RESIGNIFICACIONES, DEBATES Y REVISIONISMO EN UNA EUROPA EXTRAVIADA

La engañosa reinvención de Occidente

Lo último que puede sorprender, cuando se contempla la decadencia del mundo occidental y las fuerzas que procuran destruir lo que queda de él, es que aparezcan intentos de resignificarlo y debates sobre cuál es su fundamento último o cuáles deberían ser esas bases a futuro, junto con un nuevo revisionismo que pretende modificar lo que siempre se entendió por tal.

La resignificación, se sabe, es el intento de dar un nuevo significado a algo, o el propósito de cambiar el sentido interpretativo de los hechos y las experiencias. Con Occidente, la resignificación ha sido un proceso de largo aliento. Se fue dando a medida que Occidente perdía su sustancia, que es la síntesis entre la filosofía griega, el derecho romano y el cristianismo. Esa es la realidad histórica de Occidente.

Pero en épocas recientes, por no ir más lejos, el término Occidente empezó a ser usado, sutilmente, como sinónimo del mundo capitalista en lucha con el comunismo, o de las democracias “libres” en pugna con las dictaduras y el nazismo.

Milei y Bolsonaro, dos ejemplos de una nueva derecha marcada por su defensa del capitalismo y el sionismo.

Y, más acá en el tiempo, fue el Islam, junto con el terrorismo y los regímenes totalitarios, el que llevó a identificar a Occidente otra vez con los países de tradición “judeocristiana”, como se había esbozado a partir de la Segunda Guerra Mundial.

DESLIZAMIENTO

Estas resignificaciones, o ese previo vacío de sustancia, es el que abre paso a un revisionismo como el que le gustaría a la historiadora británica Naoise Mac Sweeney, quien acaba de publicar el libro Occidente, una nueva historia de una vieja idea y en una entrevista con el diario El Mundo postula que la lucha ahora es “afrontar en Occidente quiénes somos y qué somos, qué es Occidente, qué queremos que sea, qué debería ser y qué podría ser”.

En todos los ejemplos mencionados al principio hay una identificación diferente que acarrea, como es fácil de advertir, un deslizamiento también sobre aquello que debe preservarse y, sobre todo, de quién.

Lo que asombra, dado el extravío de Occidente, es en todo caso que existan todavía debates propuestos en la arena pública, donde la mentalidad dominante podría pensarse que está ya totalmente secularizada.

Por paradójico que sea, el que vino a avivar las brasas de ese debate fue el ensayista y biólogo británico Richard Dawkins, acaso uno de los ateos más prominentes del mundo, quien meses atrás sorprendió al mundo al confesarse como “un cristiano cultural” en una entrevista con la emisora radial londinense LBC.

Dawkins, autor de El espejismo de Dios e integrante del movimiento del Nuevo Ateísmo, reaccionó “horrorizado” en abril pasado ante la decisión de la alcaldía de Londres de no colocar adornos de Pascua en Oxford Street sino luces para promocionar el Ramadán, el mes de ayuno de los musulmanes.

“Este es un país culturalmente cristiano, y yo mismo me considero un cristiano cultural”, se indignó Dawkins. “No soy un creyente, pero hay una distinción entre ser creyente cristiano y ser un cristiano cultural”, alegó.

“Adoro los himnos devocionales y los villancicos navideños -confesó-. Me siento como en casa en el ethos cristiano. Es cierto que estadísticamente el número de creyentes cristianos está bajando y estoy feliz por ello. Pero no me sentiría feliz si, por ejemplo, perdiéramos nuestras catedrales y nuestras hermosas iglesias parroquiales”.

“Si sustituyéramos el cristianismo por cualquier otra religión sería verdaderamente terrible”, continuó. Y ante la evidencia de que esa caída en el número de cristianos se produce de la mano de un florecimiento de nuevas mezquitas a lo largo de Europa, se mostró preocupado.

“Si tuviera que elegir entre el cristianismo y el Islam, elegiría el cristianismo todas las veces. Es una religión eminentemente decente, mientras que el islam no. Hay una hostilidad activa hacia las mujeres y homosexuales que es promovida por los libros sagrados del islam. No hablo de los individuos musulmanes, sino de su doctrina”.

Sus comentarios causaron un terremoto: no sólo por el asombro que despertó este aparente “paso atrás” de un ateo prominente como él, sino también por la irritación que abrió entre musulmanes y sus simpatizantes, que lo trataron de “islamófobo”.

La reacción a sus palabras se montó sobre la ola de manifestaciones propalestinas y denuncias contra el genocidio cometido por Israel con su invasión de Gaza, que ya recorría los campus universitarios occidentales. De modo que, en la controversia pública, a menudo terminaron fundidos en una misma cosa la preocupación por la seguridad que suscitan los musulmanes en Europa con la que originan en Israel.

Puestas las cosas en esa dialéctica forzada hay quien llegó a considerar, en una prensa mayormente proisraelí, no sólo que la incursión militar hebrea era una acción defensiva, sino que las protestas universitarias eran un ejemplo del “suicidio” de esas sociedades.

Podrá discutirse si eso era realmente así, pero ya se ve cómo “resignificar” lo que se entiende por Occidente lleva a un deslizamiento imperceptible, también, sobre lo que se termina defendiendo.

En las muchas expresiones de la “nueva derecha” que van surgiendo en el mundo (Trump, Le Pen, Bolsonaro, Vox, Milei), con tono airado y desafiante, se mezclan estas resignificaciones de Occidente. Sus figuras podrán tener diferencias entre sí -los hay más nacionalistas y más liberales-, pero todos tienen en común su oposición a las distintas variantes de la izquierda y su puntual adhesión a la democracia, al capitalismo y a Israel.

“Dar la espalda hoy a Israel es rendir la civilización occidental”, tituló el Washington Times en diciembre pasado.

TEMOR AL ISLAM

Reivindicar “la cultura cristiana”, en este contexto, puede haber sido un terremoto para muchos. Pero en realidad no lo era tanto. Bastaba con tomar un mínimo de distancia para darse cuenta de que Dawkins reaccionó así, más que nada, movido por la perturbación que le provoca la creciente visibilidad que está ganando el Islam en Europa.

De igual modo, un poco de distancia habría bastado para notar que aquello que Dawkins elegiría ”todas las veces” para vivir es esa versión del cristianismo aguado e insípido que se va imponiendo a fuerza de estar todos los días en la prensa.

Con todo, no era la primera vez que Dawkins reivindicaba el “cristianismo cultural” de su país y tampoco fue el único en hacerlo.

Chine McDonald, director del think tank cristiano Theos, refiere que en meses y años recientes otros intelectuales hicieron manifestaciones públicas similares. Entre ellos enumeró al novelista e historiador Tom Holland, Ayaan Hirshi Ali y a Jordan Peterson. Todos ellos, dijo, han puesto el foco sobre la bondad y la virtud del cristianismo, y sobre cómo éste ha conformado los cimientos morales de la civilización occidental.

Sin embargo, no todos ellos profesan la verdad sobre el asunto, advirtió McDonald. Y esto parece innegable.

En cualquier caso, es interesante notar que hubo una reacción. En el caso de Theos fue la preeminencia que habían alcanzado en 2006 voces como la de Dawkins y otras figuras del movimiento del Nuevo Ateísmo, llamados “los cuatro jinetes” del Apocalipsis -Christopher Hitchens, Danniel Dennet, San Harris y la ahora conversa Ayaan Hirsi Ali-, lo que motivó el nacimiento de este centro de pensamiento. Y, por analogía, podría presumirse que esa es también la razón que suscitó las otras reacciones.

Uno de esos intelectuales aludidos, Jordan Peterson, es un buen ejemplo de estos dos fenómenos que venimos refiriendo: el de una dura reacción ante aquellas voces del Nuevo Ateísmo, las del humanismo secular y las del “marxismo cultural”, que sin embargo contribuye a desplazar el eje de la controversia hacia la cultura “judeocristiana”.

Peterson, un psicólogo clínico y profesor emérito de la Universidad de Toronto que se hizo conocido como “azote de la ideología de género”, ha mantenido con Harris, por ejemplo, una serie de celebrados debates en torno a diferentes temas. Entre ellos, el supuesto “conflicto entre la fe y la razón”.

Harris, que es autor de El fin de la fe, no oculta que el objeto de su preocupación al intentar definir cuáles deberían ser los fundamentos de Occidente es preservar una vaga noción de “bienestar personal y general”, que se limita al “aquí y ahora”. No es extraño que considere a la fe como algo primitivo, que según su interpretación “potencia el mal”, como sucede con los fanáticos, y que entonces proponga que Occidente se apoye en principios racionales como fundamento para la ética.

Pero Peterson no sólo polemizó con Harris. En medio de sus esfuerzos por reflexionar sobre si hay una “trascendencia”, si el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios y si tiene un valor intrínseco como tal, realizó también una entrevista pública con otros intelectuales, titulada precisamente Qué es Occidente, en la que intervinieron, además del propio anfitrión, Ayaan Hirsi Ali y otros dos cristianos, el ex primer ministro australiano John Anderson y Os Guinness.

Se trata de una entrevista rica en notables apreciaciones, y en un paralelo muy elocuente propuesto por Anderson: el de identificar a Occidente con dos borrachos que no saben ni dónde están parados ni quién es la persona con la que hablan.

Sin embargo, una vez más, en esa entrevista, se aprecia que la conversación, y todas las reflexiones ulteriores sobre cuál el fundamento moral de Occidente, si es el amor al prójimo, el perdón y la reconciliación, derivan del mismo fantasma del Islam esgrimido por Dawkins, y terminan en la reivindicación de las raíces “judeocristianas”.

CUESTION CENTRAL

Que hay un vínculo histórico entre judaísmo y cristianismo es algo evidente y así se entendió siempre. El problema puede aparecer cuando se lo quiere ver como una amalgama religiosa-cultural, puesto que esa interpretación elude una cuestión central: que entre judíos y cristianos se alza como división el propio Cristo, que fue rechazado hace dos mil años por los judíos y sigue siendo rechazado aún hoy.

Entonces, para que tal aleación exista, como parece postularse, el cristianismo debería despojarse nada menos que de Cristo. En pocas palabras, debe diluirse, que es lo que está sucediendo en Occidente.

Esa división que introduce Cristo, y que vuelve forzado el empleo del término compuesto, podía ser algo evidente hasta hace unas décadas para cualquier cristiano, como también era natural rezar por la conversión de los judíos. Pero eso ya no puede decirse. Y como no puede decirse, y no está presente en el discurso público, luego no se ve cuál sería el problema, ni se plantea la pregunta de si esas dos cosmovisiones son en verdad idénticas.

Cuando en el debate el escritor Os Guinness argumenta que el fundamento de Occidente no puede ser el poder sino el arrepentimiento, la reconciliación y el perdón, y en definitiva la capacidad de tratar al enemigo como a un amigo, ¿no está hablando de Cristo?

Ayaan Hirsi Ali, que tiene origen somalí y fue criada en una familia de religión islámica antes de volverse atea y luego convertirse al cristianismo, proclamó allí una enfática adhesión -“sin condiciones ni peros”- hacia Israel, y fue aplaudida por todos, alegando que ahora van por los israelíes y luego vendrán por todos nosotros. Pero, ¿es realmente así?

Cuando se habla del Islam en Europa, la preocupación -que es generalizada-, puede deberse a muchos factores, pero parece responder en primer lugar a un criterio de seguridad personal. Habrá algunos -menos- que estén inquietos por el dispar crecimiento demográfico de unos y otros y la posibilidad de supervivencia de la propia cultura. Pero lo que ciertamente no abunda, al menos en las discusiones públicas, es la cuestión de la supervivencia pública de la fe cristiana y cómo eso incidirá en la salvación de las almas. Y no puede abundar por la sencilla razón de que las élites dirigentes y los intelectuales consultados en la prensa no suelen tener estas preocupaciones en mente.

ESPEJO INCOMODO

Ahora bien, teniendo presente que la inseguridad física, el riesgo de muerte o violación de las propias hijas, es moneda corriente en Occidente, con o sin Islam, no parece por lo tanto tan descaminado preguntarse, si se quiere ser honesto, si aquella preocupación que se agita en Occidente no es dirigida o interesada. Y si la imagen del Islam que se proyecta hoy en Occidente no es tanto un retrato sino más bien un mosaico creado a partir de las escenas más brutales y los actos más atroces, extraídos de las tierras de talibanes, Isis, Hamás o del régimen iraní. Y eso, por no entrar en la cuestión de qué son, en realidad, talibanes, Isis o Hamás, sino creaciones occidentales.

De lo que se trata aquí no es de negar la barbarie, ni la opresión de la mujer, ni mucho menos de defender al Islam, enemigo histórico del cristianismo. De lo que se trata, más bien, es de plantear una pregunta incómoda: si el islam no es hoy, también, un espejo en el que Occidente no quiere mirarse para no ver su propio rostro desfigurado y sus propias depravaciones, que son las consecuencias de su olvido de Dios.

Detrás de la furia contra los velos y el hijab que corre, de tanto en tanto, por Europa, lo que salta a la vista es que los musulmanes todavía conservan algún sentido de la trascendencia y del pudor que esta parte del mundo va perdiendo. Del mismo modo que asoma entre los musulmanes una resistencia con fondo religioso que, de este lado, va desapareciendo.

Entonces, de uno y otro lado del debate sobre Occidente hay acuerdo en que el peligro es el islam. Pero ¿a qué peligro se alude? De seguro que no será el peligro de que Occidente, este Occidente capitalista y secular, que domina el mercado y las finanzas, tambalee por culpa del Islam. Más bien, podría pensarse que quienes llevarán las de perder serán los propios inmigrantes musulmanes, cuyos hijos con toda probabilidad pueden perder su identidad.

La figura del “Gran Satán” que vociferan los extremistas islámicos mirando a Occidente, ¿no tiene, también, por eso, algo de cierto? ¿No es este Occidente secular parte del problema? Y todas sus depravaciones -desde el aborto y la eutanasia hasta los cambios de sexo y la pedofilia- ¿no son esfuerzos como los de ese hombre que corta, desde donde nace, la rama del árbol donde está parado?

Si las mezquitas avanzan en Europa, ¿no es porque previamente ésta fue vaciada de contenido? Y si dejan de existir las “hermosas iglesias parroquiales” a las que alude Dawkins, ¿no es por falta de fieles cristianos?

Lo cierto es que no se entiende Occidente, no se entiende a Europa ni a América, que es su proyección, sin la fe católica. Pero la destrucción de este sentido de Occidente hace ya mucho tiempo que viene en marcha con la revolución anticristiana. Por lo menos desde Lutero.

De aquel Occidente identificado con la fe parecen subsistir hoy sólo sus restos, a los que ahora, paradójicamente, quiere abrazarse un ateo como Dawkins. Pero, como es evidente para cualquiera, no podrá haber “cultura cristiana” si no hay cristianos, y no podrá haber cristianos si no se abraza la fe íntegra.