SE CUMPLEN CIEN AÑOS DE LA PUBLICACIÓN DE UNA OBRA ESENCIAL DEL SIGLO XX

‘La montaña mágica’, novela contemporánea

El libro de Thomas Mann diseccionó las fuerzas que llevaron a la destrucción de Europa en las dos guerras mundiales. La evolución interior de su protagonista refleja la transformación intelectual del autor.

La publicación de La montaña mágica, una de las obras fundamentales de la literatura en el siglo XX y la novela más representativa de Thomas Mann (1875-1955), cumple 100 años en momentos en que, a juicio de algunos críticos, los problemas que abordaba parecen cobrar renovada actualidad.
El centenario se cumplirá en noviembre pero ya empezó a celebrarse con actos y publicaciones que anticipan otro aniversario a evocarse el año próximo, esto es, el de los 150 años del nacimiento de Mann.

Días atrás la Sociedad Thomas Mann dedicó su congreso anual a uno de los temas centrales de la novela, que el director de la institución, Hans Wisskirchen, eligió denominar con la expresión de “doble contemporaneidad”.

“La novela fue publicada hace 100 años en momentos en que la República de Weimar estaba relativamente consolidada pero era atacada desde varios flancos —explicó Wisskirchen en una entrevista reciente con la agencia EFE—. Allí se recogen una serie de confrontaciones intelectuales que fueron claves en Europa desde 1918”.

“Pero lamentablemente muchos de los problemas de los años ‘20 vuelve a ser actuales ahora. Piense en Ucrania, en la pandemia, en el auge de partidos de extrema derecha no sólo en Alemania”, agregó.

EN DAVOS

“Un modesto joven se dirigía, en pleno verano, desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos-Platz, en el cantón de los Grisones. Iba allí a hacer una visita de tres semanas”.

Así comienza la novela. El “modesto joven” (y protagonista del libro) es Hans Castorp, hijo de un comerciante de Hamburgo. Viaja en agosto de 1907 a un sanatorio de Davos, Suiza, para visitar a un familiar allí internado que padece tuberculosis.

Castorp proyectaba una breve estancia que a la postre termina extendiéndose por siete años en los que vive una curiosa transformación personal. La novela concluye con el muchacho marchándose para combatir en la Primera Guerra Mundial.

Esta transformación del personaje admite un paralelismo con la que atravesó Mann en su vida personal durante el proceso de escritura que se inició en 1913.

Al momento de empezar la novela Mann era un conservador que defendía la existencia del imperio del kaiser Guillermo. El escritor pertenecía a una familia de la próspera burguesía de Lübeck —antaño capital de la poderosa Liga Hanseática—, cuya decadencia había narrado en su primera novela, Los Buddenbrook (1901), otro clásico de las letras germanas, hoy algo olvidado.

Detrás de la novela que se disponía a iniciar había además una pequeña anécdota personal.

En 1912 el escritor viajó a Davos para visitar a su esposa, Katia Hedwig, quien se recuperaba de una afección pulmonar en el sanatorio Wald. Durante ese viaje Mann se enfermó de bronquitis y el médico le propuso permanecer unos meses en observación.

“No seguí el consejo: decidí escribir La montaña mágica. Otro hubiera sido mi destino si cedía a la tentación de permanecer con los de arriba”, escribió más tarde en frase famosa.

PRIMERA IDEA

La idea original de Mann era intentar una versión cómica de Muerte en Venecia (1912); en este proyecto fallido un mediocre estudiante de ingeniería se vería expuesto a las tribulaciones del amor y a la muerte.

Más adelante, ya durante la Primera Guerra Mundial, Mann interrumpió la novela para escribir Consideraciones de un apolítico, ensayo de entonaciones reaccionarias en el que rechazaba las ideas de la Ilustración.

Para el momento en que reanudó la escritura, Mann era otra persona. Había cambiado de postura al punto de convertirse, a partir de 1922, en un defensor de la República de Weimar y en un crítico de los movimientos extremistas que desembocarían en el nazismo.

También se alteró la intención literaria que pretendía concretar con La montaña mágica. Lo que había comenzado como una divertida historia de seducción iba a desembocar en una densa indagación de las fuerzas que condujeron a la carnicería incomprensible de las trincheras.

“En la guerra Eros y el deseo de muerte consuman la meta de disolver al individuo en la suciedad y el fango -escribió Hermann Kurzke, uno de los biógrafos del escritor-. La novela es una potente fantasía sobre la eliminación de los límites, llena de gozo ante la huida de la compostura y las formas de la clase media pero también llena de horror”.

Algo de eso es lo que reflexiona el personaje de Castorp en uno de los últimos tramos de la obra. “Tenía miedo -observa el narrador omnisciente-. Le parecía que todo aquello’ no podía acabar bien, que aquello terminaría con una catástrofe, con una sublevación de la naturaleza paciente, con una tempestad que limpiaría todo, que rompería el maleficio que pesaba sobre el mundo, que arrastraría la vida más allá del ‘punto muerto’, y que el período de la pesadilla iría seguido de un terrible juicio final”.

Mann tardó doce años en entregar a la imprenta la que sería su obra maestra: Der Zauberberg, según su título en alemán, se publicó en noviembre de 1924 en dos tomos en la editorial S. Fischer. Cinco años después Mann recibió el Premio Nobel de Literatura, pero por Los Buddenbrook, una obra mucho más modesta en comparación.

La primera versión en español de La montaña mágica, a cargo de Mario Verdaguer, se conoció en 1934 por la editorial Apolo.

Esa traducción fue la más difundida (o tal vez, la única) hasta que en 2005 se conoció la que Isabel García Adánez preparó para el sello Edhasa, un esfuerzo elogiado por los toques de precisión y modernidad que imprimió a a un clásico indiscutido.

LOS OPUESTOS

En la novela hay un personaje, Ludovico Settembrini, que al comienzo debía ser una caricatura del pensamiento ilustrado pero que a medida que avanza la novela se va convirtiendo en un personaje cada vez más positivo.

En una anotación en su diario del 14 de noviembre de 1919, el propio Mann registraba dicha transformación al decir que, aunque sus ideas no eran tomadas en serio, constituían lo único decisivo en un mundo marcado por la fascinación de la muerte.

Settembrini, liberal, masón y escritor “humanista”, es una de las influencias claves que recibe Castorp en el sanatorio; en forma constante trata de convencerlo de que vuelva al mundo del trabajo y deje Davos. También procura alejarlo de la seducción de lo irracional representado por la pasión contrariada que siente por una de las pacientes, Clawdia Chauchat, una joven rusa de inquietante atractivo. (Frente a ella, Castorp se descubre “tristemente enamorado…,y por lo tanto sumiso, sufriendo en silencio y procurando ser servicial”). Otro personaje de gran influencia en el libro es el judío converso y jesuita reaccionario Leo Naphta, quien pasa buena parte de la historia librando disputas dialécticas con Settembrini, una suerte de opuesto complementario.

Naphta no sólo rechaza el pensamiento de la Ilustración sino todo el pensamiento moderno, desde el Renacimiento.

Algunos críticos han visto en él un antecedente o símbolo de los movimientos fascistas. Pero sus pronunciamientos también se ajustan a los propios del anarquismo o el marxismo revolucionario, que eran dominantes en los primeros decenios del siglo XX.

EL DUELO

La lucha “por el alma de Castorp”, como se dice en algún momento en la novela, termina con un duelo a pistola entre los dos personajes polemistas, episodio que a juicio de Wisskirchen aporta uno de los momentos decisivos de la obra.

Antes de enfrentarse, Naphta repudia la “humanidad” que pretende defender Settembrini. “Ya no es más que una peluca vieja -espeta-, un objeto clásico y pasado de moda, una cosa muy aburrida que hace bostezar, y que la nueva revolución, la nuestra, señor, se dispone a arrinconar”.
El duelo ocurre en el capítulo sexto donde hay diversas situaciones que ilustran lo que Wisskirchen llama la “doble contemporaneidad”. El episodio clave es uno que tiene como subtítulo “Hipersensibilidad”.

En aquel pasaje los personajes se pelean apasionadamente por cosas sin importancia o convierten en seña de identidad lo que no es más que una convicción ideológica. Estallan dentro del sanatorio disputas ajenas —como la que enfrenta a varios polacos— que terminan siendo documentadas y traducidas a varios idiomas y distribuidas en diversas partes del mundo.

“Cuando volví a leer el episodio pensé que es lo que hoy hacen las redes sociales, el motivo de la disputa no importa mucho pero todo el mundo termina participando en ella”, arriesgó Wisskirchen.

La hipersensibilidad, agravada desde antes de la Primera Guerra Mundial, y luego con las crisis que precedieron al ascenso de los fascismos, podían llevar a algunos a manifestar simpatías por ideas como las del incendiario de Naphta. y al rechazo de lo que hoy, con espíritu anacrónico, suele llamarse “consenso democrático”.

Hacia el final de su periplo de conversión al liberalismo, Mann ya lo había percibido. En una carta escrita en 1933, el año en que Hitler ascendió al poder en Alemania, rompió lanzas en defensa de Settembrini.

“Nos podemos reír todos un poco del buen señor Settembrini pero es un tipo maravilloso frente a los Naphta que ahora mandan”, escribió.