Entonces empezamos a buscar razones obsesivamente, porque ese “abandono” sorpresivo nos remitirá seguro a alguno más inconsciente, antiguo y primordial. Y no sabemos si pedir disculpas por algo que ni entendemos que hicimos o dijimos pero tampoco contamos con esa opción.
Varias suposiciones rápidas son: me puse en pareja y le dio envidia, o mi nueva amistad con tal persona le provocó celos, o se enteró que voté al candidato que odia y la grieta nos separó, o desea ser el líder de un grupo y siente que yo le hago sombra, o le presté plata y no puede devolvérmela, o se metió en una secta que lo obligó a separarse de sus seres queridos. ¿Sigo? No, solo nos queda monologar frente a nuestro psicólogo sintiendo que hablamos con una pared. Porque tampoco tiene respuestas.
Nada nos consuela cuando alguien querido se piró y desapareció de nuestras vidas sin decir ni mu. Pero mientras nuestra mente se quema dando vueltas como lavadora sin agua ni ropa, atravesando las cinco etapas del duelo (desde la ira hasta la aceptación), de pronto nos acordamos que nosotros alguna vez también hicimos lo mismo. Claro que aunque no lo hayamos comunicado al otro/a, tuvimos presente el porqué. Y de pronto reivindicamos el hecho de desaparecer sin dar explicaciones ni excusas ni ofensas ni llantos. Los americanos lo llaman “ghosting”… y para mí es un acto de cobardía. O al menos de ingratitud.