Puños de oro

El baúl de los recuerdos. El boxeo es la disciplina que más medallas doradas le dio a la Argentina en los Juegos Olímpicos. Subió siete veces a lo más alto del podio y, por si fuera poco, aportó otras tantas preseas de plata y diez de bronce.

 

Las narices chatas, las orejas arrepolladas, el corazón valiente y los puños de oro. Esta sería una precisa descripción que podría hacerse del boxeo, la disciplina que más éxitos le dio al deporte argentino en los Juegos Olímpicos. Siete medallas doradas, otras tantas plateadas y diez de bronce resumen cuantitativamente el aporte del noble deporte de los puños en la competición creada por el francés Pierre Fredy, barón de Coubertin. Pero los números no alcanzan para reflejar la gloria alcanzada por esos hombres que se hicieron héroes a fuerza de golpes.

Parece mentira, pero a pesar de tamaños antecedentes no hubo representantes argentinos en París 2024. Eso no había ocurrido en un siglo de citas olímpicas… Se trata, sin dudas, de un artero nocaut al desarrollo de un deporte que ya no proporciona figuras de calidad en el campo amateur y que las conduce demasiado rápido al profesionalismo. Otros tiempos, otras búsquedas personales de los rudos deportistas que suben al ring para forjarse un destino en la vida…

Hace muchos años, en cambio, se escribían historias memorables en diarios y revistas cuyas páginas fueron adquiriendo un característico tono amarillento. Esa coloración constituye una señal inequívoca de que muchos de esos relatos ingresaron en el baúl de los buenos recuerdos, ese lugar en el que la memoria recopila hechos sublimes plenos de emoción. Y el boxeo ofreció algunos de los mejores momentos del deporte argentino allá lejos y hace tiempo.

Pascual Pérez fue uno de los más grandes boxeadores de la historia. 

PASCUALITO, UN GRANDE

Si esas proezas pudieran concentrarse en una fecha en particular, esa sería el 13 de agosto de 1948. Ese día en Londres, el pugilismo nacional subió dos veces a lo más alto del podio con un par de horas de diferencia. Ese día, la bandera flameó orgullosa y altiva por última vez… Ese día, Pascual Pérez y Rafael Iglesias hicieron realidad los títulos que se cerraron la era triunfal del boxeo argentino en los Juegos.

El primero en salir a escena fue Pascualito. Bajito, de apenas 1,52 metro de altura, pero guapo, muy guapo. Este mendocino que disimulaba la desventaja de su escasa envergadura con una bravura sin límites estuvo a punto de verse privado de luchar por el título olímpico. Un error administrativo casi lo dejó fuera de combate: lo anotaron con el peso de otro boxeador, Arnoldo Parés, que era gallo y en la balanza registraba un máximo de 54 kilos, tres más que la categoría mosca de Pérez.

El mendocino venció en su campaña en Londres al filipino Ricardo Adolfo, al sudafricano Desmond Williams, al belga Alex Bollaert y en semifinales al checo Frantisek Majdloch. En la final por el oro, en el Empire Pool de Wembley, derrotó al italiano Spartaco Bandinelli, quien en los cuartos de final había dado la sorpresa de la competición al superar al máximo favorito, el español Luis Martínez Zapata.

Seis años después, ya volcado al profesionalismo, Pascualito ganó el cetro de los moscas y se convirtió en el único campeón olímpico y mundial argentino.

Rafael Iglesias en la tapa de El Gráfico. Con su triunfo en 1948 se cerró la era de las medallas doradas.

Unas horas más tarde de la consagración olímpica de Pérez le tocó el turno a Iglesias, el mejor peso pesado del país en esos días. Oriundo de Avellaneda, eran memorables sus duelos con Amílcar Brusa (como entrenador fue un maestro que condujo la carrera de nada más y nada menos que Carlos Monzón) y Mauricio Cía (bronce entre los mediopesados en 1948).

En Londres, ganó el oro en una pelea en la que le hizo besar la lona al sueco Gunnar Lorentz Nilsson. Antes había dado cuenta del español José Antonio Rubio Fernández, del italiano Uber Baccilieri y, en semifinales, del sudafricano John Arthur. Iglesias volvió a la Argentina y decidió dar el salto al ámbito rentado, pero solo combatió una vez y se retiró al perder por nocaut en 1952 con el estadounidense Bob Dunlap en la ciudad norteamericana de San Francisco.

AVENDAÑO, EL PRECURSOR

Si bien en su libreta de enrolamiento -el documento de identidad de las primeras generaciones del siglo XX- figuraba como Ángel Pedro Victorio Avendaño, se ganó su lugar en la historia como Víctor. Fue el primer boxeador argentino que logró una medalla de oro en los Juegos. Ocurrió en 1928 en Ámsterdam, adonde concurrió gracias a un permiso especial otorgado por el presidente de la Nación, Agustín P. Justo. Avendaño tenía 21 años y estaba cumpliendo el servicio militar, por lo que se hizo necesaria la intervención del jefe del Estado para que viajara.

Víctor Avendaño subió por primera vez al pugilismo argentino a lo más alto del podio olímpico.

Su participación en la categoría mediopesado comenzó con un triunfo sobre el chileno Sergio Ojeda y siguió con victorias contra el canadiense Donald Carrick y el sudafricano Donald Mc Corrindale. El 11 de agosto, dejó al borde del nocaut al alemán Ernest Pistulla y se colgó la medalla dorada. Incursionó en el boxeo profesional, pero solo peleó cinco veces, dos fueron triunfos, otras dos traspiés y la restante terminó sin decisión.

Avendaño cambió de rubro y en 1948 entró al mundo del arbitraje. Desarrolló una larga e importante tarea en esa actividad y dio el presente en peleas protagonizadas por figuras del pugilismo argentino como José María Gatica, Alfredo Prada, Horacio Accavallo, Nicolino Locche, Gregorio Goyo Peralta, Andrés Selpa, Oscar Natalio Ringo Bonavena, Carlos Monzón y Víctor Emilio Galíndez.

En esos mismos Juegos también se cubrió de oro Arturo Rodríguez Jurado. El Mono triunfó en la categoría pesado, en cuya final doblegó al sueco Nils Ramm, a quien sometió a un tremendo castigo que lo llevó a abandonar. Antes, había vencido al irlandés Matthew Flanagan, al neerlandés Sam Olij y al danés Michael Michaelsen. En ese entonces, tenía 21 años y registraba su segunda participación olímpica, pues había estado en París 1924. En aquella oportunidad cayó en su debut en la división de los mediopesados.

Además de ser campeón olìmpico de boxeo, el Mono Rodríguez Jurado fue una figura clave en la historia del rugby.

Rodríguez Jurado es un apellido muy vinculado con el deporte. El Mono se destacó nítidamente en rugby. Jugó en sus comienzos en el Club Atlético San Isidro (CASI) y tiempo después fue uno de los fundadores del San Isidro Club (SIC). Por si fuera poco, integró el Seleccionado nacional, del que llegó a ser capitán.

Uno de los hijos del Mono, también llamado Arturo pero apodado El Trompa, integró la formación argentina en el bautismo triunfal contra Junior Springboks en 1965 que les dio vida a Los Pumas.

MÁS MOMENTOS DORADOS

Los Ángeles 1932 dejó para los posteridad la hazaña de Juan Carlos Zabala en el maratón. El Ñandú Criollo consumó un impresionante éxito de punta a punta y fijó un récord olímpico con 2 horas, 31 minutos y 36 segundos. El joven atleta argentino aguantó la exigencia de los 42,195 metros, pero cayó derrumbado no bien cruzó la meta porque alguien no tuvo mejor idea que arrojarle una bandera nacional con mástil y todo. El boxeador Carmelo Robledo tuvo esa poco feliz ocurrencia y dejó casi nocaut a su compatriota.

Carmelo Robledo se impuso en peso pluma en Los Ángeles 1932.

Robledo tenía 20 años cuando se impuso en la final de peso pluma al alemán Josef Schleinkofer. Ese combate se realizó el 13 agosto, como para confirmar que si existiera un día del boxeador olímpico, sería justamente esa fecha. En su recorrido por la competición había superado sucesivamente al irlandés Ernest Smith y al sueco Carl Allan Carlsson-Ekebäck.

El púgil, que trabajaba en un puesto de diarios ubicado en Córdoba y Rodríguez Peña, había intervenido en Ámsterdam 1928, edición en la que con solo 15 años llegó a los cuartos de final, pero en la categoría gallo.

Una aclaración importante: por supuesto, sí está instituido el Día del boxeador argentino. Se celebra el 14 de septiembre por el épico combate de Luis Ángel Firpo contra Jack Dempsey en 1923.

Alberto Lovell se llevó el oro en la división de los pesados en 1932.

El tercer oro de la delegación nacional en 1932 le perteneció a Alberto Lovell. Hijo de oriundos de Barbados y nacido en 1912, jugaba como centre forward (centrodelantero) en Dock Sud hasta que en 1930 se mudó a San Nicolás, donde vistió la camiseta de Sportivo Nicoleño. Como el fútbol era amateur, se desempeñó en diversos oficios, tales como la venta de diarios, el lavado de papas, fue obrero en una fábrica de papeles y hasta cargó bolsas en el puerto.

Eran un morocho grandote y muy duro. Esa condición la descubrieron aquellos que se atrevieron a enfrascarse en peleas callejeras con él. La fuerza y la pegada de Lovell lo llevaron al boxeo. Encuadrado en la división de los pesados, desembarcó en Los Ángeles. Allí se alzó con la presea dorada al noquear en la final al italiano Luigi Rovati. Antes se había encargado del finés Gunnar Bärlund y del canadiense George Maugham. Su hermano Guillermo también fue representante argentino de boxeo y alcanzó la medalla plateada entre los pesados en Berlín 1936.

En esos Juegos en los que Adolf Hitler no hizo nada para ocultar ante los ojos de todo el mundo su noción de la supremacía aria, otro argentino cumplió un papel muy destacado. Era Oscar Casanovas, quien, al igual que Alberto Lovell, había tenido su primer contacto con el deporte a través del futbol. Jugaba en Huracán y se lo ponderaba como un atacante inteligente y de buenas cualidades para la definición.

Oscar Casanovas, el goleador de la Sexta de Huracán que llegó a adueñarse de una medalla dorada en boxeo.

Llegó hasta la Sexta División del Globo, aunque para esa época ya había empezado a intercambiar golpes sobre un ring. Era la salida perfecta para un irascible joven que solucionaba los diferendos con la fuerza de sus puños. En Berlín, donde compitió en peso pluma como lo hizo cuatro años antes Robledo, acumuló éxitos sobre el finés Ake Karlsson, el polaco Aleksander Polus y húngaro Dezso Frigyes. Con su victoria sobre el sudafricano Charles Catterall escaló hasta lo más alto podio.

Casanovas, Robledo, Avendaño, Rodríguez Jurado, el mayor de los hermanos Lovell, Iglesias y Pascual Pérez dejaron en claro que los boxeadores argentinos tenían las narices chatas, las orejas arrepolladas, el corazón valiente y los puños de oro.

LOS OTROS PODIOS

Medallas de plata

Alfredo Copello: París 1924, categoría liviano.

Héctor Méndez: París 1924, welter.

Víctor Peralta: Ámsterdam 1928, pluma. 

Raúl Landini: Ámsterdam 1928, welter.    

Amado Azar: Los Ángeles 1932, mediano.

Guillermo Lovell: Berlín 1936, pesado.

Antonio Pacenza: Helsinki 1952, mediopesado.

 

Medallas de bronce

Pedro Quartucci: París 1924, pluma.

Alfredo Porzio: París 1924, pesado.

Raúl Villarreal: Berlín 1936. Categoría mediano.

Francisco Resiglione: Berlín 1936, mediopesado.

Mauro Cía: Londres 1948, mediopesado.

Eladio Herrera: Helsinki 1952, mediano liviano.

Víctor Zalazar: Melbourne 1956, mediano.

Abel Laudonio: Roma 1960, liviano.

Mario Guilloti: México 1968, welter.

Pablo Chacón: Atlanta 1996, pluma.