La Francia levantisca ha pasado de los gorros frigios a las chaquetas amarillas
Cuando hablamos de chaquetas amarillas generalmente nos referimos a un tipo de avispa, particularmente incómoda, que habita en nuestra Patagonia, se desplaza colectivamente y muerde a los seres humanos, inoculándoles un veneno molesto y doloroso.
Pero en Francia, las chaquetas amarillas tienen hoy una connotación bien distinta. Parecida a la que alguna vez tuvieran los gorros frigios. Porque quienes los portan son personas ataviadas con chalecos del color referido, que han salido, desde hace unos días, a protestar masivamente contra un aumento de la presión tributaria, que consideran insufrible.
Con tan sólo recordar lo sucedido alguna vez en la ciudad de Boston, en Estados Unidos, con los derechos aduaneros a las importaciones de té, la resurrección de este tipo de protestas contra la fiscalidad no debiera parecer demasiado sorpresiva. Ideológicamente, hay algún parentezco con los llamados tea parties norteamericanos; esto es con el movimiento difuso aparecido en febrero del año 2009 que se opone tenazmente a lo que considera es una presión fiscal excesiva. Movimiento alimentado fundamentalmente a través de las redes sociales, sin que existan líderes notorios que lo conduzcan, ni organización o estructura central de ningún tipo.
MALDITO IMPUESTO
En toda Francia, el 17 de noviembre pasado, los chaquetas amarillas salieron a protestar contra un nuevo impuesto sobre los combustibles. Uno más. En todo el país. Masivamente y simultáneamente. Y siguen cortando rutas y accesos, incluyendo a los depósitos de combustibles.
Con una participación mayoritaria de la clase media baja, que incluye al interior del país. Las manifestaciones incluyeron a París entre sus escenarios. Allí tuvieron lugar en la plaza de La Concorde. Donde miles de personas se expresaron contra la pesadilla fiscal en la que creen estar sumergidas. Denunciando su profundo hartazgo con lo que definen como una refractaria aristocracia de Estado, conformada por políticos de distintos colores, que no los representan, conformando una clase privilegiada, que -como en el pasado sucediera alguna vez con la monarquía- los ignora y hasta explota.
Las protestas son realmente enormes. Demostrando que es cierto aquello que el presidente Emmanuel Macron señala cuando acota que: "hasta ahora no tenido éxito en sus esfuerzos por tratar de reconciliar a los franceses con su propia dirigencia política", de la que, está claro, el pueblo francés recela, por obvias razones.
El despliegue de las chaquetas amarillas francesas es impresionante. Simultáneamente se manifestaron unas 280.000 personas en cerca de 2.500 distintos puntos de reunión en todo el país galo. Con su sorpresiva actitud recibieron el apoyo de nada menos que el 74% de los franceses. Lo que políticamente es un hecho que, por su magnitud, no se puede dejar de tener en cuenta.
HARTOS DE PAGAR
Ocurre que la gente está harta de pagar impuestos excesivos. De no poder ahorrar, ni progresar. Ni gozar del fruto de un esfuerzo duro que, entienden, es respondido con lo que consideran una injusta confiscación del fruto de ese constante esfuerzo por parte de políticos que, sostienen, se mueven siempre por sus propias conveniencias y razones.
Por eso una vez más cantaron en sus lugares de protesta -reiterada y ruidosamente- la desafiante Marseillese. Hasta frente al palacio del Elíseo. Orgullosos de la expresión plural de hartazgo que han instalado en su país, para quedarse.
Se trata de un movimiento inédito. Distinto. Que actúa y se manifiesta sin intermediarios. Y que sabe bien lo que es realmente obvio. Esto es que, a mayor presión fiscal, menor poder adquisitivo. Peor nivel de vida, en consecuencia. Es todo lo contrario a una nueva aristocracia política. Actúa sin conexiones con los sindicatos, ni con los principales partidos políticos franceses y comunica, con fuerza, su mensaje. Es, además, una expresión controlada de cólera social. Pero no necesariamente pacífica, desde que distintos incidentes con automovilistas -que los atropellaron sin mayores miramientos- produjeron una muerte y más de cuatrocientos heridos. Fueron producto de gente que se siente al borde de la precarización y que teme por su futuro inmediato. Que está ansiosa por lograr producir un cambio y que sabe que está expresando una queja que cala muy profundo.
Como expresión independiente, casi anárquica, el movimiento denuncia una profunda fractura social. Y, por ello, pone al presidente Macron -cuya popularidad está hoy en franca baja- frente a su propio pueblo. Sin que pueda ignorar lo que sucede, desde que lo afecta directamente. Y lo destiñe políticamente, con una velocidad inesperada.
Protesta que incluye además al sector pasivo, al que la creciente presión fiscal está afectando adversamente. Y que, también indignado, está cada vez más descontento con el trato y las prestaciones que recibe de su gobierno.
Ante las manifestaciones, el presidente Macron eligió permanecer en absoluto silencio y hacerse invisible. Desaparecer fue su reacción, quizás instintiva. Borrarse, diríamos nosotros. No confrontar.
Los manifestantes, que se dicen estigmatizados socialmente, expresaron asimismo su desazón al ver que su gobierno ayuda solidariamente a los inmigrantes que llegan a Francia, mientras parece ignorar sus requerimientos. Lo que consideran un trato injusto.
PERIFERICA
Emmanuel Macron es hoy, a la vez, símbolo y blanco de la cólera de los chaquetas amarillas, que lo definen como "presidente de los ricos". Ellos representan, esencialmente, a la llamada Francia periférica.
Pero el presidente Macron no es el único que sufre el rechazo masivo. La desilusión popular francesa luce profunda y apunta contra toda la clase política, en su conjunto. Por la desaprensión social con la que en apariencia se mueve, expresada en una inconsciente presión fiscal, que es ya -para muchos- intolerable.
Por esto cabe preguntarse si la explosión de las chaquetas amarillas francesas es apenas un episodio aislado o esporádico o, más bien, un fenómeno nuevo, que ha llegado para quedarse. En Francia y, quizás, en otros rincones del mundo.