Las bambalinas de la pandemia: la desnudez del relato del emperador

Todos ven lo que el emperador parece ser, pocos se dan cuenta de los que realmente es.
‘El traje nuevo del emperador’, Hans C. Andersen

Estamos en el año 2020 o el 2021, la población vive encerrada en sus casas, una señora mayor quiere salir a tomar sol y la policía en una maniobra al estilo comando la captura en su reposera, por su acto violatorio de los mandatos de pandemia. La señora que, con conocimiento o no, aplicaba una terapia eficaz para su salud, luz solar/Vitamina D, era sin embargo una terrorista sanitaria. Los científicos decían que era inmensamente peligroso no estar encerrado. Varias personas de la tercera edad sufrieron y terminaron su vida por ese mandato de aislamiento social. No se podía salir, y solo en caso de encontrarse en alguna situación obligada y entre las muy pocas autorizadas como un hisopado, se debía guardar un distanciamiento de 2 metros, tampoco se podía tomar contacto con familiares, inclusive si estos estaban enfermos, y solos, o peor aun agonizando, nadie podía despedirse de sus seres queridos. La razón era una enfermedad terrible, única, que motivaba medidas quizás únicas en la historia de la humanidad. 
¿Cuándo antes todo el planeta había estado encerrado? Al mismo tiempo, la escala planetaria del fenómeno hizo que los presagios distópicos ya no lo fueran y que 1984 pareciera un relato real y no de ficción y extrañamente del presente. Como se suele repetir, no se suponía que fuese una guía de ruta, sino un relato de ficción.
Rápidamente, en la mayoría de los países, con un mensaje novedoso y sorprendente en su sincronicidad, uniformidad y modelos comunicacionales, se impusieron medidas mediante las cuales los dirigentes políticos pasaron a ocupar roles dictatoriales, pero con el mandato democrático y “por el bien común”, que fuera de este episodio excepcional que todo justificaba, sería la instalación de un estado de sitio o un régimen dictatorial con pérdida casi completa de las libertades individuales. Quizás en realidad lo era. La lógica de la ciencia fue subvertida por la del dogma y el relato uniforme y cualquier cosa que planteara siquiera un detalle por fuera de ese dogma uniforme, era perseguido, tildado de anticientífico o directamente amenazado. En algunos países se instalaron verdaderos campos de concentración. Pero todo eso era para nuestro bien, por parte de los dirigentes que sabían mejor que nosotros que era lo correcto y lo que no lo era y hasta refutaban a científicos de nivel internacional que al cuestionar el dogma eran silenciados. 
La palabra que empezó a usarse era aún más tenebrosa: cancelados. Era la muerte o el aprisionamiento social, no solo no se podía salir, tratar con los demás seres humanos, sino que las opiniones divergentes, algo especifico al pensamiento y método científico, eran peligrosas noticias falsas. Así aparecieron en los medios de comunicación, sospechosos médicos y otros personajes validados como científicos, aun cuando no expresaban el pensamiento científico, pero que sí aceptaban repetir el mantra del terror, así como había adelantado Orwell nuestra fortaleza estaba dada por aceptar ser ignorantes y delegar nuestro pensamiento racional en ”El Gran hermano” .
De nada valían las citas a la literatura médica que ya más allá de la lógica que señalaba lo absurdo y sospechoso de la situación, mostraba datos concretos. Los jinetes del apocalipsis del terror, hablaban de conteo de muertos, de camiones que levantaban cadáveres, de fosas comunes o de la posibilidad de quedarse sin respirador. La estrategia del terror de una manera obscena y perversa. El goce era evidente en estos sujetos menores.
En nuestro medio, todo esto era “propalado” repetidamente por el autoerigido Gran hermano autóctono. Él era el que sabía, ya que era asesorado por “científicos” y él tenía el poder de protegernos de nosotros mismos, “por las buenas o por las malas” y especialmente protegernos de los médicos terroristas disidentes que cuestionaban el mensaje oficial. Una gran masa de profesionales dudaba o expresaba sus cuestionamientos privadamente, pero lo hacía en un silencio cómplice.
Afortunadamente, o quizás no, la esencia de la existencia es la impermanencia, y semejante catástrofe no podía durar eternamente y las medidas se fueron volviendo más laxas, los científicos, o los comentaristas mediáticos que otrora habían sido periodistas, y los políticos que se habían probado el traje de dictador, empezaban a mostrar varias fisuras en su disfraz y ya no solo eran los “conspiranoicos” quienes lo decíamos, sino cada vez más evidente en una diversidad de frentes. Un médico traumatólogo o neurólogo o de otras especialidades lejanas a la virología o infectología, por la simple obra y gracia de ser capaces de pisotear el juramento hipocrático, habían logrado ser “expertos”, refrendado esto por poseer una matrícula que los validaba, unos instantes muy efímeros de fama repitiendo el mensaje que les indicaban que debían decir, y también empezaba a conocerse su verdadera personalidad o intereses, alguno inclusive con causas judiciales en curso. 
Los comentaristas mediáticos que repetían el parte de muertos empezaron a tener cada vez mayor dificultad en sostener el mismo relato, ya que por ejemplo -en un caso repetido- el 20% de la población iba a morir, y afortunadamente, pero no para su relato, eso no ocurrió. El mismo fenómeno ocurrió con Neil Ferguson del Imperial College de Londres, que venía desde otras epidemias anunciando millones de muertos y escenarios apocalípticos y en esta logró que su mensaje se impusiera:  encerrar a todo el planeta, ya que él era la referencia mundial en el tema, a pesar de ser matemático. Al poco tiempo, también esa fachada cayó, cuando apareció en los medios ingleses y luego del mundo que él sí salía para mantener relaciones sexuales con la esposa de un colega. Evidentemente él no respetaba, al igual que nuestro “Gran Hermano”, los dos metros de distanciamiento o habían encontrado que “el bicho”, tal el nombre de un virus para algunos expertos, establecía diferencias por rango.
En esos momentos en el que el escenario, la escenografía, empezaba a desteñirse, más o menos para la misma época en nuestro medio se conoció el episodio de “la fiesta de Olivos”, que ya congruentemente con el relato que se iba descociendo, mostraba muchas personas reunidas y bastante más cerca que distanciados a dos metros. Para el mismo momento, las fotos de esa fiesta llevaron a algunos periodistas -viendo que la ley de impermanencia implicaba un giro próximo- a “descubrir” que el emisor de los mensajes diarios, el que nos indicaba qué era lo correcto o incorrecto, inclusive autorizaba o no a angustiarse, recibía visitas que no respondían a ninguna urgencia científica sino a pasiones más elementales y básicas.
Algunos meses más tarde, los laboratorios que habían tenido ganancias formidables, mayores al PBI de algunos países, empezaban a tener que afrontar ya no los trabajos científicos cuyos autores a pesar de ser figuras de renombre mundial o un premio Nobel como Luc Montaigner, eran etiquetados de anticientíficos, sino las demandas legales. Y debieron publicar sus propios informes sobre las vacunas, a pesar de extraños arreglos mediante los cuales pretendían entregar la información de su “descubrimiento” unos 50 años posteriores a haberlo realizado. Toda una excepcionalidad en el campo científico en el cual la información es directa y casualmente debe ser contrastada por otros.
Hans C. Andersen tiene entre sus adorables e innumerables cuentos el del rey desnudo, que en realidad su título era “El traje nuevo del emperador”. Esos relatos llamados apólogos, en los cuales se desea dejar una enseñanza moral, dejan en este caso una muy aplicable a nuestra situación actual.
En estos días la OMS ya planea, aunque dice que busca prevenir, una nueva, “peor y más mortal” pandemia, la viruela símica que por alguna extraña razón llegará a todo el planeta. Al mismo tiempo, en nuestro medio estalló a nivel mediático -y no sabemos qué se esconde detrás de ello- el fenómeno de las visitas que recibía el “Gran Hermano”. Coherentemente con una nueva narrativa, debemos destruir la anterior y en este caso llevar la atención a -como sugiere Andersen en su cuento- la realidad detrás del traje, o si se quiere del escenario, las bambalinas, es decir, según la definición de la RAE: “Cada una de las tiras colgadas del telar a lo ancho del escenario, que ocultan la parte superior de éste y establecen la altura de la escena”. 
Ahora la escena parece ser otra, a otra altura, y la anterior debe descartarse. Allí aparece que en realidad “el traje nuevo del emperador” que todos veíamos era harto evidente, pero medios y público repetían el falso mensaje, cuando en realidad el rey estaba desnudo en su obscenidad.
La desnudez obscena que empieza a ventilarse en el caso del presidente de la nación -que había decidido actuar como un dictador e incluso como científico, aunque provenía de una carrera totalmente alejado de ella- traza un interesante paralelo con la obscenidad que hemos padecido en esos días. 
El tema quizás no sea moral -si tenía amantes, si las mismas eran mujeres que de alguna manera ejercían un viejo oficio aggiornado y relativizado, pero ese oficio al fin-, sino que en realidad la trama de la obra era otra, mucho menos científica, seria, circunspecta y mucho, mucho más obscena, y de alguna manera perversamente psicopática. El paralelo entre lo público y lo privado cierra con esta confirmación de manera evidente. El rey no parecía desnudo, sino que lo estaba, y aparte no era solo el rey, sino una sociedad en su conjunto.
No hay que perderse en mirar y asombrarse al confirmar eso que sabíamos, que el emperador estaba desnudo, ya que éste no es ya emperador y quizás su rol en esta nueva obra teatral sea hoy otro: ser la suma de todos los males y que nosotros ahora miremos este nuevo escenario que nos ponen delante.
Detrás de las bambalinas que fingen el escenario, está pasando algo. Quizás no estamos seguros qué es, pero ahora estamos prevenidos y debemos actuar, ya que luego de la “prova di orchesta”, de este ensayo y testeo que fue el último, puede seguir una versión más terrible y eficaz a sus fines que la anterior.

En la ausencia de la verdad, el temor y la ignorancia prosperan.
‘El traje nuevo del emperador’, Hans C. Andersen