Una de las cuestiones más delicadas que debe contemplar toda política de seguridad, desde su gestión como responsabilidad de los funcionarios políticos en la conducción de fuerzas policiales, es asumir que ocurrirán muertes de civiles inocentes y saber lidiar con ello.
Las bajas por error son una posibilidad latente en cualquier escenario de intervención policial. La razón es muy simple: los policías son seres humanos. Y los humanos cometemos errores de distinta magnitud todos los días. Algunos errores cuestan vidas.
Ciertamente la probabilidad de error disminuye en sociedades que mantienen por décadas condiciones que favorecen una baja conflictividad, esto es, entre otras, un marco jurídico claramente definido, la consecuente solidez institucional y el profesionalismo en sus fuerzas. Pero aún en el mejor ámbito social imaginable, la posibilidad de error nunca desaparece. Es humana.
Tan humana y constante como el conflicto mismo en la intersubjetividad activa. Por lo que en algún momento, inevitablemente, la persona en representación de la autoridad armada del Estado deberá decidir el empleo de la fuerza letal en una fracción de segundo. Y no en la asepsia del laboratorio o campo de entrenamiento, sino en situaciones de preminencia instintiva en las que lo estudiado como previsto se verá desafiado por esa mugre de confusión azarosa que sólo puede inventar la realidad.
La percepción de la realidad en esa fracción de segundo fatal, depende de una cantidad tal de circunstancias, en combinaciones aleatorias, que ni siquiera el más experimentado y capacitado queda al margen de la posibilidad de equivocarse.
CRISIS DE VALORES
Las crónicas policiales dan cuenta de muertes que provocan polémicas sobre el acierto o error de la intervención policial. Lamentablemente al tener la sociedad argentina una crisis de valores, manifiesta en la falta del más elemental acuerdo colectivo para distinguir las nociones del bien y el mal, esas polémicas a través de la opinión publicada se dan caprichosamente, en forma irracional, respondiendo a prejuicios ideológicos e intereses de facción. Sigue pesando la inercia cultural de la lógica amigo/enemigo instalada por el régimen kirchnerista, que sin escala de grises reduce toda discusión a términos de blanco o negro. Así el policía Chocobar es visto como héroe o asesino, cuando cumpliendo con su deber no es ninguna de las dos cosas. Perdura el fanatismo, impermeable al sentido constructivo de la observación objetiva y crítica, que cuando no estalla en insultos se contenta con la ignorancia.
Más allá del debate puntual en torno a Chocobar, aquel caso ratificó la idea fuerza en la que se centra toda la gestión ministerial de Patricia Bullrich: impulsar la proactividad de las fuerzas y de sus agentes.
Incluso viciada de voluntarismo, por falencias técnicas y de conducción estratégica, esa voluntad personalista de la ministro Bullrich para soltar a las fuerzas, que se expresó durante el caso Maldonado y en el Reglamento para el uso de armas de fuego de las fuerzas federales, marca una diferencia positiva respecto del enclaustramiento, por repliegue y pasividad forzada, que había determinado el kirchnerismo.
Luego la detención del cabo Francisco Pintos, integrante de la Agrupación Albatros de la Prefectura Naval Argentina, por la muerte de Rafael Nahuel en un incidente ocurrido, el 25 de Noviembre de 2017, a consecuencia de la usurpación de terrenos en Lago Mascardi por parte de activistas mapuches, instaló dudas (potenciadas por la incertidumbre electoral) respecto a la proyección de esa línea de acción ministerial.
En este contexto, y luego de la conmoción por la muerte en persecución policial de cuatro jóvenes en San Miguel del Monte, tuvo lugar el desgraciado suceso en el que el médico Ricardo Raúl Tassara, quien había sido víctima de un robo en su domicilio de Burzaco, terminó muerto por el disparo de uno de los policías bonaerenses que acudían para auxiliarlo.
Frente a esta tragedia, el ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, Cristian Ritondo, hizo lo que no se debe hacer: hablar de más. En términos tajantes el ministro, que no es juez, sentenció respecto al oficial Godoy que: "Más allá del nerviosismo por lo que pudo haber pasado, nosotros tenemos un protocolo que es muy claro. El policía no tendría que haber disparado, está exonerado, está separado y está preso" (La Prensa, 23 de junio 2019, pág. 21).
Pero no es tan claro el asunto como presume el ministro. Contrariando su juicio, la Ley 13.482 que establece la composición, funciones, organización, dirección y coordinación de las Policías de la Provincia de Buenos Aires, al regular el uso de armas en su Art. 13 contiene disposiciones que bien podrían amparar lo actuado por Godoy; a pesar del terrible error.
Sólo por eso Ritondo tendría que haber sostenido un discurso cauto. Pero acaso (hermosa palabra la palabra acaso) porque su reacción no fue ya la de un ministro de Seguridad, sino la de un candidato a diputado más preocupado por preservar su imagen y juntar votos que por brindar seguridad a los bonaerenses, intentó despegarse del hecho antes que cumplir con su rol institucional.
Volviendo al primer párrafo de esta nota, Ritondo debió comprender las muchas aristas en el drama humano acaecido para, desde esa comprensión, priorizar tanto la tranquilidad de la población como afianzar el sentido del deber en el ánimo de la policía.
Por el contrario, fulminando a quien pudo cometer un yerro, sus dichos tienen en lo inmediato dos efectos negativos: Le afirman a los bonaerenses que no pueden confiar en su policía, y desmoralizan a la policía al decirle a cada agente que se retraiga porque, siendo inadmisible errar, lo único seguro es no asumir ningún riesgo.