Le enviaron después a unos fariseos y herodianos para sorprenderlo en alguna de sus afirmaciones. Ellos fueron y le dijeron: “Maestro, sabemos que eres sincero y no tienes en cuenta la condición de las personas, porque no te fijas en la categoría de nadie, sino que enseñas con toda fidelidad el camino de Dios. ¿Está permitido pagar el impuesto al César o no? ¿Debemos pagarla o no?”. Pero él, conociendo su hipocresía, les dijo: “¿Por qué me tienden una trampa? Muéstrenme un denario”. Cuando se lo mostraron, preguntó: “¿De quién es esta figura y esta inscripción?”. Respondieron: “Del César”. Entonces Jesús les dijo: “Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. (Marcos 12,17)
UNIVERSOS INCOMPATIBLES
En nuestros días está muy extendida la convicción, al menos en el ámbito de lo que tradicionalmente se denomina como “Occidente”, de que política y religión son universos incompatibles, que no se conectan, ni deben hacerlo. Iglesia y Estado se nos dice, “asunto separado”.
El Estado moderno, se afirma, debe ser laico, no tiene religión ni ideología, su único sustento es la ley, su único fundamento es la Democracia. La religión debe ser un asunto privado, según este punto de vista tan difundido y, de hecho, dominante: la incidencia de la religión en cuestiones políticas (que se considera como una especie de contaminación) lleva necesariamente a la intolerancia y a los conflictos.
¿REALMENTE ES ASÍ?
¿Son las religiones esencialmente ajenas a la vida pública y a la política, su impacto en ambas sólo puede ser negativo? ¿Tienen las religiones algo positivo que ofrecer a la política? ¿Puede el ciudadano que interviene en la vida pública, no sólo como político sino incluso como simple votante, dejar de lado todo criterio o motivación religiosa al actuar como miembro de la sociedad política? De acuerdo con la doctrina tradicional de la Iglesia Católica al respecto, y que, entre los partidos políticos, es parte de la filosofía de la Democracia Cristiana, no debe existir separación entre sociedad religiosa y sociedad política, sino una sana distinción, porque son dos sociedades perfectas con sus fines propios que actúan en diferentes planos.
Sin embargo, como el sujeto de su actuación es el mismo, el ser humano, éste necesita que su obediencia a la autoridad civil no le acarree una desobediencia a la autoridad espiritual, o viceversa. La recíproca autonomía de las dos esferas no comporta una separación tal que excluya la colaboración: no se trata de una indebida injerencia de las Iglesias en la actividad gubernamental, propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación y de la defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad. Estos valores, más allá de ser religiosos, son humanos, y por lo tanto no dejan indiferentes y silenciosas a las comunidades religiosas, que tienen el deber de proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y su destino.
Más aún, la religión, especialmente el cristianismo –con su doctrina social elaborada a lo largo de dos milenios- puede tener una influencia sumamente positiva en la sociedad política, tanto de un modo directo, actuando sobre la actividad política, como indirecto, contribuyendo institucionalmente al bien común.
En el primer caso, la religión ejerce su influencia benéfica de tres maneras: primero, ofrece a los ciudadanos preocupados por su comunidad la mejor motivación para ingresar a la política: esto es, la vocación de servicio, fundada en el amor al prójimo. En segundo lugar y teniendo en cuenta que un alto estándar moral es imprescindible para todo político honesto, la religión brinda el mejor y más sólido fundamento para una vida recta: la convicción en una realidad trascendente a este mundo que nos espera después de la muerte y la fe en un Dios que juzgará nuestros actos, por ocultos que sean y por impunes que puedan resultar ante la justicia humana. La tercera dimensión de esa influencia positiva que la religión posee para la política, actuando directamente sobre ella, es su doctrina y la inspiración de ideas que llevan a fundar una filosofía política que constituya un adecuado y sólido fundamento a políticas públicas que sirvan verdaderamente al bien común.
Por otro lado, y como afirmamos más arriba, la religión beneficia a la sociedad actuando también al margen de la política. Lo hace institucionalmente, cuando a través de las organizaciones que crea y conduce, brinda servicios educativos, sanitarios, culturales, de ayuda a sectores vulnerables, constituyendo todo ello un motor de bien social sin el cual las comunidades serían mucho más débiles, carecientes e inestables y los Estados deberían cargar con un arduo trabajo en favor del bien común, sumamente difícil, cuando no imposible, de afrontar por sí solos.
LIBERTAD RELIGIOSA
Otra función crucial que llevan adelante las comunidades religiosas, sobre todo desde lo institucional y desde la acción civil, es la defensa de la libertad religiosa. La dignidad de la persona y la naturaleza misma de la búsqueda de Dios, exigen para todos los hombres la inmunidad frente a cualquier coacción en el campo religioso. La sociedad y el Estado no deben constreñir a una persona a actuar contra su conciencia, ni impedirle actuar conforme a ella.
El derecho a la libertad religiosa debe ser siempre reconocido en el ordenamiento jurídico y sancionado como derecho civil. Por supuesto, no es de por sí un derecho ilimitado. Los justos límites al ejercicio de la libertad religiosa (como de cualquier otra libertad o derecho) deben ser determinados para cada situación social mediante la prudencia política, según las exigencias del bien común, y ratificados por la autoridad civil mediante normas jurídicas conformes al orden moral objetivo. Sin embargo, y pese a la libertad religiosa reinante actualmente en nuestro país, se dan también (como sucede en otras naciones del mundo occidental) no pocas situaciones de discriminación por religión (particularmente en redes sociales). Asimismo, hay que mencionar los casos recurrentes de expresiones blasfemas en el mundo del arte (con frecuencia en eventos patrocinados por el Estado) que son también ejemplos de discriminación por religión y atentan contra la libertad religiosa, que no solamente implica poder ejercer el culto libremente, sino también vivir la propia fe si sufrir discriminación, agresiones o faltas de respeto a símbolos y creencias.
PRESENCIA DE SIMBOLOS
Otro ejemplo de actitudes que coartan la libre expresión de la fe de los creyentes son los repetidos intentos de impedir la presencia de símbolos religiosos en los organismos y espacios públicos, bajo pretexto de la condición “laica” del Estado. Este es un error, por el que se ignora que el Estado no es la Nación, sino un conjunto de instituciones por las que se gobierna a esta y que, por ello, tanto los espacios públicos como el mismo Estado, pertenecen al pueblo, que tiene derecho a expresar sus credos en dichos espacios que le pertenecen.
Aún hoy, entonces, las palabras de Nuestro Señor en el texto evangélico con el que comenzó este artículo, todavía resuenan, eternas, diciendo a quien quiera escucharlas, que en este mundo de los hombres, debe haber espacio para Dios y para el Cesar, que ambos pueden convivir, si cada uno se ocupa de su reino, pero que claramente, el de Dios es superior y a Él, finalmente, también el César deberá rendirle cuentas.
* Secretario de Relaciones Institucionales del Partido Demócrata Cristiano (CABA).
UNIVERSOS INCOMPATIBLES
En nuestros días está muy extendida la convicción, al menos en el ámbito de lo que tradicionalmente se denomina como “Occidente”, de que política y religión son universos incompatibles, que no se conectan, ni deben hacerlo. Iglesia y Estado se nos dice, “asunto separado”.
El Estado moderno, se afirma, debe ser laico, no tiene religión ni ideología, su único sustento es la ley, su único fundamento es la Democracia. La religión debe ser un asunto privado, según este punto de vista tan difundido y, de hecho, dominante: la incidencia de la religión en cuestiones políticas (que se considera como una especie de contaminación) lleva necesariamente a la intolerancia y a los conflictos.
¿REALMENTE ES ASÍ?
¿Son las religiones esencialmente ajenas a la vida pública y a la política, su impacto en ambas sólo puede ser negativo? ¿Tienen las religiones algo positivo que ofrecer a la política? ¿Puede el ciudadano que interviene en la vida pública, no sólo como político sino incluso como simple votante, dejar de lado todo criterio o motivación religiosa al actuar como miembro de la sociedad política? De acuerdo con la doctrina tradicional de la Iglesia Católica al respecto, y que, entre los partidos políticos, es parte de la filosofía de la Democracia Cristiana, no debe existir separación entre sociedad religiosa y sociedad política, sino una sana distinción, porque son dos sociedades perfectas con sus fines propios que actúan en diferentes planos.
Sin embargo, como el sujeto de su actuación es el mismo, el ser humano, éste necesita que su obediencia a la autoridad civil no le acarree una desobediencia a la autoridad espiritual, o viceversa. La recíproca autonomía de las dos esferas no comporta una separación tal que excluya la colaboración: no se trata de una indebida injerencia de las Iglesias en la actividad gubernamental, propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación y de la defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad. Estos valores, más allá de ser religiosos, son humanos, y por lo tanto no dejan indiferentes y silenciosas a las comunidades religiosas, que tienen el deber de proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y su destino.
Más aún, la religión, especialmente el cristianismo –con su doctrina social elaborada a lo largo de dos milenios- puede tener una influencia sumamente positiva en la sociedad política, tanto de un modo directo, actuando sobre la actividad política, como indirecto, contribuyendo institucionalmente al bien común.
En el primer caso, la religión ejerce su influencia benéfica de tres maneras: primero, ofrece a los ciudadanos preocupados por su comunidad la mejor motivación para ingresar a la política: esto es, la vocación de servicio, fundada en el amor al prójimo. En segundo lugar y teniendo en cuenta que un alto estándar moral es imprescindible para todo político honesto, la religión brinda el mejor y más sólido fundamento para una vida recta: la convicción en una realidad trascendente a este mundo que nos espera después de la muerte y la fe en un Dios que juzgará nuestros actos, por ocultos que sean y por impunes que puedan resultar ante la justicia humana. La tercera dimensión de esa influencia positiva que la religión posee para la política, actuando directamente sobre ella, es su doctrina y la inspiración de ideas que llevan a fundar una filosofía política que constituya un adecuado y sólido fundamento a políticas públicas que sirvan verdaderamente al bien común.
Por otro lado, y como afirmamos más arriba, la religión beneficia a la sociedad actuando también al margen de la política. Lo hace institucionalmente, cuando a través de las organizaciones que crea y conduce, brinda servicios educativos, sanitarios, culturales, de ayuda a sectores vulnerables, constituyendo todo ello un motor de bien social sin el cual las comunidades serían mucho más débiles, carecientes e inestables y los Estados deberían cargar con un arduo trabajo en favor del bien común, sumamente difícil, cuando no imposible, de afrontar por sí solos.
LIBERTAD RELIGIOSA
Otra función crucial que llevan adelante las comunidades religiosas, sobre todo desde lo institucional y desde la acción civil, es la defensa de la libertad religiosa. La dignidad de la persona y la naturaleza misma de la búsqueda de Dios, exigen para todos los hombres la inmunidad frente a cualquier coacción en el campo religioso. La sociedad y el Estado no deben constreñir a una persona a actuar contra su conciencia, ni impedirle actuar conforme a ella.
El derecho a la libertad religiosa debe ser siempre reconocido en el ordenamiento jurídico y sancionado como derecho civil. Por supuesto, no es de por sí un derecho ilimitado. Los justos límites al ejercicio de la libertad religiosa (como de cualquier otra libertad o derecho) deben ser determinados para cada situación social mediante la prudencia política, según las exigencias del bien común, y ratificados por la autoridad civil mediante normas jurídicas conformes al orden moral objetivo. Sin embargo, y pese a la libertad religiosa reinante actualmente en nuestro país, se dan también (como sucede en otras naciones del mundo occidental) no pocas situaciones de discriminación por religión (particularmente en redes sociales). Asimismo, hay que mencionar los casos recurrentes de expresiones blasfemas en el mundo del arte (con frecuencia en eventos patrocinados por el Estado) que son también ejemplos de discriminación por religión y atentan contra la libertad religiosa, que no solamente implica poder ejercer el culto libremente, sino también vivir la propia fe si sufrir discriminación, agresiones o faltas de respeto a símbolos y creencias.
PRESENCIA DE SIMBOLOS
Otro ejemplo de actitudes que coartan la libre expresión de la fe de los creyentes son los repetidos intentos de impedir la presencia de símbolos religiosos en los organismos y espacios públicos, bajo pretexto de la condición “laica” del Estado. Este es un error, por el que se ignora que el Estado no es la Nación, sino un conjunto de instituciones por las que se gobierna a esta y que, por ello, tanto los espacios públicos como el mismo Estado, pertenecen al pueblo, que tiene derecho a expresar sus credos en dichos espacios que le pertenecen.
Aún hoy, entonces, las palabras de Nuestro Señor en el texto evangélico con el que comenzó este artículo, todavía resuenan, eternas, diciendo a quien quiera escucharlas, que en este mundo de los hombres, debe haber espacio para Dios y para el Cesar, que ambos pueden convivir, si cada uno se ocupa de su reino, pero que claramente, el de Dios es superior y a Él, finalmente, también el César deberá rendirle cuentas.
* Secretario de Relaciones Institucionales del Partido Demócrata Cristiano (CABA).