TEATRO. ‘Bajo un manto de estrellas’, en una puesta dirigida por Alejandro Vizzotti

Indagación de Puig desde el teatro

'Bajo un manto de estrellas', de Manuel Puig. Dirección: Alejandro Vizzotti. Escenografía: Ariel Vaccaro. Iluminación: Matías Sendón. Música original: Carmen Baliero. Vestuario: Paula Molina. Coreografía: Marcela Robbio. Actores: Maru Garbuglia, Eduardo Iacono, Mirta Katz, Natalia Miranda, Fabricio Rotella. Los domingos a las 20 en El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960).

Manuel Puig escribió ‘Bajo un manto de estrellas’ en 1983, durante su exilio en México. Aunque su nombre estaba fuertemente asociado a la narrativa, su incursión en el teatro no representó un giro abrupto sino que prolongó una exploración estética que ya había puesto en primer plano la oralidad, el montaje y el pastiche. La obra se estrenó en 1985 en Madrid, con dirección de Antonio Llopis, y mantiene el vínculo con sus novelas en la manera en que trabaja con la cultura de masas, el melodrama y las estructuras narrativas fragmentadas.

Puig lleva los géneros populares al límite y, al exponer sus engranajes, muestra cómo moldean las emociones y el deseo. ‘Bajo un manto de estrellas’ profundiza en esta experimentación desde el lenguaje teatral, donde la palabra y el cuerpo adquieren un protagonismo distinto.

Si en sus novelas la narración construía un entramado de voces que tensionaba la estabilidad del relato, en esta obra esa inestabilidad se traslada a la escena. Desde el inicio, la puesta en juego de los personajes y los espacios introduce una oscilación constante entre lo que se dice y lo que se sugiere, entre lo que se recuerda y lo que se reinventa.

CRUCE DE GENEROS

En el casco de una estancia, en algún punto de la llanura pampeana, un grupo de personajes queda atrapado en un espacio que se torna incierto. La irrupción de dos figuras ajenas -una pareja en fuga- desencadena una serie de desplazamientos en los que el tiempo, la identidad y el deseo se desdibujan. No hay certezas en ‘Bajo un manto de estrellas’, sólo ecos y proyecciones. A medida que avanza la obra, los roles se superponen, los recuerdos se transforman en suposiciones y lo real se enrarece en un entramado que oscila entre el melodrama, la comedia y el policial negro. Como en toda la obra de Puig, la estructura se edifica sobre una tensión entre lo popular y lo experimental, entre la convención y su desarticulación.

La puesta de Alejandro Vizzotti recoge esta oscilación y la amplifica en escena con un dispositivo formal que enfatiza el artificio sin por ello perder la potencia dramática. Desde los primeros minutos, la reconstrucción de época parece consolidar un universo reconocible: un tocadiscos-mueble, un florero, sillones bordó dispuestos con simetría. Son detalles que crean un efecto de realidad, según la fórmula del semiólogo francés Roland Barthes: no cumplen una función narrativa en sí mismos pero crean la ilusión de lo real. No son meros accesorios sino señales de un tiempo y una atmósfera que fijan la percepción del espectador en un registro determinado: estamos en los años cincuenta, en un espacio cerrado donde las apariencias y los objetos construyen una estabilidad frágil.

Pero este realismo se ve pronto tensionado por el ritmo de la puesta. La relación entre palabra y movimiento no busca naturalismo sino estilización, es decir, una construcción deliberada que subraya el artificio y transforma cada gesto y cada línea en parte de una composición coreografiada. El uso castizo del español -con sus y vosotros- introduce un tono de extranjería que, lejos de instalar un costumbrismo rígido, subraya el carácter construido del habla. No se trata de reproducir una oralidad espontánea sino de diseñar una musicalidad verbal que segmenta la elocución y la convierte en un procedimiento rítmico. Los actores no buscan la transparencia sino la modulación precisa que vuelve el texto un material sonoro encantador.

CINE CLASICO

Junto con el lenguaje, los desplazamientos de los actores no son meros cambios de posición en escena sino movimientos coreografiados que evocan la gestualidad del cine clásico de Hollywood. La puesta parece enmarcarse en planos donde los cuerpos se desplazan con la cadencia de los grandes melodramas, como si cada escena buscara encapsularse en una imagen pregnante, en un encuadre deliberado. En un teatro de palabra densa, donde el riesgo de perder al espectador es alto, esta construcción rítmica actúa como un principio de orden. Permite que el texto conserve su claridad sin diluir su complejidad y, al mismo tiempo, mantiene su impacto. Lo que podría volverse hermético se despliega con nitidez, no por una simplificación del material sino por el ajuste preciso entre cuerpo, voz y espacio, logrando que cada elemento forme parte de una organicidad escénica coherente.

Esta estilización, lejos de operar como un simple homenaje, articula una lectura de Puig. En su literatura, la cultura de masas no es sólo un tema sino un procedimiento estructural. El melodrama, la radionovela y la novela sentimental son dispositivos narrativos que organizan la percepción del mundo. Puig expone su lógica interna. La puesta de Vizzotti asume esta operación y la refuerza, proponiendo un teatro que no busca la mímesis sino la representación de un artificio.

LO QUE PARECE

Hasta aquí, la propuesta de la puesta se sostiene sobre una dialéctica entre el realismo y la estilización, entre la reconstrucción de época y la teatralidad manifiesta, y este juego amplifica la inestabilidad del relato. En ‘Bajo un manto de estrellas’, nada es lo que parece. Los personajes se observan unos a otros como si proyectaran en el otro una imagen que no les pertenece. La Hija ve en el Visitante a su exnovio Antonio, la Dueña de casa lo confunde con un amante muerto, la Visitante se proclama madre de la Hija. No hay identidades fijas, sólo máscaras que se alternan en un juego de espejos donde la referencia siempre se desliza.

A medida que avanza la obra, también el tiempo se vuelve un territorio inestable. Los personajes se mueven en una simultaneidad donde el pasado no se narra sino que irrumpe, y el presente no se desarrolla sino que se pliega sobre sí mismo. Vizzotti no construye una cronología progresiva, sino un tejido de escenas en el que los recuerdos se materializan en la acción sin previo aviso. No hay un relato que ordene los hechos en una secuencia, sino una serie de irrupciones donde la memoria y la percepción se confunden, reforzando la sensación de que en esta casa nada está fijado, ni las relaciones, ni los cuerpos, ni la historia que se cuenta.

La iluminación y la puesta en cuadro de los personajes operan en función de esta lógica: el espacio no cambia, pero el sentido de lo que ocurre en él se reconfigura constantemente según quién habla, quién escucha y desde qué tiempo lo hace. Esta desestabilización se potencia con un recurso clave: el cruce de géneros. En ‘Bajo un manto de estrellas’, el melodrama no es un tono sino un lenguaje. La estructura sentimental -las grandes pasiones, las revelaciones súbitas, los gestos intensificados- se instala para luego desmoronarse en el absurdo o en la crueldad. La comedia se filtra en la tragedia, el policial negro desborda en farsa, el realismo se despliega sólo para exhibir su fragilidad. Vizzotti no busca un equilibrio entre estos registros sino que los enfrenta para generar fricción.

En un momento, la escena parece un drama familiar contenido, con diálogos pausados y silencios que cargan de tensión el vínculo entre los personajes. En el siguiente, el tempo se acelera, las voces se elevan y el tono se desplaza hacia lo paródico. No es una obra con momentos de comedia y momentos de tragedia, sino un dispositivo en el que cada escena contiene la posibilidad de desbordar en otra cosa, de virar de lo patético a lo grotesco, de lo emotivo a lo absurdo. Esta hibridez es un rasgo estilístico y también un procedimiento que Puig heredó de la cultura de masas. En su narrativa y en su teatro, el melodrama, el folletín y el cine clásico son estructuras que funcionan como modelos para la experiencia emocional de los personajes y, a la vez, como materiales que se desarman y se exponen en su artificio. Aquí se trabaja con esta ambivalencia y se refuerza en escena, proponiendo un juego de homenaje y parodia en el que la emoción y la distancia crítica coexisten en un mismo gesto.

La música evoca los grandes clásicos del cine de Hollywood, con orquestaciones que remiten a las partituras de los melodramas de los años cuarenta y cincuenta. Este tratamiento del sonido refuerza la lógica de la puesta: nada es del todo lo que parece. Así como los personajes intercambian identidades, los géneros se cruzan y el tiempo se pliega sobre sí mismo, la música acompaña este desplazamiento constante, instalando también la ironía.

CIRCULARIDAD

Hacia el final, la obra no ofrece una resolución sino una acumulación de tensiones que no terminan de estallar. Los personajes no alcanzan una verdad sobre sí mismos, sino que quedan atrapados en un juego de repeticiones y desplazamientos, en una circularidad que anula cualquier idea de cierre. Esta estructura se inscribe en una tradición que Puig radicalizó en su literatura: la narración de fragmentos, de voces múltiples, de tiempos desajustados.

 

Calificación: Muy buena

Diego Di Vincenzo