Los males de la divina Sarah
“Hay cinco clases de actrices: las malas, las regulares, las buenas, las grandes actrices… y Sarah Bernhardt”, decía Mark Twain, marcando la diferencia que la convertiría a la diva francesa en una superestrella.
Las veleidades de Madonna, las excentricidades de Lady Gaga, ni las demás estrellas del rock, no son nuevas ni invento de la modernidad. No hay nada nuevo en este mundo estrellado que la divina Sarah no haya creado antes, desde la incertidumbre de su fecha de nacimiento, que le confería al menos dudas sobre su edad, hasta sus misteriosos orígenes, sus sonados romances, sus relaciones con la nobleza, dignatarios y médicos, escándalos sexuales y éxitos apoteóticos que cimentaron su celebridad al punto que estamos hablando de ella 102 años después.
Aunque su acta de nacimiento se extravió durante los disturbios de la Comuna de París en 1871, sus biógrafos coinciden en decir que nació en 1844, hija de una cortesana y padre desconocido, aunque todos señalen al duque de Morny –hermano de Napoleón III– como procreador.
Si bien no se sabe si fue su padre, sabemos que fue su protector y consejero. Fue él quien la instó a inscribirse en el conservatorio y quien le permitió entrar a la Comédie-Française gracias a sus contactos.
Su primer gran éxito fue en “Las mujeres sabias” (“Les Femmes savantes”) de Molière en 1867, tres años después de haber dado a luz a su único hijo, Maurice Bernhardt, fruto de una relación con el príncipe de Ligne, quien, al enterarse que Sarah estaba embarazada, la abandonó. Cuentan que años más tarde el príncipe se acercó a Maurice, dispuesto a reconocerlo, pero este rechazó la propuesta; para él, era más importante ser el hijo de divina Sarah que de un príncipe.
Más de un vez quebró, pero con su trabajo y su talento supo rehacerse.
Sarah, al igual que su madre y sus hermanas, fue una cortesana y vivió de los favores de sus amantes ocasionales. Una vez que su carrera se afianzó, pudo mantenerse con su trabajo y rescató a sus hermanas de una vida disipada. Para apartarla a su hermana Jeanne de ese destino, la llevó en sus giras, donde se convirtió en actriz de la compañía. Lamentablemente, Jeanne se hizo adicta a la morfina.
Sarah continuó con su carrera ascendente representando papeles dramáticos para los que estaba especialmente dotada, como “La dama de las camelias” de Alejandro Dumas (hijo), autor que había estimulado a la talentosa y bella actriz en sus comienzos.
Pero Sarah también sobresalía cuando hacía papeles masculinos, como su célebre representación de Hamlet. Todos los que tuvieron la oportunidad de verla destacaban su voz dorada.
Su talento, sin embargo, no se limitaba a la actuación: pintaba y esculpía especialmente bien, al punto que algunos dudaban que las obras fueran suyas.
Su fama la llevó por el mundo. En Estados Unidos, las entradas para verla actuar se agotaban en horas, por más que cobraran 40 dólares por butaca, una suma exorbitante para la época. En Inglaterra conoció a Oscar Wilde y, años más tarde, estrenaría su “Salomé”. Visitó América Latina y se detuvo en Buenos Aires antes de cruzar a Chile por el Cabo de Hornos.
En 1886, volviendo de Sudáfrica en barco, se cayó y sufrió una lesión en la rodilla, una dolencia que empeoró con el tiempo a punto de dificultarle el desplazamiento en escena.
Entre sus muchos amantes estaba el doctor Samuel Jean de Pozzi, uno de los cirujanos ginecológicos más destacados de París, conocido también por su elegancia y dotes galantes, quien la operó de un quiste ovárico en 1898.
Su pierna continuó dándole problemas hasta que en 1914, decidieron inmovilizarla, pero el resultado fue peor y la extremidad se gangrenó. Volvió a consultar a Pozzi, quien, con todo el dolor del mundo, le indicó la amputación, aunque él no quiso llevar a cabo la operación. Finalmente, el Dr. Denucé procedió a la amputación. Para entonces, la actriz contaba con 71 años y padecía una insuficiencia renal que sería una de las causas de su óbito. Ese mismo año recibió la Legión de Honor como reconocimiento a su aporte a la cultura francesa.
A pesar de su precario estado de salud y discapacidad, Sarah continuó actuando. En 1915, le aconsejaron que no lo actuase ante las tropas francesas movilizadas por la contienda, pero lo hizo como lo había hecho cincuenta años antes.
En 1922 vendió su mansión de Belle-Ile-en-Mer, donde había filmado un documental autobiográfico. Un año más tarde, mientras actuaba para “La Voyante”, una obra sobre un clarividente, su estado de salud se deterioró.
Ya hacía años que había tomado la costumbre de dormir en un ataúd, como preparándose para el inexorable desenlace. Muy débil para trasladarse al estudio, la película se filmó en su casa de Boulevard Pereire. En un momento, se desmayó y no volvió a recuperarse. Murió pocos días más tarde por una insuficiencia renal en brazos de su querido hijo.
Más de 150.000 franceses asistieron al entierro de la divina Sarah en Pere-Lachaise. Así como la gente acudía a verla morir en el escenario, ahora presenciaba su funeral, el último acto de una vida agitada .
Con ella moría la primera gran diva de la modernidad, un “monstruo sagrado”, en palabras de Jean Cocteau. Fue el rostro y la voz dorada de Francia en todo el mundo, que cautivaba incluso a aquellos que no hablaban francés. Supo crear una imagen que trascendió su existencia.
Sarah desataba pasiones con su presencia: los hombres de Nueva York lanzaban sus abrigos al suelo a su paso, en Australia hubo escenas de histeria entre las mujeres que querían tocarla. En París decían que aquellos que la visitaban debían ver la Torre Eiffel y a Sarah Bernhardt.
Aún hoy, después de un siglo, hay flores sobre su tumba.