La muerte real del enfermo imaginario
Muchas historias reales y algunas fantasiosas se entrecruzan en el relato de la muerte de Molière, cuyo nombre verdadero era Jean-Baptiste Poquelin y que no murió sobre el escenario ni vestido de verde, color que para algunos actores atrae desgracias cuando se lo usa sobre las tablas. En realidad, estaba vestido de amarantino, un color purpurino que, erróneamente, fue traducido al castellano como amarillo, convirtiéndose este en el color asociado a la mala fortuna sobre los escenarios españoles.
Paradójicamente, se sabe más de su muerte que de su nacimiento, cuya fecha suponen fue el 15 de enero de 1622. Estudió con los jesuitas y se codeó con la nobleza francesa. El país estaba entonces bajo el puño del cardenal Richelieu, quien controlaba a Francia con su red de espías y el terror de impartir una justicia sucinta, bajo la famosa frase: “Dame 10 renglones escritos por el acusado, y encontraré 10 motivos para colgarlo”. De ahí el poco entusiasmo de Poquelin por practicar la abogacía, disciplina que había aprendido en la universidad de Orleans. Solo ejerció por seis meses y dejó las leyes por el mal visto oficio de comediante.
En su fuero más íntimo, Molière sabía que podía impartir más justicia criticando desde el escenario, donde podía plantear desde las ridículas propuestas de los políticos hasta las costumbres viciosas de la pretensiosa burguesía, pasando por las perversas ansias de conquistadas de los Don Juanes y la hipócrita parsimonia de los médicos... Desde las tablas, tenía más capacidad docente y ejemplificadora, con efectos más prolongados en la sociedad que la pesada, lenta y tuerta justicia de los hombres.
Su obra es la sutil exposición de las no siempre lúcidas conductas del hombre, bajo la consigna “Castigat ridendo mores” (Corrige las costumbres riendo). Basta enumerar algunas de sus obras, como El burgués gentilhombre, Don Juan, El atolondrado, La escuela de maridos, El médico a palos y El enfermo imaginario
, para entender que sus comedias y dramas son un ameno paseo por los vicios, la hipocresía y las absurdas pretensiones de los hombres.
La elección del oficio de actor/escritor no le facilitó la vida. Eligió el trayecto más duro, “Ad astra per aspera”
(A las estrellas por el camino más áspero), exponiendo las llagas de la sociedad con la intención de rectificar y suavizar las pasiones, que no pretendía eliminar por completo, cosa que bien sabía por experiencia propia (hombre de pasiones, al fin).
Para Molière, era más fácil enseñar provocando una sonrisa que ayudase a meditar. Sus obras eran un espejo de la sociedad para reírse de sus defectos.
Sin embargo, no todos coincidían con su exposición ejemplificadora. Fue censurado, criticado, enfrentó al fracaso y sufrió penurias económicas que lo llevaron a la cárcel por deudas. Molière, junto a Madeleine Béjart, su amante y también madre de su futura esposa, recorrió Francia en “El Teatro Ilustre”, compañía donde hacía de libretista y actor de obras propias y de su admirado Corneille. Lentamente se fue haciéndose de un nombre y actuó ante reyes y aristócratas que la aplaudían, pero, a su vez, lo sometían a una censura previa sin concesiones.
Ana de Austria lo consideraba un libertino y una mala influencia para la corte.
En tiempos del cardenal Mazarino, el escritor debió cuidar su pluma de excesos y comentarios que podían costarle una permanencia en la prisión y hasta la vida.
Con Luis XIV las cosas anduvieron mejor, y hasta el rey lo invitó a comer a su mesa y se deleitó con obras como El Tartufo (que debió reescribir varias veces antes de ser autorizado a interpretarlo), Los placeres de la isla encantada y Don Juan. En estas obras, todos los vicios están expuestos, pero destaca a la hipocresía como “un vicio privilegiado que mordaza las bocas y goza en paz de una impunidad soberana”.
Estos “devotos hipócritas” aumentaron la presión de la censura, al tiempo que la tuberculosis minaba al cuerpo del escritor comediante. “Conozco el arte de eliminar escrúpulos ... El escándalo público es el que ofende, y pecar en silencio es no pecar”, hace decir a uno de los personajes de El Tartufo
.
Su última obra fue premonitoria, El enfermo imaginario, que en el caso de Molière tenía poco de ficticio. Es una burla al dogmatismo de los médicos. Antes de subir al escenario en febrero de 1673, escupió sangre. La tuberculosis lo estaba matando y él lo sabía.
No sin esfuerzo concluyó la obra y fue conducido a su casa, donde murió sin recibir la extremaunción. Ningún sacerdote quiso asistirlo, ya que la profesión de actor era considerada pecaminosa, al punto que a los comediantes no les estaba permitido ser enterrados en tierra consagrada.
La viuda de Molière pidió a Luis XlV que le concediese a quien tanto había aplaudido en vida la dispensa real de descansar en tierra santificada. El favor le fue otorgado, pero con la condición de ser sepultado “por la noche y sin estruendo”. El rey no quería entrar en un conflicto con la Iglesia por un actor...
Así fue como Molière fue enterrado el 21 de febrero de 1673, en el cementerio de San Joseph, en la parte reservada para los niños no bautizados. Habían transcurrido cinco días desde su defunción. A pesar de las condiciones impuestas, una multitud se congregó esa noche para despedir al actor.
Cuando llegaron los tiempos de la Revolución, se intentó rehabilitar la figura Molière honrando sus restos mortales. Como suele pasar, se buscaron sus huesos, pero en esa fosa común nadie podía saber quién era Molière, ya que todos los cadáveres se parecen. De todas maneras, se llevaron un cuerpo y, ya que estaban, otro más al llamaron La Fontaine (aunque se sabía que no había sido enterrado en esa necrópolis, nadie se preocupó mucho por ese detalle).
Cuando los franceses debieron dejar de enterrar en las iglesias por los problemas de salud que traían tanto muertos bajo los pies de los feligreses, decidieron primero llevar todo a los cadáveres de los distintos cementerios y juntarlos en las catacumbas de París, conocidas como “el imperio de la muerte"
Para promover entre los parisinos las bondades de ser enterrado en el nuevo cementerio de Père Lachaise (tal el nombre confesor de Luis XlV), al prefecto de París, el Sr. Frochot, se le ocurrió que sería una buena publicidad tener a franceses ilustres en su nuevo lugar de reposo. Fue así como trajeron a la célebre pareja de amantes Eloísa y Abelardo, cuya historia de amor desgraciado merece un capítulo aparte.
También Frochot se enteró que el señor Lenoire guardaba los restos de Molière y La Fontaine en la escuela de Bellas Artes , junto a huesos de reyes y princesas que había podido salvar de la furia revolucionaria y después volverían a enterrar en Saint Denis, panteón de la realeza de Francia.
Frochot se llevó los huesos que supuestamente habían pertenecido a Molière y La Fontaine al nuevo cementerio, donde hoy se los puede visitar, aunque nadie pueda asegurar que se trate de estas dos figuras de la letras francesas.
De haber conocido el destino de sus restos, quizás Molière hubiese escrito una comedia de enredos para celebrar tanto fervor funerario, y La Fontaine, una fábula moralizante sobre las vanidades en este mundo arrogante y mendaz...
El que suscribe concluye acá este relato para que meditemos sobre cómo terminan las vanidades de nuestra condición humana en este mundo.