DESDE MI PUNTO DE VISTA

Los 70 y sus demonios

Argentina tiene hiperpresente el evangelio setentista. El arco político se llena de hashtags, oraciones solemnes, actos y posicionamientos cada vez que tiene oportunidad de hablar de los 70s. Las plazas del país tienen grafitados en el piso pañuelos blancos, en la Provincia de Buenos Aires los políticos volvieron ilegal cuestionar una consigna propagandística de la izquierda como fue la cifra de #30.000. Todo el aparato cultural subvencionado por el Estado es, desde hace cuatro décadas, una máquina de producir contenido relativo a los 70. La cuestión de los 70s, Argentina la tiene encapsulada, pasteurizada y sellada al vacío. Los 70s no son historia en Argentina, son dogma. Sin embargo, cuando alguna narrativa pinta por fuera de los límites impuestos por el establishment las voces de indignación se disparan yendo desde acusaciones de nazismo o negacionismo a incómodas declaraciones acerca de “soltar” la época.

Aparece entonces una contradicción; ¿qué parte de los 70s habría que soltar? ¿La artística, la científica, la regional, la local? Por qué soltar los 70 y no otros momentos violentos de nuestra historia del mismo siglo XX, o del XIX, o anteriores. ¿Es posible soltar la historia? ¿Puede alguien decretar soltar la caída de Constantinopla, la Revolución de Mayo o la Guerra de los 100 años? No, claramente no tiene sentido, es sólo una huida hacia adelante de quienes se pusieron un traje hecho a medida de otros, les aprieta, les tira de sisa, pero sacárselo significaría quedar desnudos.

Porque en 1983 se instaló en Argentina un molde para metabolizar los acontecimientos relacionados con la violencia setentista que pautó la manera en que las personas debían sentir, opinar, juzgar, recordar y pensarse a sí mismas acerca de este momento concreto, un corte temporal aislado, separado de precedentes, que comienza en marzo del 76 y termina en diciembre del 83. En los albores democráticos esto podría atribuirse a la turbación que significó para la sociedad ver puestas sobre la mesa, todas juntas, la lista de atrocidades cometidas por el Proceso de Reorganización Nacional. Sin embargo, el juicio a las Juntas Militares selló para siempre la historia de alternancias golpistas y el peligro de un golpe militar quedó definitivamente enterrado en Argentina. Ninguna inestabilidad, ningún estallido social, ninguna reivindicación, ningún político, ninguna condición externa o interna podrían reavivar ese fantasma específico, se trata de nuestro único logro en décadas.

REESCRITURA

Pero, en lo relativo a la historia, comenzó a crecer una reescritura de lo que Sábato distingue como la época convulsionada por el terror. Se impuso una pertinaz amnesia selectiva sobre los acontecimientos y movimientos políticos violentos existentes en toda la región desde 1959, era un relato cándido, según el cual hasta febrero de 1976 Argentina era un vergel de paz, virgen de violencia e influencia de la Guerra Fría. Este reduccionismo maniqueo fue sobrealimentado por el kirchnerismo que, sabiéndose débil, compró legitimidad abrazando la narrativa castrista de reivindicación de la violencia terrorista a la que llamó “juventud maravillosa”.

Denodadamente se ocultó la forma en la que dos bloques imperiales antagónicos usaron a América Latina como patio trasero de sus disputas y sobre todo se calló la intervención del Estado cubano en los turbulentos años que precedieron al golpe.

En julio de 1960, Fidel Castro manifestó su compromiso de ser el “ejemplo que pueda convertir a la Cordillera de los Andes en la Sierra Maestra del continente americano” y envió invasiones guerrilleras a Panamá, Haití, República Dominicana y Nicaragua que terminaron en un estrepitoso fracaso. Entonces se centró en la entrega de armas y en el adiestramiento, dentro de la isla, de miles de revolucionarios del mundo deseosos de levantarse en armas. Cuba apoyó a la guerrilla en Guatemala, Colombia, Perú, Brasil, Venezuela, Argentina, Costa Rica, Chile, Ecuador, El Salvador, Honduras, México, Nicaragua, Paraguay, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay, además de las de Argelia, Siria, Congo, Angola y Etiopía. En un “mensaje a los pueblos del mundo” publicado en abril de 1967 por la revista Tricontinental, el Che Guevara formuló su famosa consigna de “crear dos, tres, muchos Vietnam”, mientras viajaba hacia la expedición intervencionista a Bolivia, fiasco que terminó con su vida.

Aislar la historia Argentina del contexto internacional es una práctica común que se implementa en todo el sistema educativo y cultural. Cortar una porción de tiempo como si se tratara de una fábula infantil le permitió al socialismo seguir al mando del relato a pesar de la implosión de fin del siglo pasado. Ocurre que se trata de un relato muy frágil, que se rompe ante un análisis complejo, tiene sentido que la izquierda quiera protegerlo.

Pero desconocer el pasado es mal negocio para los que pretenden mejorar el futuro, y si la cobardía o la displicencia llevaron a un sector de la sociedad a tragar la papilla cocinada por la el socialismo pos-soviético, bueno es que otros se atrevan a plantarle cara a la idea política más asesina de todos los tiempos cuyo dominio de la región es hoy flagrante.

ESCUELA DE INSURGENCIA

Argentina, como otros países del continente, se posicionó claramente del lado de EEUU en la crisis de los misiles de 1962 en la que se ratificó la hegemonía norteamericana en América Latina, pero el acuerdo surgido de ese conflicto de no importunar a la dictadura castrista permitió que Cuba se transformara en una escuela de insurgencia mundial.

Así la expansión del experimento comunista tercermundista cobró nuevos bríos y la región fue víctima de un proceso de reagrupación y conversión ideológica de las organizaciones armadas, fue un factor común ver cómo fascistas o nacionalistas de pronto pasaban a militar en las filas socialistas. América Latina es clave en el proceso de difusión de la lucha armada a escala global articulando la colaboración entre grupos separatistas europeos o panarabistas de medio oriente con las organizaciones latinoamericanas. Surgieron por doquier organizaciones armadas admiradoras del éxito militar, diplomático y político de la revolución cubana y, si bien aparecían en contextos sociopolíticos diversos y distantes, las agrupaciones empezaron a tener en común un marco de interpretación geopolítico marcado por el antiimperialismo y anticapitalismo que serían la argamasa de estas estructuras violentas.

Existía otra cuestión alrededor de la experiencia cubana y era el marco de la acción guerrillera. Con el Discurso Secreto, Jrushchev expuso el genocidio estalinista que la intelectualidad marxista mundial se había ocupado de tapar, y entonces la revolución cubana pasó a reemplazar a la URSS en el lugar de la utopía. Grupos intelectuales, políticos y universitarios comenzaron a desafiar el monopolio del marxismo que tenían los partidos comunistas orgánicos. Confrontaban la estrategia de la “coexistencia pacífica” adoptada por la URSS en pos de una larga transición hacia el socialismo.

En contraposición, Cuba ofrecía la necesidad inmediata de la violencia revolucionaria, “el deber de todo revolucionario es hacer la revolución”, vociferaba Fidel Castro en 1962. El exitoso modelo cubano que consistía en la introducción de grupos armados en zonas de montaña o selva, el “foco guerrillero”, era mucho más seductor.

El manual revolucionario difundido por los escritos del Che o Debray, machacaba en la cuestión de la voluntad del revolucionario y en su deber de “crear las condiciones para la revolución”, condiciones que el castrismo consideraba subyacentes en toda América Latina, aunque los ciudadanos no lo supieran. Como se ve, tampoco aquí existe una excepcionalidad argentina, con diferentes contextos económicos y políticos, el caldo de cultivo que desembocaría en los 70s era un factor común de los líderes revolucionarios: totalitarismo, mesianismo, soberbia, clasismo, sed de violencia.

Con el objetivo explícito de tomar el poder e imponer el socialismo, la dictadura cubana organizó logísticamente y entrenó a terroristas tercermundistas y los lazos que allí se forjaron permanecieron por años, pudiendo actualmente corroborar la permanencia del apoyo ideológico y económico que subsiste entre el Socialismo del Siglo XXI y las distintas dictaduras o grupos políticos de izquierda del mundo.

Hacia fines de los 60s y comienzos de los 70s estos lazos ya se extendían al marco de los movimientos estudiantiles y religiosos de distintos países. Cobran especial importancia y sirven como justificación ideológica la circulación de textos sobre la Teoría de la Dependencia y los estudios poscoloniales. También la corrientes del catolicismo progresista y la Teología de la Liberación” ganan protagonismo y son difundidas por sacerdotes que en muchos casos llegaron a incorporarse a organizaciones armadas de izquierda. El regreso de Perón, las condiciones socioeconómicas o cualquier otra excusa, sólo eran la propaganda local de un movimiento internacional y de un proyecto de poder más amplio e interconectado del que Argentina fue un ejemplo más, entre muchos.

EMPECINADA INDULGENCIA

Pero quien repase los distintos abordajes de la historia contemporánea de Argentina podrá constatar la empecinada indulgencia con que se trata a los grupos terroristas setentistas.

Se justifica su accionar justamente tomando de referencia ese encapsulado de la historia del 76 al 83, que impide recordar la forma en la que estas organizaciones atentaron sistemáticamente contra la democracia y contra los ciudadanos. Se callan los asesinatos, los secuestros y las torturas, se impide visibilizar a sus víctimas. ¿Qué daño podría hacer al sistema democrático homenajear a los niños que las bombas guerrilleras despedazaron?. Simple, contar que el terrorismo setentista hizo del secuestro y del asesinato su leitmotiv borra del relato sus pretendidos “fines idealistas”, los expone como los asesinos totalitarios que fueron. Desear para ellos un tratamiento conforme a derecho, en lugar del accionar inhumano del Proceso, no puede significar exculparlos de sus atrocidades y tapar sus crímenes. La victimización de los terroristas tampoco es una excepción argentina, es el corpus ideológico que permite el retorno incesante de todos los delincuentes líderes del socialismo (hoy) chavista.

Claro que cada país tiene su particularidad, pero lo notable es que esas particularidades no rompieron la unidad discursiva, apologética y política del terrorismo global. La caída del Muro de Berlín, la derrota sandinista o la implosión de la Unión Soviética pusieron contra las cuerdas a los grupos organizados que aún subsistían. El narcotráfico pasó a ser su principal fuente de mantenimiento, mientras que políticamente Fidel Castro y Lula Da Silva ideaban una organización de partidos, sindicatos y movimientos comunistas que lloraba derrotismo hasta que Hugo Chávez llegó para llenarles los bolsillos, condenando a la miseria a Venezuela.

El Foro de San Pablo fue un renacimiento del castrismo corrupto y asesino, y el continente volvió a caer en la trampa. Y Argentina tampoco fue la excepción.

Una nueva oleada de producción fabulada comenzó a tener por protagonistas a quienes habían sido partícipes de los movimientos guerrilleros unas décadas antes. Abundan los escritos autobiográficos y apologéticos de líderes terroristas. Este siglo se llenó de indemnizaciones, indultos, acuerdos de paz, escaños y leyes de privilegio para servir a los deseos del terrorismo setentista que jamás abjuró ni de sus objetivos ni de sus métodos. En cambio, una sociedad latinoamericana aborregada, ignorante y perturbadoramente ilota, no hace más que aceptar sus premisas y usar el erario público para mantenerlos como las rémoras que son.

DISCURSO DELETEREO

Increíblemente, la sociedad que con sabiduría se inmunizó para siempre de la influencia del golpismo militar, no tiene la menor defensa contra la influencia del discurso guerrillero.

Tanto así que el país se convulsiona con sólo nombrar a sus víctimas. Afortunadamente, de la dictadura militar hablamos en pasado absoluto. Sin embargo, no podemos decir lo mismo del proyecto socialista, de sus protagonistas, de su ideología asesina y de sus objetivos políticos que siguen vigentes asolando al país, a la región y que siguen adoctrinando generaciones, mintiendo y conspirando contra la democracia liberal.

Bien haría todo el arco político en revisar sus desfalcos, sus alianzas, sus difamaciones, y sobre todo los mecanismos con los que atentan contra el ordenamiento democrático apedreando congresos, quemando edificios y estaciones de subte, cortando rutas y amenazando ciudadanos, usurpando tierras y proclamando integrismos étnicos o religiosos, corrompiendo la igualdad ante la ley, creando privilegios y leyes que consagran el derecho penal de autor, gerenciando movimientos sociales para amenazar la gobernabilidad y creando organismos internacionales para influir en las constituciones de los países. En esto, de nuevo, Argentina no es la excepción.

Es urgente situar a Argentina en el contexto mundial para ver cómo estos fenómenos se replican en la región y dejar de contar la historia con un ojo en el ombligo. No es entendible la actualidad sin analizar la complejidad del setentismo y la vigencia de sus demonios. Esta forma de autopensarse no es exclusiva de los sectores de izquierda o peronistas, sino que fue adoptada por la mayoría casi absoluta del arco político.

Cabe preguntarse si para soltar el setentismo no sería prioritario soltar primero este corpus simbólico que parasita el universo cultural, enfrentar a los matones de una vez, dejar de financiarlos, de justificarlos, de idolatrarlos, y sobre todo, de darles una entidad política que jamás merecieron.