EL PULSO DE LOS MERCADOS

Escuela de noche (I)

Durante mi infancia mi mayor fantasía era ver cómo era por las noches la escuela a la que asistía. Quizás por temor al ridículo me daba vergüenza revelarle a mis compañeros de clase este sentimiento de curiosidad. Tampoco podía contarles nada a los adultos: me daba miedo que me dijeran que nada había de especial en una escuela por la noches. Especulaba con esta respuesta y por eso no hablaba del tema, por ejemplo, con mis padres, porque sabía que claramente no tenían razón, que entrar en discusiones tampoco tendría sentido alguno. Confiaba tanto en aquella ilusión que la preservaba celosamente de cualquier atisbo de racionalidad. Cuidaba aquella idea como el último ejemplar de una especie animal que el mundo consideraba extinguida y que yo protegía en el hueco oscuro y abovedado que formaban mis manos para que ningún rayo de luz lograra alcanzarla. Sentía que cualquier risa hiriente, cualquier gesto socarrón podía reducir a las cenizas a ese  pichón frágil cuyo latido me acompañaba en secreto. 

Una tarde de viernes decidí averiguarlo. Ese día se celebraba un festival de música al que asistirían varios coros. Yo cantaba en el de mi colegio y como por ser los anfitriones nos presentábamos al final, ese día permanecería en el edificio hasta que el resto de los colegios actuaran. Llamé a mi mamá desde el teléfono público del hall y le dije que esa noche dormiría en casa de un amigo. Cuando terminamos de cantar un bullicioso tumulto de gente se congregó en el centro del salón de actos, donde profesores, directivos y alumnos se quedaron conversando y saludándose, mientras yo me retiraba lentamente hacia los márgenes a la vez que me relamía en mi plan mefistofélico. Esperé a que se retirara el último invitado y me escondí debajo del escenario, donde permanecí quieto cerca de dos horas, observando los pies del guardia, el ir y venir de su última recorrida. Después escuché el sonido seco de los interruptores de luz que cortaban la electricidad de las distintas fases del edificio y luego el colegio quedó sumido en el más oscuro de los silencios. Ese niño de ocho años que yo era, inclusive quedó sepultado en esa osamenta de hierro y madera una hora más, para cerciorarse de que la concreción de aquella aventura no presentara figura alguna, porque ser descubierto representaba para mí la humillación y el desenmascaramiento: la mismísima muerte. 

Solo cuando el edificio quedó completamente a oscuras salí de mi guarida y allí me detuve –un pigmeo en medio de aquella inmensidad—, contemplando la luz azulada que ingresaba por las claraboyas laterales de los pasillos. Recuerdo que, al atravesarlos tuve una sensación extraña que solo con los años recibiría el nombre de “libertad”. Entré en un aula, me acomodé en el suelo y de mi mochila saqué un libro, un sandwich y al descorrer las cortinas tuve una cena a la luz de la luna. Después de comer, enrollé un buzo que encontré en el perchero e improvisé una almohada sobre la pequeña tarima a la cual la profesora de Lengua nos hacía subir para recitar poemas de memoria.