La pasión es invisible a los ojos
Un hombre da breves instrucciones antes de que se abra la puerta de la sala. Hay que apagar los teléfonos. Hay que hacerlo como en cualquier otra obra de teatro pero acá debe ser más riguroso el asunto. Nada de modo avión o de recurrir a una estrategia que pueda quedar a mitad de camino con el celular. No puede haber ninguna luz, por mínima que sea. Ojo con los relojes, avisa. La experiencia es ciento por ciento a oscuras. La idea, un poco, es revivir el Mundial de Qatar pero como lo sintieron las personas ciegas. Porque los espectadores, ahora ciegos, vamos a ver -aunque no vemos- la obra No hace falta verte, campeón.
Ya reconocida desde hace años en el país, la compañía Teatro Ciego, experta en contar historias en la oscuridad, se despacha con una nueva producción. Una que sabemos todos pero no vimos nunca. O que no la vimos de la manera en que la vieron los ciegos porque ellos no la vieron. No es necesario verla para sentirla. Una que nos emocionó muy profundamente a fines de 2022 y que quedó grabada en los sentidos de los hinchas argentinos.
A propósito de sentidos… La creencia popular indica que los que no ven desarrollan más el olfato, el gusto, el tacto, el oído. Pero quizá se acerque más a la realidad decir que los que no pueden ver, simplemente, prestan más atención. Y no les queda otra que recurrir al olfato, el gusto, el tacto, el oído. Se hace necesario pasar por esa experiencia para tratar de entender un poco. Ni siquiera comprender del todo. Un poco nomás.
Cuando entramos a la sala somos ciegos. Lo hacemos tomados de los hombros de quien nos toca en suerte justo antes de nosotros en la fila. Alguien del público que no conocemos y queda por delante nuestro producto del destino. Debemos confiarnos a su persona quien, a su vez, camina tomado de otro espectador, también librado al azar. Conformamos un trencito ciego que, suponemos, detendrá su marcha en una butaca. Desde ahora empezamos a imaginar todo. Ya nada será concreto.
La primera sensación es que caminamos rápido, que la locomotora avanza fuerte. Pero la realidad es que apenas somos un vagón de carga, lento, perezoso y asustadizo. Más aún cuando sentimos que algo roza nuestras cabezas durante esa breve caminata y suponemos que son telones o algo parecido, por el lugar en el que -creemos- que estamos y por el espesor y la suavidad de la que -suponemos- son esas telas que van peinándonos al andar.
El martirio baja un cambio cuando el vagón que nos guía aminora la marcha y escuchamos que una voz lo orienta para que se detenga, gire y se siente en sentido contrario al lugar desde el que la escucha. Enseguida, ese fantasma en la negrura de la noche nos indica lo mismo y nos sentamos nosotros, codo a codo, junto a alguien que también se va acomodando en su asiento. La luz se apagó hace rato, cuando estábamos fuera. Ahora se van apagando los sonidos. Solo se escuchan toses breves, pudorosas. Se escuchan nervios.
La obra está por comenzar. Un ¿actor? toma la palabra y deja las últimas instrucciones con amabilidad. Si un espectador necesitara salir de urgencia del lugar, solo debe avisar y será asistido de inmediato por la producción. La aclaración no hace más que agregarle intriga y tensión al momento.
Entonces se sube el telón que no se ve. No se ve porque no se ve absolutamente nada. No hay grises acá. Hay negro. Y sonidos. Y aromas. Y un poquito de agua ¡cuando comienza a llover! Se oyen voces de actores. De ¿una? actriz. Y hasta el ladrido chillón de un perrito, gran protagonista de la obra. Hay mucho relato de fútbol. Desde el gol de Diego a los ingleses que gritó para la eternidad Víctor Hugo, hasta la gesta de Qatar narrada por los periodistas de TV del momento. El volumen estalla y las imágenes del Dibu y de Leo son nítidas en la mente. La piel se eriza. Los goles se suceden. Dan ganas de llorar por momentos. Dan ganas de reír también. Los ojos están cerrados un rato y abiertos otro. Es lo mismo. Nos pasa lo mismo a casi todos y nos damos cuenta de eso recién cuando vamos saliendo de la sala y se encienden, de a poco, las luces.
Nos pasa que fuimos ciegos y ya no lo somos. Y que sentimos idénticas sensaciones. Lo comprobamos hablando con los actores, con el resto del público que no vimos dentro. Con las personas en las que confiamos durante una hora, en un espacio nuevo, inédito. Sin luz.
Según la promo que hacen desde Teatro Ciego, la obra “no sólo es una celebración del fútbol y la pasión argentina sino, también, un testimonio conmovedor sobre superar los límites percibidos. Es una invitación a sentir y a vivir la emoción que produce el fútbol. El espectador, inmerso en la oscuridad, vive sin saberlo la pasión del fútbol a través de los ojos de alguien que nunca ha visto un partido”. Porque todo lo que pasa allí, en el Mundial que ellos no vieron, nos lo cuentan de manera perfecta, campeón.