Espejo que refleja varios mundos

 

El espejo del mundo

Por María Laura Decésare

Ediciones del Dock

Que en todos estos años en el tobogán del siglo XXI haya poetas en Santa Fe, en Rosario, en Córdoba o en Buenos Aires que escriban libros de poesía y lectores que los compren y los lean no es poco. Es mucho.

"La poesía vuelve como si siempre hubiera estado allí, en el rincón más amable de la casa" escribe María Laura Decésare, en el primer poema de su nuevo libro, El espejo del mundo. Ella, santafesina, es una de las poetas que se animan y van. Y sigue escribiendo: este es su quinto libro de poemas. Lo hace con calidez, con ese toque sutil que tiende un puente entre la poesía y la vida cotidiana, la de todos los días, con un lenguaje que se desliza, que transcurre con la naturalidad que da el talento pero también -acaso sobre todo- el trabajo de buscar durante horas la palabra justa.

Bien puede decirse, entonces, que la poesía tiene "Siete vidas" para tomarle prestado ese título a Decésare, al pasar a la última página de su libro que, como puede inferirse, tiene como protagonista a uno de sus personajes favoritos: los gatos. Aparecen, como una clara línea distintiva de la autora, en una tarde de feriado patrio frente al lago del Parque Centenario, y menciona además, con énfasis, un hospital cercano en la que trabajan "estas mujeres que me llenan de orgullo y me dan ganas de gritarle al mundo...(¿el que se refleja en el espejo del título?) ...que aquí sí se hace patria." La autora menciona a un gato, Yiyi, que también aparece en "Tordito", "La belleza del poema" y aún en "El gato sin nombre", pero es de marcar, a juicio de este cronista, la reivindicación sin alardes ni frases hechas, de esa indispensable tarea llevada adelante por mujeres en un hospital -y por las mujeres como fuerza de trabajo- para dar un remate final con la palabra patria -al igual que la reivindicación de la mujer, tantas veces dicha en vano en tantos ámbitos- en una posición justa, con el énfasis puesto en un tono que, raro en el libro, parece elevar la voz. Se reafirma en el poema "Mujeres".

Decésare, en "Una palabra adecuada" dice que por esa búsqueda, la de esa palabra, se perdió de ir al cumpleaños de su mejor amiga; da entender que para ella, escribir compite y acaso gana, con su mejor amiga, y que también puede, por esa búsqueda, olvidar una cita de domingo. "¿Que clase de persona olvida un festejo?" se pregunta a sí misma, para una respuesta que sabe de antemano.

María Laura Decésare es deudora de la Generación del 40 -todos los escritores remiten a un grupo de referentes lejanos o cercanos, opina el poeta Ricardo Ruiz-, de los escritores neo románticos, numerosos y con una vasta obra publicada, como por ejemplo Olga Orozco, que en su poema “Cantos a Berenice” dice: "Y ya habías aparecido en este mundo/ intacta en tu negrura / inmaculada desde la cara hasta la cola,/más prodigiosa aún que el gato de Cheshire /con tu porción de vida como una perla roja brillando entre los dientes".

La cotidianeidad se refleja en el libro de Decésare, como en su poema "La Importancia de llamarse Marta", en el que habla de los nombres y de "(...) Marta mi vecina, o Tony el joven que nos trae, la comida a la oficina(...)" y "...sé que cuando alguien me nombra, dejo de ser nadie y vuelvo a mi" en coincidencia temática con otros representantes de la Generación del 40, como la entrerriana Ana Teresa Fabiani, que asegura en el título de uno de sus libros que Nada tiene nombre y el jujeño Jorge Calvetti, que en Maimará afirma "Aquí he vivido mi infancia, Era feliz. Ignoraba hermosamente la vida."

Decesare recorre -para beneficio de sus lectores- un mundo, su mundo. Con su múltiple mirada transita los recuerdos de la infancia, como el de Calvetti; su casa, y dentro de su casa esa ventana espejo del mundo, sus afectos que son y los que fueron, sus temores a perder su propio nombre, a su pareja que ya no está, "ya no me duele su nombre", que recuerda a Alejandra Pizarnik (“La enamorada”) cuando dice "la luz rugía el aire, pero no amado no volvió" o a Olga Orozco (“El retoque final”) que puntualiza "...querrías no haber mirado nunca el alevoso rostro, no haber visto jamás al que no fue".

 

Jorge Cohen