HOMENAJE A UN ESCRITOR CONSAGRADO AL TESTIMONIO DE LA VERDAD

Léon Bloy, el Nietzsche católico

POR IGNACIO BALCARCE

Leer a Léon Bloy (1846-1917) es una empresa arriesgada, exige valor y aplomo, lanzarse a una lectura apresurada, sin los recaudos suficientes, no es recomendable, puede agitar el espíritu, perturbar el corazón y desestabilizar toda una vida. Para que su lectura sea provechosa hay que ingresar dispuestos a encontrarse con un hombre con determinación, de mensaje frontal y expresiones vigorosas, que nos va a guiar por un camino de purificación.

Quienes lo hagan no se encontrarán con literatura pasteurizada ni cristianismo merengoso. Hoja a hoja se les revelará un escritor de fe robusta y encarnada, con vocación de polemista, convicciones desarrolladas, discurso pujante y una disposición completa a fustigar el siglo y a los católicos mareados por las ideas modernas. Se toparán con una pluma fogosa e intransigente que asciende en ritmo vertiginoso hasta estallar en sonora pirotecnia verbal que desmorona todo castillo de comodidad, sacudiendo a las más indiferentes conciencias.

Inflamados renglones con melancólicos lamentos, sollozos interminables y exasperantes, condenas y diatribas, ruegos y súplicas, siempre acusan impacto en el lector, impacto que puede ir del desconcierto y la perplejidad, al estupor y el desasosiego, o a la más radical de las conversiones a la fe.

“Soy triste por naturaleza, como se es bajo o se es rubio. Nací triste, profundamente, horriblemente triste, y si estoy poseído por un violento deseo de alegría es en virtud de la misteriosa ley que atrae a los contrarios. Si llegas a ser mi mujer, tendrás que cuidar a un enfermo. Me verás pasar súbitamente, sin causa conocida ni transición apreciable, de la alegría más intensa a la más negra melancolía, acaso hacia la desesperación.”

De este modo Bloy confesaba en cartas a su novia un inestable perfil psicológico y la trama de una existencia devorada por punzantes angustias con breves intervalos de luz, como intuiciones de una resurrección.

GUERRA AL BURGUES

Sobre esa existencia desgarrada destacan dos notas que lo hacen atractivo y sugerente: su catolicismo místico y su desmesura total. Rasgos que se van trenzando a lo largo de sus páginas al integrar los clamores desolados con las más virulentas críticas a la Francia revolucionaria y los cristianos aburguesados.

Celebró nupcias con la pobreza, y toda su vida desandó esa ruta. Se sintió profeta y denunció las infidelidades de su pueblo. Su voz resonó como una trompeta, y nadie lo quiso escuchar. Mordido por el cilicio de la desesperación y la angustia, su existencia fue un oscuro Getsemaní. Buscó paz y consuelo en el regazo materno de Nuestra Señora de la Salette, a la que profesaba encendida devoción. Bloy -que tenía el don de las lágrimas- se sentía muy cercano a la Virgen que llora la impiedad moderna.

Su talante belicoso -siempre dispuesto al pugilato según Rubén Darío- lo llevó a confrontar con todo tipo de gente; detestó a los mimados del sistema, Victor Hugo y Zola; se cruzó en calurosas querellas con esos articulistas obsecuentes del poder que se prostituyen en los mingitorios del periodismo por conseguir algo de fama; desenmascaró a los herejes protestantes; despotricó contra usureros, demócratas y ateos; expuso a curas tibios y lujuriosos como a los católicos puritanos que hacen del pecado carnal la afrenta más horrorosa, mientras acopian y cultivan los más peligrosos vicios del espíritu.

 


Vomitó su furia sobre la mentalidad economicista que todo lo piensa y mide en orden a obtener beneficios y acumular más sangre de pobre (dinero).
 

Finalmente, su cólera intempestiva y su rechazo visceral a todo pragmatismo y rumbo acomodaticio, lo llevó a distanciarse de sus amigos más próximos, Huysmans, Paul Bourget, e incluso con el gran periodista católico Louis Veuillot. En el trato cercano y al interior del hogar, con su familia y con la gente más postergada, siempre fue cariñoso y amable.

Su guerra declarada fue con el burgués y la mediocridad. Vomitó su furia sobre la mentalidad economicista que todo lo piensa y mide en orden a obtener beneficios y acumular más sangre de pobre (dinero). El nuevo régimen nacido de la revolución francesa impuso su moral rastrera bajo lemas y principios elocuentes, la búsqueda egoísta de bienes personales se había institucionalizado en una república oligárquica que despreciando a Dios tenía por consecuencia inevitable e inmediata pisotear a los más humildes. Bloy entendía que lo más dramático de ese nuevo régimen era la contagiosa estulticia burguesa que había contaminado al catolicismo.

LOS MALDITOS

Verlaine fue el primero en referirse a los “poetas malditos” y Rubén Darío los reclasificó como “raros”. De este modo se denominaba al elenco de artistas bohemios que con su vida y obra desafiaban los paradigmas culturales establecidos, y la consecuencia de esas impertinencias solía ser la marginación social.

Juan Manuel de Prada -a quien ya hemos dedicado un artículo-, gran admirador de Bloy y estudioso de la bohemia, describe a los escritores malditos como aquellos que se rebelan contra las convenciones ideológicas y estéticas imperantes en una época, pero advierte que el sistema ha sabido domesticar a estas figuras, haciendo de los excéntricos un poderoso combustible de los valores sistémicos bajo la atractiva apariencia de libertad y rebeldía.

En esa estrategia comercial que instrumentaliza a los “raros” se desnaturaliza y manipula la lícita desobediencia contra las convenciones injustas y arbitrarias. El resultado es que las personas han quedado en rebelión contra lo que son en realidad (la identidad biológica y la tradición familiar, religiosa y nacional), mientras se acepta sumisamente lo que los poderes quieren que seamos (la identidad basada en el consumo y la moda).

Por eso sostiene De Prada que hoy los verdaderamente proscritos, malditos y raros son los que rezan a los santos, reivindican la templanza y defienden las tradiciones, y no los activistas del desenfreno y el hedonismo que agita la publicidad, provocadores que simulan vivir a la intemperie cuando cuentan con todo el respaldo mediático.

LOS CONVERSOS

Volvamos sobre nuestro maldito. Su conversión al catolicismo fue mediante influencia del pintoresco Jules Barbey D´Aurevilly al que sirvió como secretario y que nunca supuso el monstruo que desataba. Más tarde llamó a Bloy “una gárgola de catedral que vomita el agua del cielo sobre buenos y malos”. Borges por su parte lo calificó como “un especialista de la injuria”. Otros lo han considerado como un Nietzsche católico, por compartir el bigote cerdoso, los arrebatos desquiciados y una pluma delicada. Lo cierto es que su calidad estilística unida a la aspereza verbal genera una literatura que inquieta y brilla a la vez.

Sus mejores obras son La mujer pobre y El desesperado; en esta última novela autobiográfica, que cuenta la vida errante de Caín Marchenoir, su alter ego, se puede sentir todo el caudal de angustia que pesaba sobre el escritor mientras se suceden las anécdotas más dolientes y desconcertantes. Como su relación con Verónica, una prostituta que Bloy encamina a la conversión, y que termina sus días en un manicomio -la conversión de esta mujer es tan radical que la va a describir en sus últimos días como “un incensario siempre humeante hacia Dios”-. En esas páginas encontramos todo su itinerario de pobreza, decepciones y amargos rechazos.

Lo que nunca ha dejado de llamar la atención en Bloy es esa productiva capacidad para comunicar la fe católica. La energía de su testimonio, que a muchos irrita y escandaliza, a otros tantos ha empujado a ascender con decisión por el Tabor personal que nos lleva al encuentro con la gracia de Cristo que todo lo regenera. La conversión por contacto con Léon Bloy ha sido el caso de numerosas personalidades.

Quizás los más reconocidos conversos que entraron en relación directa con Bloy fueron Jacques y Raissa Maritain, y el delicado escritor holandés Van der Meer de Walcheren. Pero al día de hoy siguen produciéndose asombrosos casos de personas que logran despertar su sensibilidad religiosa y captar la aurora vital y luminosa que late en la pascua redentora de Nuestro Señor Jesucristo, a través de los estremecimientos espirituales que suscita la lectura atenta de este gran escritor consagrado al testimonio de la verdad sin jamás otorgar concesiones al mundo.