Opinión
Había una vez… un gaucho corajudo
Hoy nos vamos a la tierra del General Martín Miguel de Güemes. El gran Leopoldo Lugones, cuenta esta historia en su libro ‘La guerra gaucha’.
-¿Podemos leerlo abuelo?, preguntó el gran lector.
-Algún día… Lugones a veces escribía demasiado complicado… Amaba a su patria como pocos, eso sí. ¿Cómo se llama ese amor?
-¡Patriotismo!, contestaron los chicos. Y me alegraron el día.
-Esta es la historia de un gaucho valiente, y aunque no conocemos su nombre, tendría que tener un monumento allá en su Salta… pero bueno, lo tiene en estas páginas. Se acuerdan que San Martín le había encargado a Güemes que cuidase la frontera. Y si pudo cumplir la orden fue porque estaba rodeado de gente fiel: sus gauchos. Enfrentaban a un ejército más numeroso y mejor armado. Nuestra historia es un pequeño capítulo de esa epopeya.
Es noche oscura. Se oye el ruido de un campamento enemigo. Lugones lo cuenta así (yo se los simplifico un poco): “Un soplo de viento animó a los patriotas. Se pusieron de acuerdo con silbidos que imitaban a los pájaros nocturnos. Cinco sombras se escurrieron hacia el campamento enemigo. El fuego era un buen aliado para atacarlos sin armas... A toda la furia de sus caballos, arremetieron sobre los godos, palmeándose la boca; alto el rebenque, cargaron sobre las mulas que huyeron espantadas entre los gritos y el fuego”.
“¡A despertar!”, gritaban los godos mientras un clarín trataba de darles órdenes con desesperación. Una gran explosión marcó el pequeño triunfo del gauchaje. Era la carreta con la pólvora. En medio del fuego los españoles vieron a un jinete que atravesó la humareda y se perdió en la distancia aullando. Ahora lo divisaban. “Sable en mano, un jinete, uno solo, atacó… Muchos calaron bayoneta; pero enceguecidos todavía, no evitaron la carga. El temerario cruzó entre sablazos y aullidos”. Una exclamación… Un silencio… Otro galope. Y apareció otra vez. Se avalanzó sobre las bayonetas. Hirieron a su caballo, pero él salió ileso ante los soldados asombrados; corrió hacia el cerco gambeteando los tiros que lo acosaban, y esperó…
Los realistas atropellaron con sus espadas; treinta contra uno. Él se defendía. No podían dispararle. Descargaban contra el pobre gaucho todo el enojo que les despertaba el haber perdido sus cabalgaduras, ¡su pólvora! Ya no se le veía la cara: todo era sangre y heridas. Volvió a intentar defenderse. Ya no lo dejaron: con la culata de un fusil golpearon su cabeza... En ese momento, alguien ordenó desde la sombra: “¡No le maten!”.
Bajo unos árboles, el coronel rodeado de sus oficiales observaba al herido… El gaucho, sentado en una piedra, se desangraba. Estaba desnudo de la cintura arriba. Les ahorro la descripción de sus heridas que hace Lugones…
-Sí papá… por favor…, dijo una de mis hijas que estaba colada escuchando. Los nietos la miraron mal, reprochándoselo.
-Sin médico ni recursos, no podían socorrerlo. Eran enemigos, pero cristianos: a los heridos una vez terminado el combate, se los cura. Ya era tarde… y entre los godos surgió una gran compasión. Pasada la rabia lo admiraban en silencio, como rindiendo honor a la muerte heroica que estaba por conquistar. Uno solo, vencido, pero vencedor. El jefe, entristecido, reflexionó ante el moribundo: “No saben lo que hacen. Entronizan caudillos que los roban y los indisponen con la autoridad, y luego se matan unos a otros…”.
El gaucho escupió sangre y le preguntó con sus últimas fuerzas: “Coronel, ¿a qué hora me manda fusilar?”.
El jefe le preguntó: “¿Cuántos erais?”
-Cinco. Vea, iba para mi rancho y vi sus huellas. Por acá andan le dije a mi flete. Me topé con cuatro amigos y me acompañaron. Cerró la noche. Nada se veía. Creímos que serían unos diez... Y cuando vimos que eran unos más, ya no me quise volver...
-“Unos más”, sumaban ciento y tantos; pero la aritmética del hombre concluía en sus pulgares.
-¡Me entraron ganas de pelear!... Ustedes vayansé con las mulas, les dije a los otros. Me quedo para contarles. Me saqué la camisa y la guardé. Así somos los pobres, coronel, el cuero sana; pero la ropa no... Esperamos... les metimos fuego a esos campos... Y acabe usted el cuento, coronel…, le chantó al jefe en la cara su risa empapada en sangre.
-Entonces, ¿tú solo...?
-Solito, coronel.
-¡No mientas!
El jefe, casi en secreto, y sin advertir que ya no lo tuteaba, le reprochó: “¿Qué sabe usted de patria…?”
El herido lo miró en silencio. Con sus últimas fuerzas tendió el brazo hacia el horizonte, y, bajo su dedo, quedaron las montañas, los campos, los ríos, el país que la montonera atrincheraba con sus pechos, el mar, tal vez un trozo de noche... El dedo se levantó en seguida, apuntó a las alturas, permaneció así, recto bajo una estrella...
Debajo estaba todo: su rancho, sus abuelos, sus padres, sus hijos… los nietos que ya nunca conocería, el futuro de su gente… Y el silencio de una noche oscura, iluminada apenas por los restos de un fuego inextinguible. En ese momento uno de los oficiales se aproximó suavemente y dijo en voz baja: “Parece que ha muerto, mi coronel”.
Y se quedaron pensando y contemplando una victoria que se les escapaba para siempre…
-¿Podemos leerlo abuelo?, preguntó el gran lector.
-Algún día… Lugones a veces escribía demasiado complicado… Amaba a su patria como pocos, eso sí. ¿Cómo se llama ese amor?
-¡Patriotismo!, contestaron los chicos. Y me alegraron el día.
-Esta es la historia de un gaucho valiente, y aunque no conocemos su nombre, tendría que tener un monumento allá en su Salta… pero bueno, lo tiene en estas páginas. Se acuerdan que San Martín le había encargado a Güemes que cuidase la frontera. Y si pudo cumplir la orden fue porque estaba rodeado de gente fiel: sus gauchos. Enfrentaban a un ejército más numeroso y mejor armado. Nuestra historia es un pequeño capítulo de esa epopeya.
Es noche oscura. Se oye el ruido de un campamento enemigo. Lugones lo cuenta así (yo se los simplifico un poco): “Un soplo de viento animó a los patriotas. Se pusieron de acuerdo con silbidos que imitaban a los pájaros nocturnos. Cinco sombras se escurrieron hacia el campamento enemigo. El fuego era un buen aliado para atacarlos sin armas... A toda la furia de sus caballos, arremetieron sobre los godos, palmeándose la boca; alto el rebenque, cargaron sobre las mulas que huyeron espantadas entre los gritos y el fuego”.
“¡A despertar!”, gritaban los godos mientras un clarín trataba de darles órdenes con desesperación. Una gran explosión marcó el pequeño triunfo del gauchaje. Era la carreta con la pólvora. En medio del fuego los españoles vieron a un jinete que atravesó la humareda y se perdió en la distancia aullando. Ahora lo divisaban. “Sable en mano, un jinete, uno solo, atacó… Muchos calaron bayoneta; pero enceguecidos todavía, no evitaron la carga. El temerario cruzó entre sablazos y aullidos”. Una exclamación… Un silencio… Otro galope. Y apareció otra vez. Se avalanzó sobre las bayonetas. Hirieron a su caballo, pero él salió ileso ante los soldados asombrados; corrió hacia el cerco gambeteando los tiros que lo acosaban, y esperó…
Los realistas atropellaron con sus espadas; treinta contra uno. Él se defendía. No podían dispararle. Descargaban contra el pobre gaucho todo el enojo que les despertaba el haber perdido sus cabalgaduras, ¡su pólvora! Ya no se le veía la cara: todo era sangre y heridas. Volvió a intentar defenderse. Ya no lo dejaron: con la culata de un fusil golpearon su cabeza... En ese momento, alguien ordenó desde la sombra: “¡No le maten!”.
Bajo unos árboles, el coronel rodeado de sus oficiales observaba al herido… El gaucho, sentado en una piedra, se desangraba. Estaba desnudo de la cintura arriba. Les ahorro la descripción de sus heridas que hace Lugones…
-Sí papá… por favor…, dijo una de mis hijas que estaba colada escuchando. Los nietos la miraron mal, reprochándoselo.
-Sin médico ni recursos, no podían socorrerlo. Eran enemigos, pero cristianos: a los heridos una vez terminado el combate, se los cura. Ya era tarde… y entre los godos surgió una gran compasión. Pasada la rabia lo admiraban en silencio, como rindiendo honor a la muerte heroica que estaba por conquistar. Uno solo, vencido, pero vencedor. El jefe, entristecido, reflexionó ante el moribundo: “No saben lo que hacen. Entronizan caudillos que los roban y los indisponen con la autoridad, y luego se matan unos a otros…”.
El gaucho escupió sangre y le preguntó con sus últimas fuerzas: “Coronel, ¿a qué hora me manda fusilar?”.
El jefe le preguntó: “¿Cuántos erais?”
-Cinco. Vea, iba para mi rancho y vi sus huellas. Por acá andan le dije a mi flete. Me topé con cuatro amigos y me acompañaron. Cerró la noche. Nada se veía. Creímos que serían unos diez... Y cuando vimos que eran unos más, ya no me quise volver...
-“Unos más”, sumaban ciento y tantos; pero la aritmética del hombre concluía en sus pulgares.
-¡Me entraron ganas de pelear!... Ustedes vayansé con las mulas, les dije a los otros. Me quedo para contarles. Me saqué la camisa y la guardé. Así somos los pobres, coronel, el cuero sana; pero la ropa no... Esperamos... les metimos fuego a esos campos... Y acabe usted el cuento, coronel…, le chantó al jefe en la cara su risa empapada en sangre.
-Entonces, ¿tú solo...?
-Solito, coronel.
-¡No mientas!
El jefe, casi en secreto, y sin advertir que ya no lo tuteaba, le reprochó: “¿Qué sabe usted de patria…?”
El herido lo miró en silencio. Con sus últimas fuerzas tendió el brazo hacia el horizonte, y, bajo su dedo, quedaron las montañas, los campos, los ríos, el país que la montonera atrincheraba con sus pechos, el mar, tal vez un trozo de noche... El dedo se levantó en seguida, apuntó a las alturas, permaneció así, recto bajo una estrella...
Debajo estaba todo: su rancho, sus abuelos, sus padres, sus hijos… los nietos que ya nunca conocería, el futuro de su gente… Y el silencio de una noche oscura, iluminada apenas por los restos de un fuego inextinguible. En ese momento uno de los oficiales se aproximó suavemente y dijo en voz baja: “Parece que ha muerto, mi coronel”.
Y se quedaron pensando y contemplando una victoria que se les escapaba para siempre…