¡Qué jugador fue el Bichi!

El baúl de los recuerdos. Claudio Borghi asomó como una de esas figuras destinadas a hacer historia. Sus rabonas quedaron instaladas en la memoria colectiva, pero la sensación final es que jugó bien solo cuando quiso.

La rabona era su sello personal. Los hinchas aguardaban ansiosos el momento en el que ese fantástico jugador cruzaba su pierna derecha por detrás de la izquierda y le pegaba a la pelota en un acto casi circense. A nadie le importaba que ese lujo constituyera un recurso para disimular su imposibilidad de usar la zurda. El fútbol transforma en perfectas maniobras nacidas de la inspiración. Y Claudio Borghi era un maestro de la inspiración. ¡Qué jugador fue el Bichi!

Es cierto que para el ojo crítico el período de esplendor de Borghi fue corto. Sí, claro, prometió más de lo que cumplió, pero desplegó en las canchas un repertorio pleno de calidad que cautivó al público de un modo en el que solo Diego Maradona lo había hecho. No, no era una exageración: el Bichi era un fenómeno. Siempre daba la sensación de que estaba a punto de sacar un conejo de la galera. Con los magos la capacidad de asombro está invariablemente a flor de piel.

Para explicarles a las generaciones actuales de espectadores futboleros cómo jugaba Borghi sería preciso apelar a palabras tales como elegancia, distinción y capacidad de improvisación. También intermitencia. Todas esas cualidades positivas puestas al servicio de este deporte tan vinculado a la frialdad del resultado se antojarían adecuadas para definir a un crack. Y el Bichi lo fue. Por un rato, pero lo fue.

El sello del Bichi: la rabona, en este caso con la camiseta de River.

En ese breve lapso en el que enamoró con su andar cansino -artísticamente cansino- la expectativa en torno de su figura se hacía inmensa. Todos esperaban el momento en el que tirara una rabona. Se sabía que al menos una por partido iba a regalar como testimonio supremo de la excelencia. ¿Tenía sentido reprocharle que la pierna izquierda la tuviera solo para esperar el abrazo de la derecha antes de impactar el balón? No. Habría sido una herejía.

A pesar de que habitualmente llevaba el 9 en la espalda, no era un centrodelantero más. Hoy se caería en la tentación de definirlo como un falso 9. Maldito hábito de ponerle nombre a todo… Borghi jugaba de Borghi. Se retrasaba unos metros para armar el ataque, con panorama, con la cancha de frente para elegir la opción más conveniente. Como una encantadora certeza, esa opción más conveniente incluía algún lujo que invitaba a aplaudir hasta que las palmas de las manos adquirieran un fuerte tono rojizo.

Tacos al por mayor, enganches, amagos, pases con la precisión de un enganche… La verdad, si se lo miraba con atención emergían en él rasgos de los tradicionales números 10. Pudo haberlo sido. Pero se incurriría en un error al reducir a una determinada función lo que él hacía. Era bueno como 9 y también como 10. Era un 9 que jugaba 10 puntos. O un 10 que jugaba para 10. Aunque difícilmente le calzaría el rótulo de goleador, no se le achicaba el arco para someter a los guardavallas y, al mismo tiempo, sabía encontrar al compañero mejor ubicado para anotar.

La estampra de crack de un jugador notable.

No poseía la inaudita habilidad de Diego en espacios minúsculos, sino que necesitaba conseguir unos metros libres delante suyo para lanzarse al frente en una gambeta muy difícil de controlar. Cuando alcanzaba la velocidad crucero, su viaje no se detenía hasta diseñar alguna acción de riesgo para los rivales y para el deleite de los propios. Por si fuera poco, tenía ese loco atrevimiento de pegarle con tres dedos a la pelota para buscar el gol olímpico o con el pie bien abierto para clavar el balón en un ángulo en los tiros libres.

Mostró lo mejor de su catálogo de maravillas en Argentinos Juniors, su cuna. Esa cuestión lo hermanaba todavía más con Diego. De hecho, se esperaba que la unión de ambos en la Selección resultara una perfecta sociedad para el fútbol de alto vuelo, pero el Bichi no era el arquetipo de jugador que pretendía Carlos Salvador Bilardo y, por lo tanto, le cupo un rol entre deslucido y secundario en la obtención del título en México 86. Igual, conviene recordarlo, Borghi fue campeón del mundo.

Quizás solo en Colo Colo, en sus días en Chile, un fulgor similar haya acompañado a sus actuaciones. En el resto de los equipos por los que desfiló -fueron muchos, 15- se permitió pequeñas muestras de un talento inusual, digno de los grandes de verdad. No hay hincha de Huracán, Unión, Independiente y Platense -por acotar el repaso a los equipos en los que actuó en la Argentina- que no recuerde alguna que otra pincelada de su exquisito estilo.

Tuvo un breve paso por la Selección, pero le alcanzó para ser campeón del mundo.

Aquí surge una pista para comprender por qué dejó la sensación de que se quedó corto, de que le faltó extender su ciclo virtuoso unos años para hacer historia. Ciento por ciento rebelde, jugó cuando quiso. Lo atrapó esa tiránica soberbia de los que son conscientes de que saben mucho pero deciden aprobar con lo justo. Aunque pudo haber sido un fenómeno único e irrepetible, se conformó con darle rienda suelta a cierta desidia que limitó su permanencia en el máximo nivel.

TODO EMPEZÓ EN CASTELAR

El 28 de septiembre de 1964 nació Claudio Daniel Borghi. Llegó al mundo en una familia humilde. Papá, mamá y siete hermanos acompañaban sus días en Castelar, en el oeste del conurbano bonaerense. Tuvo que madurar de golpe: cuando tenía 10 años, su padre, de apenas 42, murió mientras tomaba mate. Debió salir a ganarse la vida. Fue sodero, construyó jaulas para pajaritos y trabajó en una herrería hasta que consiguió un puesto en una fábrica de zapatos.

El fútbol lo conoció desde temprano. En la época en la que falleció su padre, sereno en el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), ya correteaba por los potreros de Castelar. Se notó bien pronto que jugaba bien. Ese talento lo catapultó al club El Porvenir, ubicado sobre la calle Curuchet, en su ciudad, a unos pasos de la vieja Gaona que hoy es la Autopista del Oeste. De ahí saltó a Mariano Moreno y luego a Luz y Fuerza. Épocas de baby fútbol. Faltaba para los lujos en la cancha de 11.

Un joven Borghi en sus comienzos en la Primera del Bicho de La Paternal.

En un amistoso contra Argentinos Juniors, José Batista -padre del Checho, Sergio, futuro emblema del Bicho-, Tito Patiño y Oscar Refojo le echaron el ojo y recomendaron llevarlo al club en el que se lucía Maradona. Arrancó en el baby, junto con los pibes de Parque, la institución de la que surgieron muchos de los jugadores que más temprano que tarde la gastaron en La Paternal.

Borghi se ganaba el pan en la fábrica de zapatos y eso no le permitía tomarse tan en serio el fútbol. Dejó de ir a Argentinos porque había que privilegiar el ingreso de dinero para ayudar a la economía familiar. Los ochos hermanos estaban repartidos. Algunos, como él, vivían en la casa de la abuela Hipólita y otros permanecían con su madre. José Pekerman, entrenador de las divisiones inferiores, emprendió el viaje a Castelar, lo fue a buscar y consiguió que le pagaran los viáticos para asegurarse que ese diamante en bruto no se perdiera prematuramente.

De la mano -mejor dicho, amparado en el inigualable pie izquierdo- de Diego, Argentinos amagaba con ganar un título. Habían pasado dos décadas del gran equipo que salió tercero en 1960 y que tenía una delantera que los hinchas recitaban con memoriosa devoción: Martín Canseco, Martín Pando, Osvaldo Carceo, Hugo González y Mario Sciarra. En el Metropolitano de 1980 estuvo cerca con el histórico subcampeonato como escolta del River de Ángel Labruna rico en integrantes del Seleccionado argentino que ganó el Mundial 78.

Argentinos Juniors solo había estado cerca del título gracias a la recordada delantera de 1960 y a las genialidades de Diego Armando Maradona.

Maradona era la estrella que más brillaba en las canchas de estas latitudes. Metió 25 goles en la notable campaña del Metro 80 en una etapa en la que regaló fútbol como es probable que jamás lo haya hecho después. Ni siquiera en su sublime México 86 o en sus días de amo y señor del Nápoli. Diego fue cinco veces seguidas máximo artillero de un torneo: Metropolitano 1978 (22 tantos), Metropolitano 1979 (14), Nacional 1979 (12), Metropolitano 1980 (25) y Nacional 1980 (17). Nadie igualó semejante hazaña. Nadie lo hará.

La gesta del Diez no bastó para darle un campeonato al Bicho. En esos tiempos, Borghi empezaba a destacarse en la Reserva. Jugaba de 9 o de 10 y muchos veían en él al sucesor del genio que partió primero a Boca y luego al Barcelona. El 4 de octubre de 1981, por el partido interzonal correspondiente a la 5ª fecha del Nacional, Osvaldo Chiche Sosa lo puso de titular en el 0-0 contra Platense.

Mario Alles; Carlos Antonio Carrizo, Miguel Ángel Bordón, Oscar Angeletti, Carlos Olarán; José Luis Zuttión, el Checho Batista, Mario Nicasio Zanabria; Pedro Pablo Pasculli, Borghi y Gustavo César Carrizo fueron los once de esa primera vez del Bichi, que dejó la cancha cuando faltaba media hora -lo reemplazó el paraguayo Eugenio Morel Bogado- luego de la expulsión de Pasculli. El pibe de Castelar tenía 17 años y había llegado para quedarse.

Dos fenómenos: el Príncipe Enzo Francescoli y Borghi.

FIESTA EN LA PATERNAL

El 11 de abril del 82 marcó su primer gol. Se lo hizo a Luis Alberto Medina, arquero de Estudiantes de Santiago del Estero en el 3-1 que Argentinos se llevó de su visita a esa provincia, por la 11ª jornada del Grupo B del torneo Nacional. Más allá de que sus condiciones eran bien apreciadas, no le fue fácil instalarse definitivamente en el fútbol profesional. Labruna tomó las riendas del equipo en 1983 y Borghi perdió algo de terreno.

En ese entonces se disputó en la cancha de Vélez un atractivo certamen denominado Proyección 86 en el que se presentaban las futuras estrellas dispuestas a iluminar el cielo futbolero argentino. El Bichi subyugó al gran público con actuaciones espectaculares y todos hablaban de las rabonas de ese desfachatado que hacía maravillas con la pelota. Ya se corría la voz de que en La Paternal había surgido el heredero de Maradona.

A pesar de los elogios que se extendían de boca en boca, la delantera de Argentinos tenía tres piezas insustituibles: el Pepe José Antonio Castro, Pasculli y Carlos Ereros. El clásico fútbol de los 70 y 80, dos punteros que conjugaban habilidad y velocidad y un centrodelantero definidor. En 1984, con Roberto Marcos Saporiti como técnico, los Bichos Colorados de La Paternal tocaron el cielo con las manos con un equipazo que jugaba bárbaro y se quedó con el título del Metropolitano. Borghi apareció en algunos partidos, pero su rol en esa consagración fue la de un actor secundario. Gran actor, pero con poco protagonismo.

El equipo que le dio su primer título a Argentinos en 1984.

Los papeles estelares les correspondían a Enrique Vidallé; Carmelo Villalba, José Luis Pavoni, Jorge Olguín, Adrián Domenech; Mario Hernán Videla, el Checho Sergio Batista, Emilio Nicolás Commisso; Castro, Pasculli y Ereros, los más frecuentes integrantes de un equipo para recordar.

Pasculli se fue al Lecce, de Italia, y Borghi heredó la camiseta con el 9 en la espalda. Con él, el estilo cambió. No era un atacante central que solo se encargaba de ponerle el punto final a las jugadas. Retrocedía, se juntaba con el Panza Videla, el Checho y el Nene Commisso para crear el fútbol que brotaba a raudales en ese formidable campeón. Ya con el Piojo José Yudica como DT, Argentinos mantuvo sus funciones de gala y se llevó el Nacional de 1985 -un torneo de un inexplicable sistema de disputa con rondas de ganadores y perdedores- en una triple final contra Vélez.

A ese Argentinos habría que agradecerle por haberles dado vida a varios de los mejores partidos de esos tiempos. La síntesis perfecta podría ser el espectacular 5-4 de la temporada 1985/86, con triunfo de los millonarios. Dos contendientes dispuestos a dejar todo para quedarse con la victoria en una valiente apuesta por el ataque con un par de futbolistas que engalanaron esa tarde en Núñez: Borghi y Enzo Francescoli.

El festejo con el Checho Batista y la Copa Libertadores en sus manos.

Pero hubo más, mucho más. La estela de ese magnífico equipo no tenía fronteras. Ganó la Copa Libertadores con un despliegue de brillantez que se combinaba con una sed de victoria para aplaudir. Para hacer realidad esa proeza Argentinos sacó a relucir su carácter para librar duras batallas como el desempate contra el recordado Ferro diseñado por Carlos Timoteo Griguol, el duelo con el Independiente del Pato José Omar Pastoriza -el del célebre mediocampo Ricardo Giusti, Claudio Marangoni y Ricardo Bochini- y ya en la final contra América de Cali.

Frente a los colombianos, que contaban en sus filas con Julio César Falcioni y Ricardo Gareca, se libraron tres batallas de una intensidad asfixiante. El 17 de octubre del 85 Argentinos se impuso 1-0 en el Monumental con un gol de Commisso. Cinco días más tarde, América empató la serie con otro 1-0, en esa ocasión producto de un tanto de Willington Ortiz. Y el 24º día del décimo mes del año llegó la fecha más importante de la historia del Bicho.

Yudica apeló a una formación para tratar de tener la pelota y pelear en cada centímetro cuadrado estadio Defensores del Chaco, en Paraguay. Vidallé; Villalba (más tarde entró Carlos Mayor), Pavoni, Jorge Pellegrini (luego Miguel Ángel Lemme), Domenech; Olguín, Batista; Videla, Renato Corsi; Commisso; Borghi. Commisso puso en ventaja a las huestes del Piojo y Gareca selló el empate.

Se afianzó como titular en una formación histórica de Argentinos.

La igualdad se mantuvo y el título se definió desde el punto penal. Acertaron Olguín, Batista, Pavoni, Borghi y Videla; Vidallé detuvo el remate de Anthony De Ávila. Sí, Argentinos era el mejor de América. Y el Bichi, con seis goles y excelsos desempeños, había sido la figura.

Al memorable ciclo del elenco de Yudica aún le faltaba escribir una página gloriosa. El 8 de diciembre de 1985 se midió con Juventus en la final de la Copa Intercontinental. Pasaron cuatro décadas y ese partido permanece instalado en la memoria de todos cuantos tuvieron el privilegio de verlo. Borghi encandiló con un fulgor irresistible y opacó hasta a un genio como el francés Michel Platini.

Argentinos pudo haberse quedado con la victoria, pero no logró aguantar los embates de los turineses y terminó sucumbiendo desde los doce pasos. El Bicho se merecía ser el mejor del mundo, pero como la historia no la escriben solo los que ganan, dejó una huella imborrable con su fantástica tarea.

Borghi y Michel Platini fueron los protagonistas de un partido inolvidable: la final de la Copa Intercontinental de 1985.

Para el Bichi esa actuación lo llevó a la cima. “Es el Picasso del fútbol”, se atrevió a decir Platini en un elogio que se intuía tan justo como original. Borghi cautivó al mundo y parecía tenerlo a sus pies.

CAMPEÓN DEL MUNDO

Jaqueada por un sinfín de cuestionamientos por sus pobres producciones, la Selección argentina transitaba la recta final de su puesta a punto para el Mundial de México 86. Carlos Salvador Bilardo, el técnico, estaba en el ojo de la tormenta. Los albicelestes no convencían y al Narigón le discutían todas las decisiones que tomaba.

Ya con la Copa del Mundo a la vuelta de la esquina, optó por abrirles la puerta para salir a jugar a algunos futbolistas a los que hasta ese momento no había tenido en cuenta. Entre ellos estaban dos de los pilares de Argentinos: Batista y Borghi. El Checho, un mediocampista central de una técnica deliciosa, era la antítesis de los volantes que el DT había utilizado hasta entonces. Y en cuanto al Bichi, el solo hecho de pensar en lo que podría hacer al lado de Maradona le renovaba el crédito al Seleccionado.

A pura habilidad, el Bichi encabeza un ataque contra Bulgaria.

El 14 de noviembre del 85, solo seis meses antes del puntapié inicial del Mundial, Argentina se encontró con México. Bilardo juntó a Batista con quien había sido su inamovible número 5, Miguel Ángel Russo, y Borghi compartió la ofensiva con Pasculli, quien se perfilaba como titular. Luis Islas; Néstor Clausen, José Luis Brown, Oscar Ruggeri; Juan Barbas, Batista, Russo, Maradona, Bochini; Pasculli y Borghi salieron a escena en ese 1-1 en Los Angeles, donde Diego fue el autor del tanto del representativo nacional y Tomás Boy, de penal, emparejó el marcador.

La alineación invitaba a soñar con un fútbol de galera y bastón: Maradona, Borghi y Bochini, juntos. La fórmula mágica no funcionó como se esperaba y tanto ese día como 72 horas más tarde en otro amistoso contra los norteamericanos, esa vez en Puebla, la Selección quedó en deuda. Un nuevo 1-1 en el que el Cabezón Ruggeri anotó para los de Bilardo luego de la conquista inicial de Javier Aguirre. El Checho y el Bichi estuvieron desde el arranque en la última prueba de Bilardo antes de terminar de darle forma a la lista definitiva de 22 mundialistas.

Argentina jugó muy mal contra Francia el 26 de abril del 86 y perdió 2-0. Borghi no fue la excepción y fue expulsado cuando faltaba media hora para el final. La descolorida imagen de los albicelestes se vio empeorada por un violento codazo de Daniel Passarella no advertido por el árbitro suizo Franz Gächter que podía tomarse como una señal de la impotencia y la confusión del equipo de Bilardo. La derrota con Noruega cuatro días después dejó a la Selección entre la espada y la pared.

Gol argentino en México 86 y un festejo con Jorge Valdano y Maradona.

Ni siquiera el 7-2 sobre un poco calificado examinador como Israel en Tel Aviv alivió el clima. Ese 4 de mayo, Borghi le puso la firma a su único gol vestido de celeste y blanco. Lo mejor de esa jornada, además del triunfo, fueron los tres tantos señalados por Sergio Almirón, un puntero izquierdo de Newell´s. Su inclusión era sorprendente, pues el DT había pasado los años anteriores anunciando la extinción del puesto que ocupaba el delantero leproso.

La delegación albiceleste depositó sus pies en México con mucha antelación. Se decía que era una ocurrencia del entrenador para evitar un posible despido. Unos meses antes había soportado un intento de destitución de la que sobrevivió por el apoyo de Julio Grondona, presidente de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA). El Narigón profetizó que la Selección había sido la primera en llegar a México e iba a ser la última en irse, con el título del mundo en su poder, claro.

Se hablaba mucho del joven de 21 años. Que iba a mantener la virginidad hasta el matrimonio por su condición de mormón… Que fumaba, que tomaba… Sí, era evidente que también se ponía la lupa sobre sus posibilidades de enriquecer a una Selección de pobreza franciscana por los resultados y por su nivel en los meses previos al Mundial.

En el balcón de la Casa Rosada, con Diego y la Copa del Mundo.

Borghi miró desde el banco de suplentes el debut triunfal sobre Corea del Sur y fue incluido en la alineación que enfrentó a Italia. Nery Pumpido; José Luis Cuciuffo, Brown, Ruggeri, Oscar Garré; el Gringo Giusti, Batista, Jorge Burruchaga, Maradona; Borghi y Jorge Valdano fueron de la partida en el 1-1 contra los azzurri. El Bichi jugó 75 minutos y debió dejarle su lugar a Héctor Enrique, otro de los futbolistas que entró en el plantel a último momento cuando nadie lo tenía en sus planes. A pesar de su excelente nivel, el Negro también había sido desestimado por el DT durante mucho tiempo.

La última presentación del delantero de Argentinos en la Selección fue el 10 de junio del 86 en el triunfo por 2-0 sobre Bulgaria. El Bichi, de pobre labor, se mantuvo apenas durante la primera etapa y volvió a ser sustituido por Enrique. Ya no dispuso de oportunidades para ser parte del equipo y se convirtió en un espectador del título de ese Seleccionado que giraba alrededor de un Maradona en su máxima expresión. Borghi sumó apenas seis partidos y un gol defendiendo los colores del Seleccionado nacional, pero goza del privilegio de ser campeón del mundo.

SIN LUGAR EN MILÁN

Borghi viajó a México mientras se sellaba su incorporación al Milan. Su fabulosa tarea contra Juventus en Tokio había encandilado al empresario Silvio Berlusconi, quien se aprestaba a adquirir ese equipo peninsular. El controvertido magnate -luego primer ministro italiano- eligió al Bichi como la estrella de su naciente proyecto. El técnico era el sueco Nils Liedholm, integrante del seleccionado de su país que perdió la final del Mundial 58 contra un Brasil que jugaba como los dioses con los geniales Pelé y Garrincha. El DT estaba dispuesto a contar con el argentino.

Los neerlandeses Ruud Gullit y Marco van Basten le cerraron el camino a Borghi en Milan.

El delantero se lució en un Mundialito de Clubes en el que Milan compitió con su clásico rival, Inter, Porto (Portugal) y Barcelona (España). Berlusconi se frotaba las manos porque había acertado con el futuro Maradona. Pero se fue Liedholm y lo reemplazó Arrigo Sacchi, que recomendó la contratación de los neerlandeses Ruud Gullit y Marco van Basten. Y se desató un problema de imposible solución.

En el Calcio solo se admitían dos extranjeros en el campo de juego. Los equipos no eran una viva representación de las Naciones Unidas como en el presente. Parecía difícil prescindir de Gullit y Van Basten, dos de los más destacados jugadores del momento. Borghi no tenía lugar. Roma y Sampdoria pidieron condiciones por él, pero Berlusconi decidió no nutrir a potenciales rivales en la puja por el scudetto.

El argentino, a quien en las prácticas Sacchi le pedía que mostrara algunos de los ejercicios que proponía en los entrenamientos, tuvo que armar las valijas para ir a préstamo al modesto Como. El propio Borghi contó alguna vez en una entrevista con la revista El Gráfico que el técnico, que no había sido futbolista, no dominaba la pelota como para predicar con el ejemplo y recurría al Bichi. Lo insólito del caso es que jamás contó con él y no se opuso a su cesión.

En Como buscó un refugio que no llegó a ser tal. 

El tiempo terminó dándole la razón a Sacchi, pues con los neerlandeses como referentes Milan fue campeón en la temporada 1987/88. Ese fue el punto de partida para un período de absoluto dominio de los rojinegros en Italia y en el fútbol internacional. Borghi apenas salió siete veces a la cancha con la casaca del Como porque su estilo no se correspondía con el cerrado esquema defensivo del técnico Aldo Agroppi.

Cortó el lazo con ese equipo y se sumó al Neuchatel Xamax, de Suiza, para completar un año con más sombras que luces. Tenía como compañero al alemán Uli Stielike, que se había lucido entre 1977 y 1985 en Real Madrid. Sin embargo, no la pasó bien en suelo helvético y regresó a Italia casi sin haber jugado. Berlusconi seguía suspirando por el futbolista del que se había enamorado en Tokio. Países Bajos ganó la Eurocopa de 1988 gracias a Gullit y Van Basten y eso le bajó el telón a los días de Borghi en Milán.

Por más que metió un par de goles en amistosos, no le quedó más remedio que despedirse sin haber disputado al menos un partido oficial en el equipo. Aunque se abrió el cupo para un tercer extranjero, Sacchi hizo prevalecer su criterio y convenció a Berlusconi de incorporar a Frank Rijkaard, otro de los pilares del éxito naranja en la Euro. Esa situación desató un largo peregrinaje de Borghi por casi una docena de equipos.

Pelota al pie, el Bichi encara. Atrás queda Fernando Redondo y de frente le sale el Colorado Carlos Javier Mac Allister.

UN GITANO DE LAS CANCHAS

La trayectoria ascendente del Bichi se interrumpió y desde el paso en falso por Milan todo se hizo cuesta abajo. Nunca repitió los rendimientos que mostró en Argentinos y solo exhibió su talento en dosis pequeñas administradas con una frecuencia muy espaciada. Se erigió en un gitano de las canchas que devino en jugador de culto por golpes de impacto que no alcanzaron la dimensión de sus mejores días, más allá de que jamás dejó de ponderársele su inmensa calidad.

Todavía existía la sensación de que era capaz de renacer cuando se puso en marcha la revolución encabezada por César Luis Menotti en River. El Flaco tenía en mente un superplantel. Abanderado del fútbol bien jugado, escogió a los mejores del momento y, por supuesto, Borghi estaba entre ellos. Desembarcó en Núñez junto a Jorge Rinaldi (Boca), Abel Balbo (Newell´s), Batista (Argentinos), Oscar Passet (Unión), Ángel David Comizzo (Talleres), Gerardo Reinoso (Independiente), José Tiburcio Serrizuela (Racing de Córdoba), el boliviano Milton Melgar (Boca) y Passarella, quien regresó procedente del Inter italiano.

En Huracán tuvo muy buenos rendimientos y hasta estuvo cerca de hacer un gol de rabona.

El ambicioso proyecto no satisfizo las expectativas. Menotti había sido elegido para que River recuperara el brillo tras una etapa poco luminosa con Griguol como DT, pero nada de ello ocurrió. Tampoco le fue bien a Borghi, que dio el presente en 21 encuentros y ni siquiera pudo hacer un gol. Muy poco. Casi nada, algo que se repitió en una breve excursión por Brasil, donde apenas acumuló un puñado de partidos en Flamengo. No le fue mejor en su regreso en 1990 a la Argentina para ponerse la camiseta de Independiente: siete presentaciones y un tanto con su nombre y apellido.

El desencanto que provocaban esos fallidos ensayos para volver a ser el deslumbrante Bichi de sus comienzos les abrían terreno a los reproches por su escasa predisposición para modificar la situación. Se lo acusaba de ser un vago, de poco profesional. “Me tengo que cansar jugando, no marcando”, respondía en una época en la que tras el título del Seleccionado de Bilardo en México 86 se hacía hincapié en que la contracción al trabajo disimulaba cualquier carencia técnica.

Era rebelde. Nunca hacía lo que se aguardaba de él. Jugaba cómo quería, cuándo quería y dónde quería. En el tramo final del 90 registró algunas buenas actuaciones en Unión, adonde aceptó ir por pedido de Marito Zanabria, antiguo compañero de los primeros días en Argentinos. Clavó un golazo de tiro libre en Huracán, club al que arribó en 1991 y en el que estuvo cerca de hacer un tanto de rabona, pero su insólito remate desde fuera del área se estrelló en el travesaño. En el Globo volvió a volar alto.

Dejó un muy grato recuerdo en Colo Colo. 

Inició la temporada siguiente en Platense y redondeó una docena de partidos con algún que otro lujo más efectista que efectivo. A los degustadores del fútbol bien jugado les hacía una caricia al alma; a los resultadistas les causaba dolores de cabeza. Halló un confortable refugio en Chile. Primero en Colo Colo, con el que festejó la Recopa Sudamericana y la Copa Interamericana del 92, luego en O´Higgins, Audax Italiano y Santiago Wanderers. Los hinchas del Cacique lo idolatraban, al igual que los de Audax.

Pasó por el Correcaminos, de México, antes de colgar los botines en 1998 en Santiago Wanderers. El futbolista le cedió su lugar al entrenador. Lo veneraron en Colo Colo y en Argentinos, a los que condujo a ganar títulos; lo discutieron en Independiente y Boca y terminó ahogado por las tormentas en una traumática estancia en la selección chilena. En Avellaneda y en la Ribera lo miraron con desdén porque del otro lado de la línea de cal no trasmitía el mismo magnetismo que cuando tenía la pelota en los pies.

Las polémicas rodearon sus días al frente de la selección chilena.

“Algunos creen que uno puede jugar bien en todos lados y no es así. Maradona siempre jugó para ser el mejor; hay otros que no jugamos para ser los mejores. No lo sentía. Para mí, ganar jamás fue lo más importante”, dejó en claro en alguna ocasión. Su rebeldía no le permitió ratificar su condición de presunto sucesor de Diego. Tampoco se instaló entre los mejores de todos los tiempos, como muchos le auguraron. Ni siquiera construyó una carrera espectacular. Lo que sí está claro es que todos aquellos que lo vieron en acción, cada vez que piensan en Borghi se tientan con el mismo comentario: “¡Qué jugador fue el Bichi!”.

En Argentinos Juniors se dio el gusto de salir campeón como jugador y como técnico.