Opinión
Había una vez… un pueblo que esperaba la Navidad
- El 8 de diciembre, Día de la Inmaculada, armamos en casa el pesebre, ¿quién nos ayuda?
-¡Yo! – dijeron todos los nietos. Y ahí la idea no me gustó tanto, ¡ja! Me imaginaba las cabecitas de los Reyes Magos rodando por el piso como en la Revolución francesa…
- Pero antes les voy a contar la historia sobre cómo nacieron los pesebres hace más de 800 años.
La idea se la debemos a San Francisco de Asís. Un gran amigo suyo, Giovanni de nombre, venía insistiéndole en que fuera a su pueblo a predicarles. San Francisco le escribió: “Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno”.
Cuando se le ocurrió esta idea, lo principal debe haber sido eso: “quiero contemplar”, “quiero ver con mis ojos el milagro más grande de todos los tiempos, y al mismo tiempo el más sencillo”. Su amigo Giovanni, un hombre rico y noble, le había preparado un lugar especial cerca del pueblo. Una gruta, el mejor buey que consiguió, un burro que parecía sabio y, sobre todo: un altar. Todavía existe esa gruta y, en ese lugar hay una iglesia lindísima que recuerda el hecho. Al llegar el día de Nochebuena se reunió allí la gente de las comarcas vecinas y muchísimos frailes franciscanos. Yo creo que estaban todos: la Virgen María, San José, los magos y los pastores. Aunque seguramente se escondieron para no distraer a la gente que iba a ver al Niño Dios. ¡Quién no iba a querer festejar Navidad con ellos! El lugar no era parecido a Belén, pero el ambiente era el mismo: santa sencillez y expectativas del gran Milagro.
Por supuesto que todo se centró en la Misa que allí se celebró. Francisco no era sacerdote (nunca quiso serlo), era diácono y predicó. Dicen que nunca, nunca, se oyó predicar sobre el ‘Niño de Bethleem’ como esa noche. Francisco “veía” el Misterio y emocionaba a todos con sus palabras. Pueden imaginarse la escena: limpia noche, fresca, iluminada por antorchas… La gente, sorprendida, veía “en carne y hueso” la escena central de la Historia universal. Ni más, ni menos. Esa noche nuestro santo habló sobre cómo van siempre unidos los Misterios del Nacimiento y de la Cruz. Y todo se hizo luz cuando el sacerdote que celebraba levantó el Pan Consagrado: allí pudieron ver al Dios viviente. ¡Y celebraron en serio!
Francisco escribió una oración Navideña, larga y llena de ecos bíblicos, que desde entonces reza toda la familia franciscana: “Éste es el día que hizo el Señor, alegrémonos en Él, porque un Santísimo Niño amado se nos ha dado, nació por nosotros de camino y fue puesto en un pesebre, porque no tenía lugar en la posada…”.
A veces me imagino como sufriría Francisco viendo cómo se celebramos la Navidad en nuestros días. El principal ausente es el homenajeado. Se llenan las vidrieras de adornitos rojos y verdes, por las calles deambula algún exótico “Papanuel” para vendernos algo. Y lo miramos con tristeza, porque detrás de su sucia barba postiza y su frente transpirada está “la nada”, “el vacío” de un mundo que perdió el sentido. Si afinamos el oído, desde Oriente nos llega el ruido de las bombas que matan por decenas de miles y no el canto de los ángeles que dicen: “Gloria a Dios en las alturas”. Aquí, en nuestras “bajuras” ya nos olvidamos de Él. Y convertimos la Navidad en una caricatura cruel de lo que es y será en Verdad. Una Navidad sin pesebres, sin Cristo, sin alegría sincera…
- Por eso este año, tenemos que armar un pesebre especial. ¡Como el de San Francisco!- los exhorté con toda la épica que pude en medio de la melancolía que me despierta esta realidad. Deus lo vult!, me faltó decir.
- ¿Vas a traer un buey y un burro de verdad? – me dijo la nieta mayor. Y les confieso que creo que otra vez me estaba jorobando…
- No, esta vez no ponemos burros, porque por culpa de ellos estamos como estamos – les contesté bromeando (y en serio), pero me saltaron al cuello en defensa del “Equus africanus asinus”. ¡Y tenían razón! Son unos de los animales más entrañables. Jesús amaba a los burros…
- ¡Vivan los burros! – gritaban trepándoseme encima…
- Sí, está bien, ¡vivan los burros! Pero los “de verdad”. ¡Cuidado con los “hombres burros”! O peor: ¡con los que se hacen los burros! ¡A esos me los mantienen a raya y lo más lejos posible! Hoy son la verdadera “pandemia”.
-¡Yo! – dijeron todos los nietos. Y ahí la idea no me gustó tanto, ¡ja! Me imaginaba las cabecitas de los Reyes Magos rodando por el piso como en la Revolución francesa…
- Pero antes les voy a contar la historia sobre cómo nacieron los pesebres hace más de 800 años.
La idea se la debemos a San Francisco de Asís. Un gran amigo suyo, Giovanni de nombre, venía insistiéndole en que fuera a su pueblo a predicarles. San Francisco le escribió: “Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno”.
Cuando se le ocurrió esta idea, lo principal debe haber sido eso: “quiero contemplar”, “quiero ver con mis ojos el milagro más grande de todos los tiempos, y al mismo tiempo el más sencillo”. Su amigo Giovanni, un hombre rico y noble, le había preparado un lugar especial cerca del pueblo. Una gruta, el mejor buey que consiguió, un burro que parecía sabio y, sobre todo: un altar. Todavía existe esa gruta y, en ese lugar hay una iglesia lindísima que recuerda el hecho. Al llegar el día de Nochebuena se reunió allí la gente de las comarcas vecinas y muchísimos frailes franciscanos. Yo creo que estaban todos: la Virgen María, San José, los magos y los pastores. Aunque seguramente se escondieron para no distraer a la gente que iba a ver al Niño Dios. ¡Quién no iba a querer festejar Navidad con ellos! El lugar no era parecido a Belén, pero el ambiente era el mismo: santa sencillez y expectativas del gran Milagro.
Por supuesto que todo se centró en la Misa que allí se celebró. Francisco no era sacerdote (nunca quiso serlo), era diácono y predicó. Dicen que nunca, nunca, se oyó predicar sobre el ‘Niño de Bethleem’ como esa noche. Francisco “veía” el Misterio y emocionaba a todos con sus palabras. Pueden imaginarse la escena: limpia noche, fresca, iluminada por antorchas… La gente, sorprendida, veía “en carne y hueso” la escena central de la Historia universal. Ni más, ni menos. Esa noche nuestro santo habló sobre cómo van siempre unidos los Misterios del Nacimiento y de la Cruz. Y todo se hizo luz cuando el sacerdote que celebraba levantó el Pan Consagrado: allí pudieron ver al Dios viviente. ¡Y celebraron en serio!
Francisco escribió una oración Navideña, larga y llena de ecos bíblicos, que desde entonces reza toda la familia franciscana: “Éste es el día que hizo el Señor, alegrémonos en Él, porque un Santísimo Niño amado se nos ha dado, nació por nosotros de camino y fue puesto en un pesebre, porque no tenía lugar en la posada…”.
A veces me imagino como sufriría Francisco viendo cómo se celebramos la Navidad en nuestros días. El principal ausente es el homenajeado. Se llenan las vidrieras de adornitos rojos y verdes, por las calles deambula algún exótico “Papanuel” para vendernos algo. Y lo miramos con tristeza, porque detrás de su sucia barba postiza y su frente transpirada está “la nada”, “el vacío” de un mundo que perdió el sentido. Si afinamos el oído, desde Oriente nos llega el ruido de las bombas que matan por decenas de miles y no el canto de los ángeles que dicen: “Gloria a Dios en las alturas”. Aquí, en nuestras “bajuras” ya nos olvidamos de Él. Y convertimos la Navidad en una caricatura cruel de lo que es y será en Verdad. Una Navidad sin pesebres, sin Cristo, sin alegría sincera…
- Por eso este año, tenemos que armar un pesebre especial. ¡Como el de San Francisco!- los exhorté con toda la épica que pude en medio de la melancolía que me despierta esta realidad. Deus lo vult!, me faltó decir.
- ¿Vas a traer un buey y un burro de verdad? – me dijo la nieta mayor. Y les confieso que creo que otra vez me estaba jorobando…
- No, esta vez no ponemos burros, porque por culpa de ellos estamos como estamos – les contesté bromeando (y en serio), pero me saltaron al cuello en defensa del “Equus africanus asinus”. ¡Y tenían razón! Son unos de los animales más entrañables. Jesús amaba a los burros…
- ¡Vivan los burros! – gritaban trepándoseme encima…
- Sí, está bien, ¡vivan los burros! Pero los “de verdad”. ¡Cuidado con los “hombres burros”! O peor: ¡con los que se hacen los burros! ¡A esos me los mantienen a raya y lo más lejos posible! Hoy son la verdadera “pandemia”.