Entre pinzas y guantes: un amor en el quirófano
Podemos afirmar que esta historia de amor comenzó en Viena, cuando el Dr. Sigmund Freud le recomendó a su amigo, el oftalmólogo Carl Koller, el uso de unas gotas para aliviar su dolor de muelas.
Probablemente al lector le parecerá un inicio poco romántico para una historia de amor y más lo será cuando sepan que las gotitas recomendadas por el Dr. Freud eran de cocaína, una sustancia con la que el psiquiatra vienés estaba tratando a su amigo, el Dr. Ernst von Fleischl-Marxow, de su adicción a la morfina.
En el interín, Freud había notado el fuerte efecto anestésico de la cocaína y por tal motivo se lo administró a Koller, quien se entusiasmó con el uso de este alcaloide para anestesiar el ojo en sus intervenciones quirúrgicas. De hecho, uno de los primeros en beneficiarse fue el padre de Freud, a quien Koller operó de glaucoma. El uso de este anestésico resultó tan exitoso que el Dr. Koller fue propuesto para el Premio Nobel de Medicina.
Lo que Freud y Koller no sabían (o se percataron más tarde) era que esta sustancia era terriblemente adictiva.
Quien sí lo pudo comprobar en carne propia fue el Dr. William Stewart Halsted, conocido como el padre de la cirugía norteamericana. Halsted había nacido en 1852 en el seno de una familia adinerada. Asistió a la Academia Andover, cerca de Boston, donde se habían educado varios presidentes de Estados Unidos, como los Bush.
Después, William ingresó a la Universidad de Columbia para estudiar medicina, a pesar de la oposición de su padre que esperaba que su hijo se hiciese cargo de la empresa comercial de la familia.
En el hospital de Bellevue comenzó su práctica como cirujano y más tarde viajó por Europa donde profundizó sus conocimientos sobre la asepsia quirúrgica propuesta por el Dr. Lister en Inglaterra. A lo largo de su estadía en el viejo continente se interiorizó de las nuevas técnicas quirúrgicas que habían desarrollado cirujanos como Billroth en Viena y von Esmarch en Kiel.
Halsted fue el primer cirujano norteamericano en hacer una operación de tiroides, de hernia inguinal, una mastectomía radical (operación que lleva su nombre) y la extirpación de la vesícula afectada por cálculos biliares (colecistectomía). En 1882 se vio obligado a practicarle esta cirugía a su propia madre, en el improvisado quirófano de la cocina de su hogar. De esta forma le salvó la vida.
Audaz y hábil, Halsted también fue uno de los primeros en realizar una transfusión de sangre y se lo hizo a su hermana después de una gran hemorragia post parto. Por suerte, y sin saberlo, eran del mismo grupo sanguíneo, de no haber sido así, otro hubiese sido el final de esta historia…
El mismo espíritu que lo llevó a ser innovador le jugó una mala pasada cuando decidió probar en sí mismo la cocaína como anestésico local. Hizo varias pruebas en distintas partes de su anatomía y descubrió que era muy efectivo como anestésico ... hasta que se hizo adicto. En 1886, se vio obligado a abandonar la profesión para hacer un tratamiento de rehabilitación en una clínica de Rhode Island.
En 1889, Halsted fue convocado a integrar el staff del Hospital Universitario John Hopkins en Baltimore, cuyo objetivo era lograr una formación médica moderna e integral. Hasta entonces, el título de médico era otorgado por facultades de dudosa reputación y escasa formación científica.
El Hospital John Hopkins apostaba a subir la vara en la calidad asistencial y para eso, no solo convocó a Halsted como cirujano, sino a eminencias como el internista William Osler, al patólogo William H. Welch y al ginecólogo Howard Kelly. Los llamaban “los cuatro grandes”.
Estas cuatro eminencias ataviadas con togas fueron retratados por el pintor John Singer Sargent. Halsted es el único que está de pie. Cuentan que el artista y el cirujano no simpatizaron por el carácter altivo y a veces violento de Halsted.
En el John Hopkins, Halsted se puso al frente de la primera residencia en cirugía del mundo, que sigue siendo la forma más efectiva de formar a un cirujano.
También en el John Hopkins conoció a Caroline Hampton, una asistente de cirugía que estaba a la altura de sus expectativas de este tirano del quirófano que, como bien se habrá percatado el perspicaz lector, eran altas, muy altas.
Caroline pertenecía a una familia de terratenientes productores de algodón en Carolina del Sur, que había perdido su fortuna al finalizar la Guerra de Secesión. Durante la marcha del general Sherman desde Atlanta hasta el mar, reflejada en la célebre película “Lo que el viento se llevó”, la plantación de los Hampton fue destruida y sus esclavos liberados .
Como la familia no tenía los medios para seguir la vida de los hacendados sureños, esta joven destinada a ser una señora del hogar, organizando cenas y bailes mientras sus hijos crecían, decidió estudiar y convertirse en enfermera. Para disgusto de sus parientes que eran fervientes confederados (un tío de Caroline fue general en el ejército del sur) marchó hacia Nueva York –el bastión yankee– para formarse. Después de una carrera en prestigiosos nosocomios, fue convocada por la conducción del Hospital John Hopkins como jefa de enfermeras de quirófano. Allí se aplicaban los estrictos criterios de asepsia propuestos por Lister, a los que Halsted adhería con vehemencia.
En esa época, curiosamente, no usaban gorro, vestían la misma ropa con la que andaban por la calle, pero sí barbijo y operaban a mano desnuda previamente escrupulosamente lavada con jabón, después de sumergirlas en permanganato de potasio y vueltas a lavar con ácido oxálico y finalmente con cloruro de mercurio.
Resultó ser que la delicada piel de Caroline empezó a sufrir por la toxicidad de estos poderosos antisépticos a la vez que se convertía en la instrumentadora preferida del Dr. Halsted.
El gesto generalmente adusto del cirujano se transformaba ante la eficiente (“inusualmente eficiente”, aclaró), amable y bella señorita Hampton.
Aunque Caroline vivía de su profesión (a la que amaba sinceramente) el agravamiento de la irritación de sus manos la obligó a presentar su renuncia. El Dr. Halsted no la aceptó e inmediatamente usó el ingenio que lo caracterizaba para diseñar instrumental quirúrgico (hoy día una pinaza hemostática se sigue llamando en su honor).
El Dr. Halsted se puso en contacto con la Goodyear Rubber Compañy, propiedad de Charles Goodyear, quien había desarrollado el proceso de vulcanización de caucho. Halsted le propuso diseñar unos guantes de goma a fin de proteger la delicada piel de la Srta. Hampton. En el texto que acompañó el molde de yeso de las manos de la enfermera aclaró “Money is no issue” (El dinero no es problema).
La empresa de neumáticos había progresado muchísimo en la textura del caucho que ya se usaba para proteger otra parte del cuerpo (el buen lector entenderá a qué parte me refiero) y pronto tuvo un guante que le permitió a la Srta. Hampton continuar asistiendo al Dr. Halsted quien, entre apendicitis y colecistectomías, le propuso matrimonio. Caroline aceptó gustosa.
La Sra. Caroline Hampton de Halsted no fue la única en beneficiarse con el invento de Halsted, porque el uso de guantes se generalizó en los quirófanos. Un año más tarde las autoridades del John Hopkins anunciaron que el índice de infecciones había bajado del 17% a menos del 2% gracias al uso de este protector.
Los pacientes beneficiados por el uso de estos guantes para cirugía ni se imaginan que este progreso fue el fruto de una feliz historia de amor nacida entre hemostatos y bisturíes.
El matrimonio Halsted-Hampton fue el centro de la actividad social de Baltimore, y eran conocidos por sus excentricidades. Se sospecha que ambos abusaban de la morfina...
Halsted llevó adelante el programa de residencia de donde salieron especialistas en ortopedia, otorrinolaringología, urología y neurocirujanos eminentes como Henry Cushing.
En 1919, Halsted fue internado en el John Hopkins tras sufrir varios cólicos billares (como había tenido su madre). En 1921 fue operado una vez más, pero durante el postoperatorio sufrió una neumonía y murió de septicemia en 1922.
Caroline falleció apenas dos meses más tarde, después de haber compartido 32 años de su vida con el hombre que protegió su delicada piel con guantes.