UNA MIRADA DIFERENTE
Franklyn Theodore Trump
Estados Unidos no puede salvar al mundo, pero puede condenarlo. La incógnita Donald.
Como una orquesta sinfónica desaforada, desafinada y caótica que acaba de incorporar a un director loco y enardecido, le toca en esta coyuntura clave a Donald Trump presidir los destinos de Estados Unidos y por extensión de todo Occidente. Una suerte de charada paradojal de la historia, o del destino.
Pero no es posible analizar las políticas y conductas del nuevo presidente estadounidense sin hacer algunas reflexiones sobre el pasado reciente de su país, que ha decidido en un lapso de un cuarto de siglo cambiar su política internacional, o mejor, su estrategia y posicionamiento geopolíticos.
Para no retrotraerse demasiado, cuando en 2000 George W. Bush, con el lamentable asesoramiento e inspiración de su sobrevaluada secretaria de Estado Condoleezza Rice, declaró que su país dejaría de ser el custodio del Orden Mundial bajo el lema “Estados Unidos ya no será el gendarme del mundo” renunció, sin darse cuenta, a ser la primera potencia mundial.
Como bien se lo recordó el impopular pero talentoso Henry Kissinger en su libro World Order, no se puede renunciar a ser el líder de la humanidad y al mismo tiempo conservar intacto el poderío económico, ni pretender mantener una cierta paz y racionalidad entre los países. El atentado a las Torres Gemelas, de algún modo simbólico, bien puede haber marcado el final de una época.
Seguramente en esa decisión influyó el cambio del peso de las influencias intestinas en la estrategia bélica norteamericana, que venía ya dándole más importancia a su sistema internacional de espionaje que a sus expertos militares y a la nueva concepción de mercenarios privados comandos que impulsaba su vicepresidente Cheney, y que reflejaba el temor de sus ciudadanos de recibir ni siquiera un solo ataúd envuelto en la bandera con un soldado norteamericano muerto (No muy distinto al final del imperio romano).
Se recordará como un ejemplo de la confusión el episodio de la invasión liderada por EEUU y UK a Irak, (conducida por su hasta hacía poco aliado Sadam Hussein) y la acusación de la posesión de armas nucleares, un justificativo que probó ser falso. Y que para muchos costó la vida del reputado científico y experto principal de la UN sobre esas armas, el escocés David Kelly, suicidado con su cortaplumas en un bosque en las afueras de Londres, que tras visitar varias veces Irak siempre sostuvo que no existían tales armas.
Al retiro de EEUU de Irak, tras un grosero nivel de gasto militar, habían muerto más de 100.000 iraquíes y el país fue abandonado virtualmente en manos del Islam. Rara guerra protagonizada por quien no quería ser “el gendarme del mundo”.
El inocente Obama
Ese panorama no mejoró durante el gobierno de Obama, que aún debería explicar su inocente actitud que permitió que Irán se convirtiera en una potencia nuclear con todos los peligros que no se han conjurado ni siquiera se han comenzado a sentir aún, ni tampoco en el primer gobierno de Trump, que siempre creyó que había disuadido a Corea del Norte, China y Rusia de sus pretensiones de conquista con amables amenazas disuasivas.
Esta muy breve reseña sirve para apoyar el concepto de que hoy se están comenzando a precipitar las consecuencias de esos años de vacío de ejercicio de poder que fueron cobrando cuerpo crecientemente desde la salida de la Segunda Guerra hasta ahora, con mayor intensidad en las dos últimas décadas.
No habría que ignorar el negocio (y la ineficiencia) del armamentismo y la guerra privada en el sistema político norteamericano, que ha tenido influencia indudable en estos procesos.
La vuelta de la inflación
Paralelamente, también en el aspecto económico ha ocurrido un proceso similar. Cuando Nixon rompe los acuerdos de Breton Woods, que lo comprometían a mantener una cierta proporción de oro en respaldo del dólar, que a su vez era el ancla del sistema monetario mundial, también estaba diciendo que su país no quería ser “el gendarme económico del mundo”. Esa decisión abre la puerta a los procesos inflacionarios, tanto en EEUU como en el resto del mundo. Si se analiza, el efecto de largo plazo de esa renuncia, también permite que hoy un emprendedor creativo y con labia invente una seudomoneda sin valor ni respaldo económico alguno y crea y haga creer que es un negocio sólido propuesto por “la industria de las criptocoins”, una supuesta inversión cuya explicación, si se pide, es siempre sólo un insulto o una descalificación.
Nixon, que en ese momento era asesorado por Kissinger, que necesitaba el apoyo de China para domar a la URSS, ofrece a la nación asiática el mismo tratamiento comercial que había ofrecido a Japón luego de la segunda guerra y canjea el alejamiento del eje comunista a cambio de permitirle exportarle aprovechando sus sueldos miserables. Zhou Enlai primero y Deng Xioping luego con más fuerza y convicción, aceptan el trato, y comienza allí el proceso de mayor crecimiento y despauperización de la historia.
Dos décadas después Clinton, que comprende mucho el fenómeno de la migración de entonces, avanza con su propuesta de una plena libertad de comercio y competencia global, lo que inaugura la etapa de bienestar, mayor cantidad y calidad de empleo, conocida como globalización. Nunca tantos pobres dejaron de serlo y en tan poco tiempo mediante ningún otro sistema conocido. (No confundir con globalismo)
Pero la sociedad norteamericana (y sus gobiernos y sindicatos) no siempre estaban de acuerdo con la globalización. Muchos veían que el desafío que planteaban las nuevas tecnologías a industrias ya obsoletas los dejaba sin trabajo, o temían a la competencia de precios o de salarios. Era evidentemente mucho más cómodo mantener el esquema previo de proteccionismo, de trabas, de condicionamientos financieros, de limitación de la competencia, de monopolio en algún punto.
Los modernos sistemas requerían más formación técnica o académica, menos mano de obra, o la competencia limitaba ganancias. Estados Unidos, pasado ya su siglo de oro de creatividad, innovación y revolución tecnológica iniciado en 1870, no quería competir. No comprendía que para mantener ese liderazgo forzado sin seguir innovando y aceptando la proverbial destrucción creativa, descripta por Schumpeter, era necesario seguir siendo el gendarme del mundo, algo a lo que habían renunciado.
El odio a China
El sistema americano odiaba a China y a todo lo que se le pareciera. Quería ser proteccionista. Desacreditaba los productos chinos y los acusaba de ser copias, mucho después de que los copycats de los setenta hubieran pasado a la historia. Peor aún fue cuando la inversión internacional se empezó a canalizar por Wall Street hacia Asia. La posibilidad de que el renminbi fuera moneda internacional metía miedo. Eso podía cambiar la medición del liderazgo, y peor, podía poner en evidencia la devaluación sistémica del dólar.
Estados Unidos no quería competir. No era exactamente una novedad.
Tampoco el socialismo americano, (que en Estados Unidos se llama liberalismo) ni el socialismo mundial estaban feliz con la globalización. Reducía dramáticamente el número de pobres, materia prima esencial del socialismo o como se apode, lo que avergonzaba a los defensores del progresismo falso. Izquierda y derecha se pusieron mayoritaria y tácitamente en contra de la apertura comercial. La ideología ayudó. China, descalificado como comunista, lo que se acentuó con la llegada al poder de un dictador como Xi Jinping y descalificada en su tecnología supuestamente robada a los EEUU, aunque en muchos aspectos la fue superando ampliamente.
La primera presidencia de Trump, un típico outsider rompedor y varias veces fallido empresario desarrollador y de la recolección de residuos, se vuelve líder de la lucha contra el despojo a que es sometido Estados Unidos. Denuncia el tratado transpacífico con Asia porque lo obliga vagamente a competir, renegocia el NAFTA de Clinton con México y Canadá y lo vuelve más benévolo, garantiza que no habrá más acuerdos de libre comercio, y termina su período sin hacer mucho más daño en medio de un escándalo institucional. (Ahora Trump quiere volver a renegociarlos)
Lo sucede el gobierno socialista y woke más descarado que se conoce en Estados Unidos. Dilapidador, proIslam, emisor serial, también delincuente durante la pandemia, claro representante de la Agenda 2030 y todos sus males, cómplice de Europa en todas sus estúpidas ponencias climáticas y de género, populista y absolutamente inoperante en cualquier tema geopolítico.
Esa gestión elevó a Trump, hizo olvidar toda crítica, y ahora vuelve cebado y empoderado agitando cuatro banderas: la de protector de la industria nacional; la de pacifista capaz de imponer la paz a todo el mundo con rapidez; la de feroz antiwoke, capaz de revertir en minutos el daño causado por ese formato adoptado del neo marxismo; y la de enemigo del gasto, sobre todo el que su país incurre en mantener organizaciones internacionales a las que acusa de ser burocracias comunistas o de ser parásitos, a la vez que una desproporción en la contribución de cada uno.
En todos estos temas, hay muchos puntos en los que el planteo de Trump es justificado y debe corregirse o eliminarse. En algunos casos la solución requiere estudios más profundos y más negociaciones, en vez de tomar decisiones efectistas pero apresuradas que pueden ser injustas.
En todos estos temas el estilo que usa el presidente es el que ya se le conoce. También común a todos los outsiders elegidos para contraponerse al relato del wokismo o la izquierda: el insulto, la descalificación, la amenaza, la ironía algo barata y el mecanismo de esgrimir sanciones y castigos para obtener alguna ventaja. El caso de Panamá, que ya anuló sus contratos con China, es un claro ejemplo de sus efectos.
Una extraña mezcla
La política del mandatario parece ser una mezcla de los dos Roosevelt, Franklin y Theodore. Del primero, copia la teoría proteccionista, que empobreció por una década a su país y sembró la hambruna en el mundo, todo lo opuesto a la globalización de Clinton. Un criterio precario y keynesiano, que en Argentina se conoce desde 1948 como “vivir con lo nuestro”, el apotegma de la CEPAL presidida por Raúl Prebisch que le costó tanta miseria y dolor al país. De ese Roosevelt es el concepto “pondré a trabajar a 100 obreros a hacer un agujero y luego pondré otros 100 a taparlo”. Concepto keynesiano, kirchnerista y estatista que terminó con el país sumido en el endeudamiento y la inflación crónica.
De Theodore copia el concepto de negociar con “la zanahoria y el garrote”, otra vez, una idea más fácil de practicar cuando se es líder absoluto del mundo. Eso lo lleva a la amenaza de las tarifas, las sanciones comerciales, la prohibición de invertir en China y demás medidas similares.
Es cierto que la OTAN, el FMI, la UN, la OMS y una serie de organismos son mayoritaria y desproporcionadamente financiados por EEUU. Y es correcto que lo quiera corregir. Trump torna más urgente lograrlo porque ha prometido que el efecto encarecedor e inflacionario que generará su proteccionismo será compensado con el ahorro en ese tipo de gastos, en los gastos armamentistas para ayudar a la NATO y a Ucrania, y en la gran cantidad de fondos despilfarrados alegremente por la administración Biden y por todas las demás administraciones.
Incidentalmente, por esta razón Argentina no debería apostar demasiadas fichas a la ayuda de EEUU en el préstamo del FMI para poder mantener el ancla cambiaria vendiendo dólares baratos. Trump está justamente abogando porque esos organismos dejen de despilfarrar sus aportes.
La frase Make America great again trae peligrosas reminiscencias a la de Monroe: America for the Americans aunque no en el sentido anticolonialista de aquella, sino en el peor sentido económico.
Deseos pueriles
Otro punto en la política económica de la actual administración que aún no se ha evidenciado es el interés de Trump de crecer mediante el expediente de bajar al mínimo las tasas de interés, otra consecuencia de la precariedad keynesiana-kirchnerista de su pensamiento económico. O de su pensamiento. Por ahora Jerome Powell, presidente de la FED, ha dicho que eso no ocurrirá mientras no se ponga en caja la inflación, cosa que el presidente no hará, al contrario. Pero en menos de dos años se designará un nuevo presidente. Si es permeable a los deseos casi pueriles de Trump, el dólar puede llegar a valer lo mismo que un shitcoin de $LIBRA.
El problema es que el efecto negativo del proteccionismo ocurrirá más rápido que los ahorros que promete en los otros rubros. Eso le pone tal urgencia que no sólo se vuelve grosero, sino que corre el riesgo de cometer injusticias y errores por ese apuro.
Dentro de ese proteccionismo está su lucha contra la inmigración ilegal, fuertemente reclamada por los sindicatos y los trabajadores menos formados. Uno de sus puntos fuertes es la ilegalidad laboral en que se desenvuelven.
También aquí se trata de prácticas arraigadas y consentidas por todas las administraciones que ahora hace crisis, y que empeorará con el proteccionismo. Ese apuro y ese estilo lo llevan a pisotear la soberanía de México y de Canadá, un mecanismo poco respetuoso que intenta conducir a una negociación favorable.
Su lucha contra los paradigmas wokistas parece ser imprescindible, a la luz de las exageraciones de todo tipo incurridas en EEUU, que atacan la libertad misma, y el derecho de las personas, además de tener costos resultantes muy altos y de amenazar la meritocracia y la eficiencia. En este punto también su estilo de ataque e insulto no debería ser el mecanismo principal, porque corre el riesgo de generar reacciones de quienes inclusive apoyan su cruzada.
Otro punto en el que Trump está atrapado es su interés de detener las guerras, como alardeó durante su campaña y aún en su primera presidencia. Teniendo además en cuenta que buena parte de las contiendas son históricas, y además son parcialmente fruto de las propias políticas norteamericanas, la tarea es muy difícil, y tiene el riesgo de favorecer a dictadores o asesinos.
Toda tarea de mediador implica imponer algunos criterios a ambas partes. Trump está exagerando ese punto cuando insulta a Zelensky y lo acusa de comenzar la guerra, por ejemplo. Recuerda que el presidente ucraniano, al incluir en su programa su ingreso a la OTAN, rompió algunos pactos con Rusia y le dio pie a la invasión. Pero olvida que Occidente empujó a Ucrania a esa medida. Paralelamente, quiere justificar que su país deje de aportar fondos a la guerra, y tal vez tiene razón cuando le dice públicamente al mandatario ucraniano que termine la guerra o se quedará sin país. Aún la geopolítica seria contiene este tipo de injusticias.
Como es sabido, Kissinger le venía sugiriendo antes de su muerte a todos los gobiernos norteamericanos que así como otrora se habían acercado a China para frenar a la URSS, ahora había que acercarse a Rusia para frenar a China. También una especie de proteccionismo geopolítico.
No es muy atendible el concepto algo de living que esboza la opinión pública de muchos países de que, como en 1938, hay que librar la guerra contra la dictadura rusa y no permitirle salirse con la suya porque su ambición no tiene límite. No sólo la situación no parece ser similar, sino que se han agotado los recursos bélicos y económicos de Europa, por ejemplo, con lo que esa supuesta guerra frontal habría que librarla con recursos estadounidenses únicamente. ¿Quién pagará la factura del heroísmo?
Y Rusia, en un estilo napoleónico, no tiene empacho, como no lo tuvo en la segunda guerra, en sacrificar millones de habitantes, cosa que no ocurre o no es posible con ningún otro país del mundo. Y aunque se pudiera ganar la guerra convencional, forzar el despliegue del arsenal atómico ruso no parece viable. Frente a esto hay quienes afirman, sin ningún elemento de juicio, que tal arsenal no está operativo o está obsoleto, apreciación que no debería tentar a verificarlo.
Está más acertado, en la percepción de esta columna, en su idea de luchar contra el terrorismo islámico en todas sus formas. Pero eso lo obliga a un endurecimiento con Irán, un país que ya ha demostrado su irresponsabilidad global, que requiere una larga tarea dentro del mundo árabe y que no será persuadido con jarabe de pico.
Ciertamente Trump ha descartado el concepto de que nada acerca más a los pueblos que el comercio, lo que tendrá algún efecto en el orden mundial.
Como alguna vez la columna sostuvo sobre la versión miniatura doméstica de Trump, Javier Milei, el presidente estadounidense requeriría del aporte de asesores con mucho talento y mucha capacidad. Difícilmente los convoque.
Argentina, como otros países a los que generosamente se llama en vías de desarrollo, no debería poner demasiadas expectativas en Donald Trump, sobre todo en lo económico. Sus políticas son perjudiciales para crecer, objetivo ineludible para tener algo parecido a una sociedad. Salvo que el carotenado mandatario norteamericano termine licuando la deuda sin querer provocando una pérdida fenomenal del valor del dólar que termine siendo salvadora. No hay que olvidar que luego del ministerio de John Maynard Keynes, el Reino Unido defaulteó su deuda.
¿Tal vez entonces debería llamarse Franklin Theodore Maynard Trump?