LEILA GUERRIERO RECONSTRUYE EL CASO DE UNA EX DESAPARECIDA ACUSADA DE TRAIDORA
La ESMA y el relato interminable
Más allá de la historia personal, ‘La llamada’ revela el tejido de simulaciones, sospechas y recelos mutuos que envuelve a los guerrilleros que sobrevivieron a la represión militar. Una trama de silencios cómplices y lealtades por conveniencia.
Borges citaba hasta el hartazgo aquella frase de Samuel Taylor Coleridge que recordaba la “voluntaria suspensión de la incredulidad” implícita en la fe poética. Una idea aplicada al arte en general y a la literatura en particular, pero que a veces, demasiadas veces, suele extenderse a otros dominios que no deberían aspirar a semejante pretensión. Como la política, el periodismo o la historia.
La reflexión deriva de la lectura de La llamada (Anagrama, 424 páginas) el más reciente libro de Leila Guerriero. Su tema: un largo retrato biográfico de Silvia Labayru, hija de un militar retirado en una familia repleta de militares, egresada del Colegio Nacional Buenos Aires, ex montonera capturada embarazada en diciembre de 1976 cuando tenía 20 años, detenida en la ESMA donde dio a luz, liberada en 1978, exiliada en España, acusada de traidora y colaboradora de la Armada y, ya en el siglo XXI, testigo en los numerosos juicios de lesa humanidad, incluido el primero que a partir de su denuncia condenó en 2021 a dos marinos por violaciones sufridas mientras estuvo cautiva.
El asunto aquí no es la calidad literaria del libro, que la tiene y mucha, como es habitual en las obras de Guerriero. Tampoco se trata de impugnar la rigurosidad de su trabajo, sus entrevistas o su investigación, que son admirables aunque registren ciertas falencias, blancos y omisiones. Ni siquiera importa demasiado el caso concreto de Labayru, si es una mitómana y una manipuladora como afirma uno de sus ex esposos, o si su historia amerita el “bruto metejón” que provocó en Guerriero según propia confidencia.
Más allá de las personas, lo que tal vez debería importarnos es determinar cuánto de lo que cree saberse de los años ‘70 deriva de testimonios como el de Labayru. Cuánto de esa historia oficial, periódicamente actualizada con variaciones de un mismo tronco narrativo y consagrada ya en innumerables procesos judiciales, responde a lo que de verdad sucedió en aquel tiempo.
Porque si para muestra basta un botón, lo que se cuenta en La llamada requiere de una descomunal “suspensión de la incredulidad” que desbordaría al mismísimo Coleridge.
EL ENIGMA
Como en una imperfecta novela policial, sus páginas nos sumergen en un enigma para el que se ofrecen todas las respuestas posibles, menos una, que está vedada. El enigma es cómo logró sobrevivir la protagonista al atroz cautiverio que le impusieron los marinos.
Las respuestas conjeturadas son varias y de verosimilitud discutible. Pero la más obvia es la que no se permite que entre en juego: que la protagonista y el resto de los sobrevivientes del horrendo “campo de concentración” de la Armada están vivos porque traicionaron a sus antiguos camaradas y colaboraron con sus captores.
Por lo tanto, hay que “suspender la incredulidad”. A fondo. Y entonces aceptar que quienes sobrevivieron lo hicieron porque engañaron a temibles torturadores y asesinos haciéndoles creer —durante uno, dos o hasta cuatro años— que ya no eran montoneros, que habían dejado atrás su pasado revolucionario, que se habían regenerado.
Debemos creer que los marinos eran tan ingenuos que permitieron, por ejemplo, que Labayru llamara desde la ESMA a algunos conocidos de su cuñada para que ellos a su vez le avisaran a la mujer, una aguerrida oficial montonera, que no asistiera a determinada cita porque allí iban a secuestrarla. La entonces “desaparecida” Labayru incluso pudo solicitar a los marinos que en el operativo participara el teniente Astiz, uno de sus protectores, porque “no tenía el gatillo tan fácil como otros” y era bueno tackleando a los montoneros antes de que ingirieran la reglamentaria pastilla de cianuro con la que se mataban para no caer vivos en manos del enemigo.
El operativo se hizo y la cuñada de Labayru, Cristina Lennie, ingirió la pastilla de la muerte. Su cadáver fue llevado a la ESMA, donde Labayru pudo verlo y se animó a solicitar al omnipotente Tigre Acosta que entregaran el cadáver a sus familiares, pedido al que Acosta accedió aunque después la entrega no se concretó por otras razones.
RARA INGENUIDAD
La ingenuidad naval no terminaba ahí. Cuando Labayru dio a luz, los marinos entregaron la bebé a los suegros, y el traspaso cerca del Hospital Militar lo hizo la oficial montonera de más alto rango capturada en la ESMA, Mercedes Carazo, quien desde luego, tampoco era traidora ni colaboradora (también ella fingía serlo).
Tres veces los marinos llevaron a Labayru al exterior (Uruguay, Brasil y México) para que se viera con su esposo libre y todavía montonero, Alberto Lennie. Ella ni siquiera intentó fugarse, pese a que en situaciones similares un par de sus compañeros lo intentaron y lo consiguieron (sus casos los narraría Miguel Bonasso en Recuerdo de la muerte, de 1984, un libro que hoy se vuelve cada vez más incómodo para los ex prisioneros de la ESMA).
A todo esto la joven podía escribir cartas a su esposo, cartas reveladoras de la rutina que cumplía para sus “jefes” (eran los marinos) y críticas a sus “compañeritos” (los montoneros) que le tenían envidia porque su suerte estaba mejorando. (Alberto Lennie prometió mandarle a Guerriero esas cartas de 1977, pero al final no lo hizo porque “mal usadas son una carnicería para Silvia”).
Hacia el final de su cautiverio los cándidos marinos aceptaban que Labayru saliera de la ESMA para dormir en casa de su padre y hasta aceptaban que recibiera allí visitas de viejos amigos de la “tendencia”. Curiosamente, la dejaban sola y le prestaban un arma “por un tema de seguridad”.
¿De quién debía protegerse? De sus antiguos “compañeritos”, evidentemente. Por eso la joven “desaparecida” les recordaba a sus visitantes que nadie tenía que saber que estaba viva. Ella sabía muy bien la suerte que corrían los traidores o desertores de su banda armada.
“Si eras un montonero y se enteraban de que te estabas por ir de la Argentina, te hacían una cita y te mataban antes de que llegaras al aeropuerto de Ezeiza”, explica. Y ella lo sabía porque se lo había confesado el novio de su cuñada, Carlos Fassano, un temible oficial de la “orga”. “Carlos Fassano era uno de los ejecutores. Me contó en la cena de Navidad del año 76 que esa semana había ajusticiado a un chico que se estaba por ir. Lo contaba como quien va al campo y mata una liebre”.
En ninguna de sus salidas de la ESMA Labayru mencionó jamás que hubiera sido violada allí dentro (su primer esposo recuerda que a él le dijo que “por presión” se había hecho amante de un marino). Tampoco lo hizo cuando recuperó la libertad en 1978, ni en sus primeras denuncias públicas desde el exilio español ni en sus testimonios en los iniciales juicios de lesa humanidad. No lo supo el primer marido que tuvo después de la separación de Lennie (ese hombre creía que había sufrido el infame “síndrome de Estocolmo”). Y parece que tampoco lo supo el segundo hombre con el que formó pareja, el padre de su segundo hijo, quien además no podía creer el extraño régimen de salidas que ella decía que le habían aplicado en la ESMA.
Guerriero, metejoneada, trata de justificarla: “’Todo eso que Silvia Labayru dice ahora no es lo mismo que decía al principio, hace años’, me dice una persona a la que consulto por un dato. ¿Pero quién dice lo que decía al principio, hace años?”
Cada tanto, hay que reconocerlo, la autora suelta algunas pistas que podrían conducir a la respuesta vedada del enigma.
En un pasaje no sabe cómo preguntarle a Labayru si cuando integraba la inteligencia de Montoneros habría estado dispuesta a entregar a su familia. La mujer no duda. “Si lo que me estás preguntando es si yo podría haber entregado a mi propia familia, pues sí. Claro que hubiera podido”, afirma categórica.
Es decir, podría haber sido una traidora. Y de su familia de sangre, nada menos. Como lo es ahora con sus antiguos “jefes” de la ESMA que por algún motivo la dejaron con vida, y a los que contribuye a hundir con sus testimonios en los interminables juicios de lesa humanidad.
Dos traiciones que, se nos asegura, de ningún modo habilitan a pensar que pudo haber una tercera traición intermedia consumada dentro de la ESMA y contra los “compañeritos” montoneros.
EL EXILIO
Labayru, que cobró tres indemnizaciones del Estado argentino por haber estado secuestrada y exiliada, recuerda varias veces en el libro cuánto padeció los motes de traidora o de “espía” o de “agente de los servicios” que le endilgaron en los años del exilio.
La primera explicación que daba en España de por qué se había salvado jugaba la carta nazi. Ella era rubia, de ojos azules, muy atractiva y no judía. En virtud de esas características la habían obligado a fines de 1977 a acompañar al teniente Astiz (“el Rubio”) a infiltrarse en el grupo de las Madres de Plaza de Mayo. Reemplazaba a otra cautiva que no daba el perfil, Norma Susana Burgos, que era (y es) morocha, de ojos negros y tez oscura. Lo llamativo es que pese a esos rasgos tan poco arios, Burgos consiguió salir con vida de la ESMA y también se exilió en España. Y no fue la única salvada con ese fenotipo del tercer mundo.
En cualquier caso el malestar entre los antiguos “compañeritos” no se ha disipado del todo. Labayru confiesa experimentar, incluso hoy, una “sensación de inquietud permanente. De si voy a ser entendida. Esta sensación de que alguna gente me ha perdonado la vida porque declaré en los juicios. A mí eso me parece una porquería. Y me tengo que callar. ‘No, tú, claro, has hecho declaraciones importantes.’ ¿Y antes qué, y si no hubiese declarado entonces hubiese ido por la vida sospechosa para siempre?”
El libro muestra que entre los guerrilleros sobrevivientes hay “mil facciones” y la fractura pasa por quién se cree con derecho a calificar al otro de héroe, traidor o sospechoso.
A costa de los militares eternamente presos y condenados, Labayru ha empezado a sentir más confianza después de tantos años de supuesta maledicencia.
“Yo estoy entre las indultadas, porque me he portado tan bien en todo este tiempo que a ver quién me dice algo”, desafía. “Ahora me ponen alfombra roja, reconocen que soy una de las testimoniantes fundamentales de la causa ESMA. Parezco muy petulante, pero es así. Testimonios que resultaron valiosísimos y judicialmente intachables. No lloraba, no me iba por las ramas. Pero todavía a algunos se les escapa eso de ‘vos acompañaste a Astiz’, o ‘los marinos y algunas montoneras tuvieron relaciones’”.
RESQUEMORES
Pero algún resquemor subsiste. Consultado por Guerriero, otro montonero sobreviviente de la ESMA, Martín Gras (el maquiavélico “Chacho” de Recuerdo de la muerte), eludió responder a sus preguntas. “Si ya está en contacto con Silvia nadie mejor que ella para relatar/interpretar su propia historia. Tengo como política testimoniar solamente sobre los verdugos y no sobre las víctimas”, se excusó.
Desorientada, Guerriero interrogó a Labayru por el silencio de Gras. Ella respondió lo siguiente: “Yo qué sé, Leila. Entre otras cosas porque sabe que yo sé muchas cosas que no le gusta que yo sepa, y tiene miedo de que yo pueda no guardar el silencio revolucionario correspondiente. Esa es una razón, seguro. Luego, si hay otra, no lo sé. Yo me porté muy bien con él”.
Ni memoria, ni verdad, ni justicia: “el silencio revolucionario correspondiente”.
“¿Cuántas cosas, nunca dichas, hay en esta historia?”, se pregunta Guerriero hacia el final del libro. Se refiere a las asombrosas peripecias de su biografiada. Pero con todo derecho la duda puede extenderse a la historia increíble que insisten en contarnos sobre los interminables años 70.