infame.
* Historiador y escritor.