Murió Beatriz Sarlo, y toda la reacción del Estado argentino se redujo virtualmente a un tuit del secretario de Cultura. La crónica dice que ningún funcionario se acercó a despedirla. La Argentina oficial la ignoró y la Argentina no oficial aprovechó su sepelio para marcar diferencias con el Gobierno. Si ésta es la batalla cultural que se nos plantea quiere decir que no logramos emerger de nuestro extravío. Sarlo fue una de las críticas de la cultura y la sociedad más penetrantes del siglo XX y algo más en el mundo de habla hispana. Aunque sus reflexiones sobre estos tiempos atribulados desbordaban hacia la problemática general de Occidente, su trabajo intelectual giró primordialmente en torno de la literatura argentina, para expandirse desde allí hacia el pensamiento, la historia, y la política en un sentido más amplio.
Su obra, una veintena de libros y centenares de artículos, es probablemente tan rica en vislumbres originales e incisivas sobre nuestra idiosincrasia y nuestra peripecia nacional como la de Horacio González, animados ambos por una misma pasión argentina, aunque expresada en ella con claridad cartesiana y en él con un lenguaje enredado, casi gongorino. Ambos escritores, entusiastamente desdeñados por quienes nunca los leyeron pero rechazan sus convicciones políticas, serán de referencia ineludible para quienes en el futuro quieran entender qué pasó con nosotros, cuáles fueron nuestras luces y nuestras sombras, en estas décadas dolorosas de desaliento, encono y decadencia.
Las preocupaciones existenciales y políticas de Sarlo la orientaron primero hacia el catolicismo y el peronismo, y algo de eso se percibía todavía cuando la conocí a mediados de los sesenta: en una década de colorida sensualidad, vestía severas ropas oscuras y lucía el pelo tirante y recogido en rodete; su cutis cetrino, su nariz acusada y sus pómulos evocaban las figuras ascéticas del barroco español. Trabajamos durante semanas revisando el archivo de Miguel Cané, que el arquitecto José María Bustillo había puesto gentilmente a nuestra disposición, ella para sus investigaciones literarias, yo para un breve librito sobre el autor de Juvenilia, que Sarlo editó para el sello donde trabajaba.
Nunca más la volví a ver, pero una foto muy próxima a esos tiempos que se reprodujo en estos días la muestra ya con rulos a lo Patricia Bullrich y en vaqueros. Había completado, por lo visto, su transición hacia la modernidad y el marxismo. Me quedó de ella una copia dedicada de su trabajo sobre Juan María Gutiérrez, un libro sobre teoría literaria que no alcancé a devolverle, y un respeto sostenido por su capacidad de trabajo y por la seriedad con que lo encaraba, más allá de las divergencias ideológicas que nunca me importaron demasiado. Cualidades éstas que por alguna razón emparentan en mi memoria a esta marxista con el peronista Horacio González.
BATALLA CULTURAL
La batalla cultural planteada desde el Gobierno y sus círculos de afinidad -también conocidos como “fuerzas del cielo”- aglutina sin demasiados matices a personas como ellas bajo el rótulo de “zurdos reventados”, propuesto como categoría de análisis por el presidente Javier Milei. No se dan cuenta -o sí, vaya uno a saber-, que esta clase de batallas culturales nos azotan desde 1810, que siempre estuvieron incentivadas desde afuera por los enemigos de la Nación, y que son guerras en las que ninguno gana y perdemos todos.
Tanto Sarlo como González son personas que se consagraron a una tarea cuyas dificultades me son conocidas como es la tarea de la escritura, que llevaron vidas modestas, discretas y tan decentes como las de la mayoría de sus compatriotas, que produjeron una obra bastante extensa, y que la sometieron humildemente al examen de sus lectores para que ponderaran lo ponderable, aprovecharan lo aprovechable, y descartaran lo descartable. Como cada época relee lo anterior desde un punto de vista novedoso, es muy probable que esas ponderaciones varíen o cambien de acento con el fluir de las generaciones. Nada está escrito en piedra.
Como dijo la vicepresidente Victoria Villarruel al hablar de Isabel Perón, no es necesario respecto de estos pensadores “compartir en poco, en mucho, o en nada sus ideas” para valorar el esfuerzo que sus trabajos tienen detrás y la vocación nacional que los alienta. Sus actitudes políticas o ideológicas no los ubican automáticamente en el campo del enemigo, más bien enriquecen nuestro debate, nos ayudan a pensarnos incluso por oposición, son parte de un nosotros que nos abraza. El enemigo es otro. No podemos estar en guerra, cultural o de cualquier tipo, contra nosotros mismos; esas guerras -en el siglo XIX entre unitarios y federales, en el siglo XX entre peronistas y antiperonistas-, siempre alentadas desde el exterior, insisto, nos han desangrado y han retrasado nuestro desarrollo. No nos dejemos arrastrar a lo mismo en el siglo XXI.
El gobierno ignoró a Beatriz Sarlo, y su silencio sonó como una clarinada en el marco de su batalla cultural; según la crónica, los amigos de Sarlo colocaron los retratos de Marx y Engels a los lados de su féretro, respondiendo a la carga de las fuerzas del cielo y violentando de paso a la persona que despedían para hacer una declaración política, pese a que apenas un par de años atrás ella había declarado en una entrevista: “No hice sino lo que estaba destinada a hacer en esa época y por supuesto me tenía que hacer marxista y leninista sin ningún matiz, pero hoy no me siento nada bien con eso”. Las personas vivas, inteligentes, cambian, se modifican, se renuevan a veces para bien y a veces no, pero no están congeladas; ni siquiera, como vimos, después de muertas.
Vuelvo a citar a Villarruel: “El país está dividido y en ruinas, no es posible ni siquiera soñar un gran proyecto de nación donde reinan el odio y el enfrentamiento.”
El discurso de Milei en Roma, el discurso del método, sonó como una declaración de guerra contra enemigos difusos que cada uno puede corporizar a su gusto. Resulta por lo menos imprudente abrir espacios para que renazcan viejas antinomias o surjan otras nuevas: liberales contra nacionalistas, católicos contra judíos, capitalistas contra colectivistas, fuerzas del cielo contra casta. Aparte de ser peligroso, esto desvía la atención de nuestros enemigos reales, los enemigos incentivados desde afuera, los enemigos que nos acosan desde siempre, que son sólo dos y generalmente vienen juntos: la corrupción y la traición.