La gloria fue celeste

El baúl de los recuerdos. Uruguay ganó el primer Mundial de la historia. En 1930 venció en la final a Argentina, su clásico rival en un tiempo en la que el mejor fútbol estaba en Sudamérica.

“Perdimos por cobardes. Los uruguayos nos ganaban siempre porque eran más guapos que nosotros”. Francisco Varallo le contó en 2002 a La Prensa las razones por las cuales la Selección argentina cayó a manos de Uruguay en la final del Mundial de 1930. Ese hombre de 92 años que había quedado en la historia como un legendario goleador de Boca recordaba vivamente un partido que lo marcó para siempre. Y la derrota le seguía doliendo como ese 30 de julio en el que la gloria fue celeste.

Cuando a Jules Rimet, presidente de la Federación Internacional de Fútbol Asociación (FIFA), se le ocurrió crear el Campeonato Mundial de Selecciones no había duda de que la primera cita debía ser en Uruguay. Ese país, desconocido para muchos europeos de la época, era el gran dominador del fútbol de esos días. Bicampeón olímpico en 1924 y 1928, se había ganado el derecho de alojar una competición que, seguramente, superó hasta los límites de la imaginación del dirigente francés que decidió ponerla en marcha.

Los uruguayos asomaban como los máximos favoritos para quedarse con el título. Su supremacía en el entonces incipiente fútbol internacional era indiscutible. Como la mayoría de los seleccionados del Viejo Continente había optado por no emprender la travesía hacia el extremo sur de Sudamérica, solo Argentina parecía estar a la altura de los dueños de casa. Por esa razón, a nadie sorprendió que los vecinos ubicados a ambas márgenes del río de La Plata se encontraran en la primera final de la historia.

Uruguay y Argentina se abrieron paso hacia el duelo decisivo con absoluta naturalidad. En la intimidad de cada plantel también anidaba la convicción de que la puja por el título iba a estar reservada a ellos. Los demás eran meros espectadores.

GUERRA DE NERVIOS

También el público de Montevideo entendía la situación. Y desde que los albicelestes desembarcaron en suelo uruguayo se encargaron de hacerles sentir su hostilidad. El principal blanco fue Luis Monti, el centromedio del equipo que dirigían Francisco Olazar y Juan José Tramutola. Doble Ancho, tal su apodo, era un jugador de una fuerte personalidad y una influencia decisiva en la Selección. Tanto por su peso futbolístico como por su condición de líder.

Las amenazas de muerte a Monti y a su familia empezaron a partir con llamativa frecuencia de una orilla a la otra. El jugador de San Lorenzo estaba preocupado. Temía por su vida y por las de los suyos en Buenos Aires. Su sustituto natural, Adolfo Zumelzú, estaba lesionado, por lo que su presencia era vital para las aspiraciones argentinas. Pero Doble Ancho no quería jugar.

El capitán Manuel Nolo Ferreira y Roberto Cherro trataban de persuadirlo de revertir su decisión. No lo conseguían. Se hizo necesaria la intervención de los dirigentes azulgranas Pedro Bidegain y Eduardo Larrandart, quienes viajaron a la capital uruguaya para incrementar la presión sobre el atormentado Monti.

Finalmente, aceptó. Pero entonces surgieron los condicionamientos: a él, que no dudaba en poner la pierna más fuerte que el resto si era preciso, le pidieron que no pegara, que no causara incidentes. A un guerrero le suplicaron que no hiciera la guerra…

Monti pisó el césped del estadio Centenario, pero dejó el alma fuera de la cancha. Ese no fue el único problema: Varallo arrastraba una lesión. Se pasó la mañana previa al choque decisivo pateando una pelota contra la pared para definir si podía ser de la partida. Entró más impulsado por su irreverente juventud que por su estado físico.

Además de la personalidad de Monti, Argentina contaba con una temible delantera en la que sobresalían Carlos Peucelle, el goleador Guillermo Stábile y el capitán Nolo Ferreira.

Uruguay le oponía la firmeza del capitán José Nasazzi, un defensor impasable, las proyecciones por el flanco derecho del Negro José Leandro Andrade y la conjunción de habilidad, picardía y sacrificio de Héctor Scarone. El técnico Alberto Suppici no podía contar con el centrodelantero Peregrino Anselmo, quien pidió no jugar. Tampoco estaba disponible Pedro Petrone, su suplente. Se optó por Héctor Castro, a quien apodaban el Manco por haber perdido la mano derecha como consecuencia de un accidente con una sierra eléctrica.  

GANÓ EL MEJOR

El esperado enfrentamiento arrojó algunas anécdotas simpáticas. Carlos Gardel, el Zorzal Criollo, visitó a ambas delegaciones para amenizar las horas previas a la finalísima.

El árbitro fue el belga Jan Langenus, muy famoso en esa época además de por su prestigio, por el hábito de usar pantalones de ciclista. Cada equipo salió a escena con una pelota de fabricación nacional y con la firme determinación de usarla en la final. El juez no tuvo más remedio que sortear los balones. El primer tiempo se disputó con el producido en la Argentina y el segundo con el confeccionado en Uruguay.

Los 90 minutos fueron una prueba de carácter para uno y otro equipo. Por un lado, la determinación de los locales; por el otro, la minada resistencia anímica de los albicelestes.

Monti le cedía el dominio de la mitad de la cancha a su colega celeste Lorenzo Fernández. El Negro Andrade perdía ante las proyecciones de Pedro Arico Suárez, un aguerrido jugador de Boca nacido en las islas Canarias.

Poco antes del cuarto de hora inicial, el Manco Castro habilitó con un zurdazo cruzado al puntero derecho Pablo Dorado, quien venció al arquero Juan Botasso -conocido como Cortina Metálica- con un violento remate.

Argentina reaccionó y con la calidad de sus atacantes empezó a acorralar a sus rivales contra la valla de Enrique Ballestero. Ferreira (se perdió un partido por un viaje a La Plata para rendir su último examen y recibirse de escribano) encontró bien ubicado a Peucelle y el delantero que un año después pasó a River en la inconmensurable cifra de 10 mil pesos de la época batió al arquero.

Los albicelestes mantuvieron la iniciativa. Parecían haberse librado de los fantasmas. Y se pusieron en ventaja a través del Filtrador Stábile -metió 8 goles en 4 partidos-, quien envió al fondo del arco local un buen pase de Monti.

La alegría con la que los visitantes arribaron al vestuario derivó en un repentino abatimiento. Doble Ancho lloró desconsoladamente delante de sus compañeros. Sentía que el fin de su vida estaba cerca. Esa imagen impactó en el equipo argentino, que afrontó el complemento con el corazón hecho añicos.

La lesión que acosaba a Varallo ganó la partida. Apenas Suárez, Juan Evaristo y Peucelle parecían inmunes a ese clima de desaliento. Uruguay entendió rápidamente que su adversario había bajado los brazos.

El Vasco Pedro Cea estableció la igualdad tras un soberbio pase de Scarone. Un rato después, un remate del Canario Santos Iriarte doblegó la débil resistencia de Botasso, quien según los argentinos estaba disminuido físicamente por un golpe de Castro con su muñón.

Un disparo de Varallo fue desviado sobre la línea por Andrade. Esa jugada fue un intento aislado de un equipo derrotado de antemano. Cerca del epílogo, un cabezazo del Manco Castro le aplicó el tiro de gracia a un Selección abatida, tal como lo había admitido Varallo más de siete décadas después. Uruguay 4-Argentina 2. Había ganado el mejor. Y la gloria fue celeste.

LA SÍNTESIS

Uruguay 4 - Argentina 2

Uruguay: Enrique Ballestero; José Nasazzi, Ernesto Mascheroni; José Andrade, Lorenzo Fernández, Álvaro Gestido; Pablo Dorado, Héctor Scarone, Héctor Castro, Pedro Cea, Santos Iriarte. DT: Alberto Suppici.

Argentina: Juan Botasso; José Della Torre, Fernando Paternoster; Juan Evaristo, Luis Monti, Pedro Arico Suárez; Carlos Peucelle, Francisco Varallo, Guillermo Stábile, Manuel Ferreira, Mario Evaristo. DT: Francisco Olazar-Juan José Tramutola.

Incidencias

Primer tiempo: 12m gol de Dorado (U); 20m gol de Peucelle (A); 37m gol de Stábile (A). Segundo tiempo: 12m gol de Cea (U); 23m gol de Iriarte (U); 44m gol de Castro (U).

Estadio: Centenario (Montevideo). Árbitro: Jan Langenus, de Bélgica. Fecha: 30 de julio de 1930.