Impresiones de Nuremberg (segunda parte)
Por Victoria Ocampo
Normandía, Francia
(Miércoles 2° de Octubre de 1946)
EN LA SALA DE AUDIENCIA:
LOS CRIMINALES DE GUERRA
Ocupábamos lo que corresponde, en las salas de espectáculo, a plateas superpullman. No hay muchas filas -mi asiento está en la segunda- y esas filas no son largas. Están escalonadas. Pocos visitantes en esta sesión.
Ya están allí los acusados, sentados en dos largos bancos a mi izquierda, y rodeados por la policía norteamericana. Ante mí, en el fondo de la sala, Jodl está sentado ya, entre dos soldados norteamericanos. A su derecha, el apretado ejército de los traductores aguarda también, charlando.
A la izquierda el lugar de los jueces, frente al de los inculpados, permanece vacío. En el centro, frente a Jodl, el del abogado de la defensa o de la acusación, también vacío. Debajo de nosotros deben hallarse los periodistas. Mi mirada, una vez que ha recorrido la sala y aprendido su geografía, no puede despegarse de los veintiún criminales de guerra. Un oficial, inglés, con el pecho adornado con buen número de cintas, me presta amablemente sus prismáticos. Por primera vez en la vida, mis ojos tocan esos célebres rostros alemanes en carne y hueso.
Pero siempre vuelven a los cuatro primeros, sentados en el extremo del banco que queda de mi lado: Goering, Hess, Keitel, Ribbentrop. Sobre todo el primero: Diría "Herman", casi sin alzar la voz, y él me oiría. Pálido, sin rastros de agitación, con un uniforme que corresponde a una pasada corpulencia y privado de los habituales esplendores, descubro ironía en su rostro y en su actitud. Es el primero de todos en el banco y se apoya en el ángulo que forman las dos maderas, no en el respaldo (no cambió de postura durante los días en que seguí el proceso), volviendo casi siempre su perfil hacia nosotros como para ver mejor al acusado a quien interrogan. Uno de sus brazos descansa, se extiende en toda su longitud sobre el respaldo del banco y desaparece detrás de Hess, invade a Hess. El otro, un poco doblado, sobrepasa, con el ángulo del codo, la barrera de madera que rodea el banco. Lo sobrepasa del lado en que, a unos centímetros, permanece inmóvil el cuerpo sólido, indiferente, de un joven norteamericano. Veo de espaldas ese gran cuerpo de anchos hombros, de caderas estrechas, ceñido elegantemente por el uniforme kaqui. El casco, el cin-turón, las polainas, ponen una nota de refrescante blancura en los tonos sombríos de la sala. Restos de nieve sobre un triste valle. El soldado se mantiene erguido, un poco apartadas las piernas, los brazos a la espalda, las manos aferradas a su corto bastón blanco como un equilibrista a su trapecio. Toda su actitud parece decir a alguien, a algo: "Detente". Pero no se ven armas. El uniforme discreto reducido al mínimo. A pocos centímetros del codo invasor de Goering, esta joven presencia muda, tiene algo de solemne y simbólico.
DOS PERSONAJES DEL DRAMA
Ahí está el poderoso, temible, temido, duro, feroz, lujoso mariscal, nazi, vigilado por una especie de gran adolescente armado de un bastoncito blanco. Todavía ayer este adolescente jugaba en las praderas de Texas o en las orillas del Potomac. Corría por el césped entre las ardillas de Central Park, hundía los pies desnudos en las arenas que lame el Pacífico. Se disfrazaba de piel roja, quizá. Ahora lo han obligado a disfrazarse de soldado y ha tomado su papel en serio. Los alemanes creían que era un soldado en broma. Ahí está el soldado en broma, ante las narices de Goering. Si el inculpado, en vez de mantener el brazo derecho doblado, lo estirara, su mano encontraría la pared viviente de un pecho: esa América desdeñada. ¡Qué humillación! El mariscal ya no extenderá el brazo de ese lado.
No necesito cambiar la posición de los prismáticos para ver a esos dos personajes del drama: uno, cuyo nombre ha llenado los periódicos, el mundo y ensombrecido tantas vidas; el otro, anónimo. Ocupan muy poco espacio. El uno eclipsa en ciertos momentos, parcialmente, al otro. Si muevo un poco los prismáticos, pierdo el uniforme norteamericano y la mitad de Goering y encuentro a Hess. Me recuerda los monitos que en 'los días de invierno se acurrucan, desamparados, contra los barrotes de su jaula. Tiene los ojos muy juntos. Parece friolento e indiferente, atento a su propia distracción como quien, mirando por la ventana, se aplicara a ver únicamente los pequeños defectos o las manchas del vidrio. Todo "passe entre ses regards sans briser leur absence". Se ha envuelto las piernas en una modesta manta gris. (Una manta gemela cubre las rodillas del suntuoso Goering). Más allá, Keitel, por el contrario, muy despierto, muy alerta, escucha lo que le dicen sus compañeros. Tiene porte militar. Su rostro es duro, descarnado, firme, pero no repugnante. Conserva en su actitud las huellas del oficio y cierta dignidad.
Mirando al lamentable Ribbentrop, me pregunto qué oficio era el suyo. Floreciente, quizá, en el momento del éxito, de nada le sirve en la crisis actual.
Pero llega la orden de hacer silencio en la sala. Todos se ponen de pie. Entran los jueces. El público espera que se hayan sentado para sentarse a su vez, pues tienen veintiuna vidas en sus manos. Debe ser carga pesada. Esas vidas representan toda una doctrina, un régimen, una nación.
EL ESPECTACULO VISUAL
Me pongo el casco para oyentes a fin de escuchar el debate en inglés o en francés cuando hablen los alemanes o los rusos. Casi todos hacen otro tanto, lo que da a la asamblea el desconcertante aspecto de gentes de oficina atentas a la servidumbre de una central telefónica. Jodl tiene también puesto el casco. Está erguido en su silla, con su uniforme verdoso, su rostro delgado de una palidez también verdosa. Se pregunta uno sí sufre el reflejo o sí es su color natural. La punta de su nariz aguda tiende al rosa subido, nariz de resfriado. Es el único punto vivo de un rostro que estaría muy en su lugar en el Museo Grevin. Pero cuando Jodl empieza a hablar, a moverse, sin perder su rigidez, me sorprende su parecido con alguien. ¿Con quién? No se me ocurre en el primer momento.
De pronto, un ademán del jefe nazi para asegurarse en la cabeza el casco, desplazado por el huracán del interrogatorio, hace surgir en mí, nítida, otra imagen: ¡Laurel! El ademán de Jodl resulta cómico porque evoca, en un momento de gran dramatismo (¿ignoraba o no ignoraba -se le pregunta- los crímenes cometidos en tal fecha?), el de las telefonistas. Sí, ¡Laurel! Tenía yo el nombre en la punta de la lengua desde hacía unos minutos. Laurel, el flaco. Casi estoy esperando verle rascarse la coronilla en un ademán de clásica perplejidad. ¡No! Ahí se lleva otra vez la mano al casco, se lo quita y lo coloca sobre la mesa. Con un leve y terco movimiento de la cabeza parece decir, a la manera de Laurel provocando a Hardy: "voy a hacer las cosas a mi modo, ¡y basta!" Ninguna sonora bofetada lo llama al orden y nadie tiene ganas de reír. El se calla. Luego declara que la traducción es tan mala que no comprende o no oye bien.
Escucho estos alegatos, estas preguntas, estas respuestas como si eso -lo advierto perfectamente- no fuera lo más importante. El espectáculo impresiona casi más a mis ojos que a mis oídos. En esta ópera, los oídos tienen casi menos importancia que los ojos. Lo que se dice en esta sala, ya podrán comunicármelo los diarios, repetírmelo los amigos. Pero nunca podrán trasmitirme lo que mis propios ojos recogen en los rostros, en los gestos, en las actitudes. Y mis oídos son más ávidos de inflexiones de voz que de palabras. Por eso me cuesta escuchar el doblaje del traductor en vez de las palabras alemanas o rusas que, por desgracia, no comprendo. Las voces y las entonaciones ¡son tan inseparables de los rostros! En Nuremberg, como en todas partes, el "film" doblado mata algo esencial.
De nuevo pienso en la ópera. Estoy aquí un poco como cuando me llevaban, de niña, a oír esta clase de música. Las personas mayores, deseosas de satisfacer mis apetitos de melómana, sólo se informaban vagamente de lo que pasaba en la escena, juzgándo que si Wágner o Mozart eran buenos para mis jóvenes oídos, los libretos de "Don Juan" o de "Tristán" podían ser perniciosos para mi alma. Esta vez nadie me prohibe estudiar el libreto a mi antojo: principios y dificultades jurídicas, leyes internacionales, problemas múltiples. Pero lo que me fascina es la melodía, no la letra. Tantas cosas permanecen latentes detrás de las palabras, enmascaradas por ellas.
UN ASUNTO DE HOMBRES
Todo, en esta sala, me prueba que se trata de un asunto que se ventila entre hombres solos. El proceso de Nuremberg se parece a mi Dakota, acondicionado, estrictamente, para el trasporte de tropas. No se ha contado con la presencia femenina en ninguno de los dos casos. Este tribunal, aquel avión no preveían el llevar mujeres a bar-do. Los dos han sido construidos, organizados con la intención de prescindir de ellas.
Las mujeres, por lo visto, no pueden servir en ese deporte masculino cuyas consecuencias padecen.
El "complot" hitlerista ha sido un asunto de hombres. No hay mujeres entre los acusados. ¿Es acaso una razón para que no las haya entre los jueces? ¿No sería, más bien, una razón para que las hubiera? Si los resultados del proceso de Nuremberg van a pesar en el destino de Europa, ¿no es equitativo que las mujeres puedan decir una palabra sobre ello? La guerra ¿les ha sido ahorrada? ¿Se han mostrado compañeras indignas en el momento del peligro? ¿Lo serían en el momento de tornar decisiones que pesarán en el futuro del mundo? Hasta ahora el fracaso de los hombres en materia de represión o prevención de los crímenes de guerra y de la guerra, sencillamente -que es siempre crimen-, ha sido estrepitoso. Preguntar a las mujeres que opinan sobre estas cuestiones, permitirles intervenir en ellas, no comporta ningún peligro y puede ofrecer ventajas insospechadas. Como las burbujas de aire que suben a la superficie cuando el nadador hunde la cabeza en el agua, estas protestas bullían en mí, mientras Jodl, rígido, en el fondo de la sala, respondía a las preguntas que le formulaban. La defensa (los sempitemos argumentos: ignorancia de los crímenes cometidos, obligación de obedecer a sus superiores para bien del Reich) me repugnaba.
Era aceptable en rigor -y en caso de que el personaje no hubiese mentido- para hombres de revólver, bandera, uniforme, trompetas, imperios. Argumentos de guerrero y de conquistador. Pero moral falsa e insostenible para una conciencia que obedece a otros imperativos muy distintos del imperativo del "honor militar". Honor, palabra cuyo plural es temible. Ese plural sólo recompensa a quien lo prefiere: quien lo prefiere se contenta con poco. Por ese poco, sacrifica lo mejor: cambia su derecho de progenitura por un plato de lentejas.
Sí, esta moral a lo Jodl es insostenible me decía yo, saliendo del Palacio de Justicia acompañada por el capitán D. Pero ¿hasta qué punto puede ser vituperada por ciertas personas, o gobiernos, o naciones que obedecen a consignas análogas? ¿Con qué derecho arrojarían la primera piedra?.