La tarde del miércoles 17 de diciembre de 1975 se presentaba como una de las más calurosas del año que se terminaba en Buenos Aires. Eran pasadas las 14 y el intendente de San Martín, Alberto Manuel Campos, el Negro Campos, un histórico dirigente del peronismo, salía del Palacio Municipal, como todos los días. Campos, que había sido delegado personal de Perón, se dirigía junto a su chofer, Santiago Alvarez, y Carlos Ferrín, director de control de gestión del municipio, al balneario "17 de octubre" de José León Suárez, donde convocaba para el almuerzo a sus colaboradores en una suerte de reunión informal de gabinete.
Campos se sentó en el asiento del acompañante del Rambler Ambassador, el vehículo oficial, patente 1, que siempre usaba. Detrás se ubicó Ferrín.
Cuando el vehículo recorría la calle Soto Calvo, entre Belgrano y Artigas, en el barrio de Villa Ballester, una camioneta Ford F-100 roja con la caja cubierta por una lona verde apareció de repente y los interceptó, bloqueándoles el avance. De inmediato varios hombres armados y una mujer descendieron y se desplegaron en abanico. El chofer del intendente intentó retroceder pero no pudo. Un Ford Falcon que los había estado siguiendo sin que lo advirtieran les cerró el paso por detrás.
El grupo que los bloqueaba desde adelante abrió fuego con escopetas Itaka, fusiles FAL con balas perforantes y pistolas automáticas, todas armas de grueso calibre. Desde atrás también los ocupantes del Falcon comenzaron a disparar. El intendente y sus acompañantes quedaron atrapados en medio del fuego cruzado. Al menos 15 tiradores descargaban sus municiones contra el auto.
Alvarez y Ferrín murieron en el acto, acribillados. Campos, un hombre templado en la histórica Resistencia peronista, alcanzó a bajarse, sacó una pistola y respondió el fuego mientras con la otra mano extraía una granada que llevaba consigo. No tuvo tiempo de usarla. Una vez en el calle recibió más impactos de bala y cayó muerto.
Los terroristas entonces volvieron a trepar a sus respectivos vehículos y escaparon del lugar. A pesar de que las autoridades dispusieron un rápido cerco en la zona, no hubo noticias de los autos ni de los ocupantes. Sólo quedó la Ford F-100 con las armas usadas dentro de la caja, y el Rambler Ambassador con los impactos de bala. Después se calculó que el ataque habría movilizado en total a unas cincuenta personas, contando grupos de apoyo y asistencia sanitaria.
No había más rastros de los agresores. Apenas unos volantes esparcidos en la esquina del atentado que llevaban la inscripción "Montoneros", la organización que había sido declarada ilegal tres meses antes, y una sola palabra: "Cumplimos".
GALIMBERTI
El crimen había sido organizado por Rodolfo Galimberti, el explosivo dirigente de la Juventud Peronista asimilada ya a Montoneros. El díscolo Galimberti era el responsable para entonces de la columna norte de Montoneros.
Entre ambos dirigentes había un resentimiento nada disimulado, nacido al calor de la disputa entre las dos corrientes antagónicas que pugnaban por gravitar dentro del peronismo. También había una puja generacional y de trayectoria que al final desembocaría en el cruento ajuste de cuentas.
Perón se servía de unos y otros desde Madrid, en su estrategia de hostigar y negociar con el régimen de Lanusse en forma alternativa para desgastarlo. Pero para entonces había dado la orden de "no innovar", que se traducía en cesar todo acto de violencia, algo que desafió Galimberti en un acto en la sede del Sindicato del Calzado, donde llamó a la creación de "milicias populares peronistas".
Esta arenga conmovió al país. Confrontado con Perón en una histórica reunión en Puerta de Hierro, Madrid, el 28 de abril de 1973, Galimberti negó lo dicho hasta que Campos sacó un viejo grabador y echó a rodar la cinta. El joven dirigente lo pagaría con la destitución de su cargo. Desde entonces rumió su venganza.
De la masacre de aquella tarde del 17 de diciembre, de la que acaban de cumplirse 43 años, pocos se acuerdan hoy. Un manto de olvido ha cubierto crímenes como el de Campos, ejecutados con sevicia por las organizaciones armadas que bañaron en sangre a nuestro país en la década del 70.
El olvido no es casual, sino buscado, dirigido, desde hace décadas, por un aparato cultural interesado en magnificar los crímenes de la dictadura y dejar en un cono de sombra a la ahora llamada "militancia", a la que quiere revestirse incluso de heroico romanticismo. Despojada, claro, de toda su crueldad y saña despiadada.
Ese discurso, omnipresente, sofocó toda voz disidente mediante el recurso de no darle micrófono, pero también de someterlo a la intimidación o descalificación, hasta favorecer el olvido, conveniente, por cierto, de quienes padecieron esta ordalía de violencia.
* Autores del libro El otro demonio. Las víctimas olvidadas de la guerrilla en los "70, Dunken, 2016.