EL EJEMPLO DE CRISTO INVITA A DENUNCIAR LA CORRUPCION DE LA FE

Motivos de justa indignación

POR BERNARDINO MONTEJANO

La “Némesis” que hoy reivindicamos, es la “justa indignación” de Aristóteles, virtud que nos mueve a reaccionar ante la desmesura, la incontinencia, la arrogancia de los protervos.

Debe su nombre a una diosa de la mitología griega, cuya estatua alada se encuentra en el Louvre y aparece con una rueda, de la fortuna, que se podía dar vuelta en cualquier momento y la encontramos en las Euménides de Esquilo.

Para ser virtuosa la “Némesis” debe superar dos extremos viciosos: por defecto, la falta de reacción ante la Hybris o desmesura, y por exceso cuando se mezcla la indignación con la venganza ciega y con Eris, enemiga de la justicia, promotora de la discordia.

Días atrás tuve una breve conversación con un fraile, a quien mucho debo y espero que no le moleste esta nota. Como otras veces al despedirse me aconsejó: “no se enoje”, cosa difícil en la Argentina de hoy y en la Iglesia presidida por Francisco.

Una hermana mía, Teresita Montejano de Payá, murió hace unos años, una santa con cierta dosis de buenismo, siempre me retaba: ¡Vos, siempre escribiendo contra algo o alguien! Un día le contesté: Tengo un gran maestro; ¿quién? San Agustín que escribió La Ciudad de Dios contra los paganos, Contra los académicos, De la naturaleza del bien contra los maniqueos.

Por un tiempo, se acabaron los reproches, pero con el ascenso de Francisco y mis críticas, volvió a la carga. Dios quiso llamarla a su lado y evitarle ver el triste espectáculo de la liquidación de la Iglesia en la Argentina.

Al fraile, a quien espero seguir viéndolo, porque en su Misa hay lugar para todos. Incluso algunos de los asistentes, como el matrimonio de Miguel y María Mujica, Sandra Tolosa, Estela y Ana Estarcoz, María Fernanda Iglesias, Claudia Santamarina, viuda de un inolvidable ex alumno Marcelo Faure, Elena Villafañe y Thais Tanco de Nousan, reciben estas notas.

Y a su consejo de no enojarme, le opongo, no a san Agustín, sino a Jesucristo, y su actitud ante fariseos, saduceos, legistas y mercaderes del Templo.

LOS SUYOS

La encarnación del Mesías se produce en “la plenitud de los tiempos” y allí, como escribe Giovanni Papini, “comienza nuestra era, nuestra civilización, nuestra vida”.

Pertenece al pueblo elegido, que había estado preparando su venida. Sin embargo, muchos judíos lo rechazaron, como lo expresa el Evangelio: “Vino a su casa y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron les dio el poder de hacerse hijos de Dios” (Juan, 1, 11).

El pueblo judío vivía dentro del contexto del Imperio Romano que entonces asistía a una bancarrota religiosa, traducida en el descrédito de los antiguos dioses y la proliferación del ateísmo. El culto del emperador y el influjo de los cultos orientales contribuían a la desorientación general.

El pueblo judío se encontraba dividido en partidos religiosos. Los más importantes eran los saduceos y los fariseos, además existían los esenios y los zelotes.

Los saduceos habían pactado con los romanos vencedores, eran los acomodaticios de su tiempo, tolerantes y contemporizadores, “con ideas y un exterior de culto y religión judía, mientras en su interior estaban alejados del verdadero Dios y con una ideología semi pagana”. Eran los grandes propietarios, los hombres de negocios, los burócratas y no creían en la resurrección.

Los fariseos eran fanáticos, meticulosos y soberbios y “mientras hacía profesión de defender la ley ante sus más insignificantes prescripciones, sobre todo en la observancia del sábado y la pureza legal, llenos de las pasiones más bastardas, no vacilaban ante los crímenes más atroces para deshacerse de quien se atravesaban en su camino”.

Fueron además responsables de haber desvirtuado el concepto del Mesías esperado, materializándolo en la figura de un caudillo político que los liberaría del poder de los romanos y también eran amigos del dinero y el Señor los denuncia:

“Vosotros, los que los la dais de justos delante de los hombres…porque lo que es estimable para los hombres es abominable para Dios” (Lucas, 16, 14-15).

Fariseos y legistas son denunciados en el Evangelio: “Ay de vosotros los fariseos, que pagáis el diezmo de la menta, de la ruda y de toda hortaliza y dejáis a un lado la justicia y el amor de Dios” y como un doctor de la ley se quejó de ser injuriado, el Señor le dijo: “¡Ay también de vosotros, los legistas, que imponéis a los hombres cargas intolerables!” (Lucas, 11, 42 y 46).

“RAZA DE VIBORAS”

Juan Bautista califica a ambos partidos con dureza: “Viendo venir muchos fariseos y saduceos al bautismo, les dijo ‘Raza de víboras ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, frutos de conversión y no creáis con decir en vuestro interior ‘tenemos por nuestro padre a Abraham’… ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no de fruto bueno será cortado y arrojado al fuego” (Mateo, 3, 7-11).

En la octava edición de nuestro Curso de Derecho Natural comparábamos cómo Juan Bautista habla a personas concretas que tiene delante y no a otras imaginarias, inventadas por el cardenal Bergoglio, “izquierdas ateas y derechas descreídas” en su reflexión del 25 de mayo del 2004. Y allí, señalamos: hubiera sido más interesante y fecundo que el prelado hablara de los nuevos fariseos y de los nuevos saduceos, dos categorías que pululan en el mundo actual. ¿O acaso hoy no existen los cipayos, nuevos saduceos, materialistas, que entregan el cuerpo y el alma de la patria? Y ¿no existen nuevos fariseos y legistas, atenidos a la letra de las leyes positivas, ignorantes de la equidad y de la caridad? Cristo no anduvo con vueltas, no usó un lenguaje equívoco y bramó indignado contra las apariencias: “Raza de víboras, ¿cómo podéis vosotros hablar cosas buenas siendo malos? Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca” (Mateo, 12, 37).

Cristo previene a sus discípulos “de la levadura de los fariseos que es la hipocresía. Nada hay encubierto que no haya de ser descubierto ni oculto que no haya de saberse” y les advierte: “No temáis a los que matan el cuerpo… temed a Aquél que, después de matar, tiene poder de arrojar a la gehena” (Lucas, 12, 1 y 7).

Y en el episodio del templo su justa indignación se tradujo en hechos, pasó a la acción como lo relata san Lucas: “Entrando en el Templo, comenzó a echar fuera a los que vendían, diciéndoles: Esta escrito; Mi Casa será Casa de oración. ¡Pero vosotros la habéis hecho una cueva de bandidos!” (19, 45-46).

¿Hubiera sido mejor no enojarse, como tantas veces sucede hoy en los lugares santos mezclados con el vil comercio, en nombre de la tolerancia y las participaciones? Cristo nos legó sus enojos y hubiera expulsado con su látigo, no lo dudamos, a quienes por compromisos partidarios han profanado nuestras iglesias y a quienes en el Vaticano ignoraron que distribuían su cuerpo y su sangre a pecadores públicos.