Por Juan Francisco Baroffio*
Mientras sentimos una cierta soledad, casi una orfandad espiritual, por la pérdida humana que significa la muerte del papa Francisco, todos recordamos algún gesto, algún texto, alguna frase. De una forma u otra, Francisco se ocupó de las diversas y complejas realidades que enfrenta el hombre contemporáneo.
Sin dudas su acento estuvo puesto en los pobres y en las periferias existenciales. Sus enseñanzas sobre la Misericordia son inspiradoras para el mundo. Pero Francisco también se ocupó de la literatura.
Nunca ocultó su predilección por la lectura en general. Sin las vanas pretensiones de ser un erudito, el papa fue un lector que no solo frecuentó los libros de la sabiduría evangélica, de los Padres de la Iglesia y de los santos y teólogos que han poblado de páginas la Biblioteca Universal. También fue un lector cotidiano, sencillo, mundano. Como nosotros. Lector de Borges, por ejemplo. No fueron pocas las veces en que lo mencionó durante su pontificado. Pero Francisco, más allá de su gusto personal, siempre dio un paso más allá.
A su pasión literaria la podemos encontrar, por ejemplo, en una reflexión muy amena de leer que toma como centro al Martín Fierro. Eso, en sus tiempos como Arzobispo de Buenos Aires y Cardenal Primado de la Argentina. Ese texto, humanista, se puede encontrar como apéndice en el libro El Jesuita, en el cual lo entrevistan Francesca Ambrogetti y Sergio Rubín.
Francisco no se contentaba con sacerdotes estudiosos de las escrituras y que se encerraran en torres de marfil. Con su prédica y ejemplo buscó inculcar espíritu pastoral. En uno de sus últimos textos, se ocupó de la importancia de la literatura en la formación sacerdotal: Carta sobre el papel de la literatura en la formación (2024). Allí nos habla (porque su mensaje traspasa los claustros de los seminarios), de la riqueza humana que nos espera en la literatura. Y no solo en los textos que provienen de las plumas de autores que vivieron plenamente su fe católica. En ese texto Francisco cita a su querido Borges, a Marcel Proust, a C. S. Lewis, a T. S. Eliot. Figuras cuyas opciones de vida nada tenían que ver con la Iglesia Católica, más allá de alguna formación típicamente occidental.
Francisco entendió que la literatura es también un don de Dios. Y fue consecuente con la pastoral que ejerció y que predicó para la Iglesia: la de salir al encuentro del otro y valorar aquello de bueno que tiene para ofrecer. ¿Qué medio es tan efectivo como la literatura para ponernos en la piel de ese otro?
Dostoievsky, Oscar Wilde, Virginia Woolf, por nombrar algunos, son autores que sin un fin pedagógico o apologético nos hablan de las penas que puede llevar el corazón humano, de las injusticias que engendran las sociedades humanas. Lo universal de los clásicos está dado por lo universal de las experiencias humanas que recrean en sus historias.
Para Francisco la literatura no era un ejercicio privativo para ciertos lectores o ciertos autores. Es un derecho de los pueblos en su totalidad, como lo son el amor o la belleza. Es, verdaderamente, algo querido por Dios, nos dice Francisco, y aquello que Dios quiere nunca puede ser para perjuicio de la humanidad. La mano misteriosa del Padre pone las semillas de la belleza y la Verdad donde quiere.
Así lo enseña la Iglesia: fuera de ella también hay atisbos de la Verdad. Francisco entendió y predicó que, en la literatura mundana, también podemos hallar algo que contribuya a nuestro crecimiento como seres humanos y fortalecer la Razón, la Fe y, por sobre todo, la Caridad.
* Escritor, ensayista. Director de Ulrica Revista www.ulricarevista.com