JOSE EMILIO BURUCUA REVISA FUENTES, ADHESIONES Y CRITICAS A LA IDEA DE “CIVILIZACION”
Historia de un concepto discutido
El ensayista argentino abordó el tema procurando evitar el “eurocentrismo” pero también un relativismo que podría ser “criminal”. Luces y sombras de un debate muy actual.
Pese a su despliegue erudito y a lo abstracto del tema, el último libro de José Emilio Burucúa no podría tener más actualidad en este contexto de ideología “woke” y enardecido “multiculturalismo”. El historiador argentino se propuso indagar en las fuentes y las interpretaciones cambiantes del concepto de “civilización”, una idea que no siempre tuvo aceptación unívoca y que hoy está en el centro de una disputa de alcance universal.
Aunque puede rastrearse hasta Cicerón, el concepto, recuerda Burucúa (Buenos Aires, 1946), surgió y se consolidó como fruto de la Ilustración europea, en concreto en la Francia que marchaba hacia la Revolución.
Desde el comienzo fue una idea bifronte: el uso del término podía ser descriptivo y neutral, pero también normativo y valorativo. Pronto, además, su empleo pasó a tener significados cambiantes.
Entre Cicerón y el siglo XVIII europeo, pasando por San Agustín y Santo Tomás de Aquino, el concepto de “civilización” designó al orbe cristiano opuesto al paganismo y las sucesivas herejías. A partir de la Ilustración se desdobló: siguió designando a la “civilización” entendida como sinónimo de cristianismo, pero cada vez más pasó a significar una interpretación secular, liberal, materialista y prágmática separada de toda trascendencia religiosa.
Esta segunda variante es la que designa hoy lo que se conoce por “Occidente” en la mirada de sus críticos pero también de la gran mayoría de sus defensores.
EN DISPUTA
El ensayo de Burucúa (Civilización: historia de un concepto, Fondo de Cultura Económica, 752 páginas), registra esa y otras contiendas interpretativas en torno a una palabra que es posible sondear a través del tiempo, las culturas y las geografías.
Su recorrido comienza en la Europa iluminista y desde allí avanza (o retrocede) en un movimiento intelectual que lo lleva desde el centro a las periferias. Pero esta última metáfora puede mover a error. Porque si de algo se cuida el autor es de caer en el “eurocentrismo” o de emitir valoraciones favorables al “Viejo Continente”.
Lo aclara muy al comienzo. Burucúa explica que fue convocado para “escribir un libro acerca del concepto de civilización en el mundo globalizado de hoy...”. Se dejó guiar por un “impulso admirativo hacia lo ajeno o extranjero”, con la voluntad de tomar el concepto de civilización y “convertirlo, modificarlo, transformarlo en una noción capaz de abarcar o dar cuenta de las creaciones culturales de otros horizontes geográficos e históricos distintos del europeo.”
Eligió regirse por una clasificación “fluida” y “con fronteras porosas” que sin embargo prescinde de los tres elementos que le dieron forma al concepto en la era del nítido predominio europeo: el desarrollo tecnológico, la etnicidad y la religión.
Gracias a esas exclusiones convenientes Burucúa pudo estampar esta frase categórica en el prólogo “para lectores del siglo XXI” que abre el libro: “Europa ha de ser, para nosotros, una región más en el mapa de las civilizaciones”.
EL RECORRIDO
Del punto de arranque en Francia la pesquisa conceptual se traslada a Gran Bretaña, Italia, Alemania (donde revisa el clásico dilema entre “civilización” y “cultura” que tantas consecuencias tendría hasta nuestros días) y España, para internarse, ya en nuestro continente, en la presentación sarmientina del concepto.
Sin abusar de las “leyendas negras”, pero tampoco resistiéndose a ellas, Burucúa titula el capítulo XVI del siguiente modo: “Barbarie del proceso civilizador en el caso argentino del siglo XIX”. Aborda allí la “conquista del Desierto” de Roca, episodio que encuentra su eco en la similar expansión que por la misma época emprendió Estados Unidos, no hacia el sur sino hacia el oeste.
“Civilización”, “barbarie” y “genocidio” se dan la mano al analizar el caso de la presencia belga en el Congo, el punto más oscuro en la etapa culminante de la expansión imperial y el colonialismo europeo (fines del siglo XIX y comienzos del XX).
La ambivalencia del término reaparecería en Rusia. Para la mirada ilustrada francesa (por ejemplo, la de un Diderot), aquel era un vasto territorio a civilizar; en cambio un antimoderno como De Maistre lo vería como un freno para los desvaríos “revolucionarios” de Occidente y su “implante de una ‘falsa civilización’”.
A su turno los paneslavistas rusos opondrían su propio esquema civilizador como alternativa al influjo que llegaba del resto de Europa. Esta diferencia tenía fundamentos religiosos: su adhesión a la Iglesia ortodoxa los separaba por igual de católicos y protestantes, a quienes veían ganados por una peligrosa forma de individualismo.
En contraste con China, el Japón del siglo XIX fue el ejemplo de un país que tras numerosos siglos cerrado sobre sí mismo, buscó abrirse y adaptarse a ciertos elementos de la civilización occidental.
El otro gigante asiático, la India, maduró su camino hacia la independencia a partir de la crítica, de tono nacionalista y aliento espiritual, a la “civilización” que aparecía encarnada en el gobierno colonial británico.
Un periplo similar al que desde el siglo XIX atravesó buena parte del mundo árabe, cuyos intelectuales buscaron a la vez imitar y tomar distancia de los modelos civilizatorios llegados desde Europa: los antiguos maestros de Occidente ahora debían aprender de él.
IDEAS Y AUTORES
El método de Burucúa es indirecto. En cada capítulo toma autores representativos del pasado o la actualidad a los que cita buscando ilustrar argumentaciones, variaciones o polémicas en torno al tema de su libro. Una obra fundamental para su perspectiva es El proceso de la civilización, del sociólogo alemán de origen judío Norbert Elias (1897-1990).
Es asombroso y variopinto el elenco de pensadores convocado, sin que -en general- el cotejo de ideas apabulle al lector. Un trayecto que se remonta a la Antigüedad clásica y llega hasta los últimos años: San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Ibn Jaldún, Dante, Maquiavelo, Defoe, Condorcet, Coleridge, Guizot, John Stuart Mill (en párrafos de notable agudeza dentro del ámbito liberal), Marx, Sarmiento, Tolstoi, Dostoievsky, Nietzsche, Burckhardt, Gandhi, Tagore, Spengler, Alfred Weber (hermano del más famoso Max Weber), Durkheim, Freud, Karl Kraus, Thomas Mann, Marcuse, Keynes, Croce, Frantz Fanon, Simone Weil, María Zambrano, Hannah Arendt, Arnold Toynbee, Lewis Mumford, Lévi-Strauss, Fernand Braudel, Paul Ricoeur, Helio Jaguaribe, Darcy Ribeiro, Samuel Huntington (al que detesta y menosprecia), Kenneth Clark, John Berger, Natalio Botana y los nombres podrían seguir.
Alérgico al “eurocentrismo”, Burucúa quiere eludir también “la adhesión a un relativismo que, de tan ingenuo, resulta ser criminal”. Ubicado en ese inestable terreno intermedio, no pretende postular una definición propia de lo que debería entenderse por “civilización”, aunque se atiene a cinco “notas esenciales” que a su juicio y el de sus mentores caracterizaron (y caracterizan) a la vida civilizada: curialización de los guerreros, cultivo de flores y gastronomía, poesía lírica, ejercicios de traducción y administración de la piedad.
Hacia el final incluso admite, citando a intelectuales contemporáneos como Sanjay Subrahmanyam, errores u omisiones que ese historiador indio atribuye a la “ola postmodernista en ciencias sociales”. Una de esas lagunas, apunta Burucúa, fue no haber advertido “que el concepto de la supremacía necesaria de una civilización fue ampliamente compartido por varias de ellas, antes de que la Ilustración europea lo encapsulara en su propio modelo con el éxito de dos siglos largos de vigencia que le conocemos”.
Esa misma “ola postmodernista” fue la que fomentó el auge de los movimientos identitarios y su versión extrema encarnada por estos días en la ideología “woke”, que hace estragos en unos Estados Unidos al borde de la guerra civil.
Ocurre que entre los muchos críticos de la civilización “occidental y cristiana” (y Burucúa es uno de ellos), fueron asomando contradicciones flagrantes según pasaban los decenios. Para expiar los crímenes colonialistas llegaron a proponer la completa reescritura de la historia al extremo de cancelar de un plumazo y con carácter retroactivo la cultura de los “blancos”. El “supremacismo” europeo debería reemplazarse por un “supremacismo” tercermundista no menos excluyente. Más cerca en el tiempo, las campañas en favor de una supuesta igualdad de género y el ecologismo catastrofista también han venido agregando sus ingredientes a ese caldero.
Académico respetado de relevancia internacional, además de hombre erudito y en general mesurado, el profesor Burucúa se esfuerza en su libro por no se acercarse a esos abismos, aunque camina por la senda que conduce hacia ellos.