El último lunes se cumplieron 50 años de la muerte de Juan Domingo Perón: 1° de julio de 1974. A medio siglo de su partida y a poco menos de uno de su irrupción en la historia política del país, la figura y las ideas de quien fue tres veces presidente siguen ejerciendo un poderoso influjo y no dejan de alimentar tanto amores como aborrecimientos.
Desde que él falleció la Argentina y el mundo han experimentado cambios colosales. La bipolaridad de la guerra fría concluyó con la victoria del capitalismo, la disolución de la Unión Soviética, la unificación alemana y la emergencia de China como segunda potencia mundial a partir de las reformas de mercado impulsadas por su Partido Comunista y el establecimiento de una nueva estructura de poder internacional determinada por la competencia y la cooperación de sus dos grandes protagonistas, Estados Unidos y la República Popular presidida por Xi Jinping.
Pero donde más extensa e intensamente se han manifestado los cambios es en el terreno de la tecnología. En los años del breve último gobierno de Perón no había teléfonos celulares y sólo en la siguiente década irrumpirían las computadoras personales. Para que empezara a desplegarse Internet habría que esperar a los años 90. Perón había podido acceder a un aparato de fax en su casa de Madrid apenas unas semanas antes de regresar a la Argentina. Hoy ya es casi antiguo comunicarse por correo electrónico: ahora preferimos el whatsapp o el zoom; hay robots, nanotecnología, vehículos autónomos y estamos ingresando en la era de la Inteligencia Artificial.
“Lo único permanente es la evolución”, había dicho Perón. Y si su pensamiento mantiene vigencia es precisamente porque advirtió la necesidad de adaptarse a los cambios que propone la historia y esforzarse en preverlos atendiendo a la realidad por encima de teorías o doctrinas, para “fabricar una montura propia” que permita cabalgar la evolución defendiendo y promoviendo en ese recorrido el interés nacional.
Perón miraba con dimensión universalista la sociedad mundial en progresiva (y conflictiva) integración y comprendía que la realidad - estaba sometida a un fuerte determinismo tecnológico, explicaba que “la evolución histórica marcha con la velocidad de los medios que la impulsan” y que había que adaptarse a esa realidad.
Quienes adhieren al pensamiento de Perón, que supo anticipar el proceso de globalización y creciente integración de la sociedad mundial cuando advirtió sobre continentalismo y universalismo, afrontan ahora el desafío que impone el formidable oleaje de una evolución tecnológica constantemente acelerada. ¿Es posible en las actuales circunstancias “fabricar la propia montura” con aquel instrumento forjado a mediados del siglo XX?
Hay momentos en que la evolución anda a tranco lento y otros en los que adquiere velocidad de vértigo. La era agrícola, que transformó a nómades cazadores y pescadores en agricultores y ganaderos duró unos 9.000 años. La era industrial se inició en Europa tres siglos atrás. Alvin y Heidi Toffler vaticinaron en los años 80 que el mundo estaba ingresando en una tercera etapa. en la que lo característico sería la tecnología más que la industria, el trabajo intelectual antes que el físico. Probablemente ni ellos mismos supusieron que esa tercera ola avanzaría sobre el planeta con tanta velocidad.
Comenzó con la Tercera Revolución Industrial signada por la revolución digital, caracterizada por una fusión de tecnologías, que fue esfumando los límites entre lo físico, lo digital y lo biológico.
Hoy ya estamos navegando la Cuarta Revolución Industrial, marcada por avances tecnológicos emergentes en una serie de campos que incluyendo robótica, cadena de bloques, nanotecnología, computación cuántica, biotecnología, internet de las cosas, impresión 3D, vehículos autónomos y, en rol protagónico, la Inteligencia Artificial.
El miedo a la inteligencia artificial
Pero esta última, la Inteligencia Artificial - capas superpuestas de software que trabajan inspiradas en el funcionamiento de las reacciones de las neuronas cerebrales- es el portal para cambios aún más revolucionarios: se trata de sistemas capaces de aprender, se trata de la producción de productos por medio de productos capaces de aprender y, potencialmente, de darse órdenes a sí mismos.
Los caminos que abre la inteligencia artificial atemorizan a muchas mentes brillantes, que reclaman contención y regulación ante la perspectiva de que este proceso “cambie profundamente el curso de la historia humana”, como lo resumió el gran intelectual israelí Yuval Noah Harari: “¿Qué pasaría una vez que una inteligencia no humana sea mejor que la del ser humano promedio a la hora de contar historias, componer melodías, dibujar imágenes y escribir leyes y escrituras?”, se pregunta.
Sucede, en cualquier caso, que el desarrollo tecnológico es irreversible. El argentino Eduardo Levi Yeyati sostiene que “ante la inevitabilidad del avance tecnológico, la mitigación es un plan condenado al fracaso. Por otra parte, lo que se prohibe en un país puede ser desarrollado en otro”.
Los avances de la tecnología. han sido habitualmente acompañados por cambios en la naturaleza del trabajo y han destruido algunos tipos de trabajo. En 1900 el 41 por ciento de los estadounidenses trabajaba en el sector agrícola. Para el año 2000. La cifra era de solo el 2% y hoy apenas supera el 1 por ciento. Igualmente, la proporción de estadounidenses empleados en la producción industrial: pasó del 30 por ciento de los años posteriores a la Segunda Guerra mundial a alrededor del 20% en la actualidad, debido a una mayor automatización. En el mismo perìodo, los empleos en servicios pasaron del 50 por ciento de los puestos de trabajo a superar largamente el 70%.
Así, hablar de Cuarta Revolución Industrial es un concepto probablemente equívoco, porque sugiere una mera transformación de grado en relación con el industrialismo clásico, cuando en rigor la Inteligencia Artificial implica un cambio cualitativo.
El crecimiento industrial clásico estaba en general ligado a la creación de empleo, históricamente, ha proporcionado oportunidades laborales para personas con habilidades básicas, aunque no especializadas (como operarios de fábrica, trabajadores de montaje, conductores) y también para muchas con formación más sofisticada.
Aunque el desplazamiento tecnológico era, en términos generales, gradual, el modelo industrial tradicional no desconocía un grado de competencia entre máquinas y trabajadores, Carlos Marx consideraba que. esa opción era un motor principal en el impulso al desarrollo de las fuerzas productivas: el éxito de las organizaciones obreras en sus conquistas encarecía el costo del trabajo humano y estimulaba a las empresas a reemplazarlo con inversión en máquinas y tecnologías. Cada ola de ascenso tecnológico mejoraba la productividad y deprimía los salarios por un período, lo que derivaba en la. conveniencia ,nuevamente, de ocupar mano de obra, habitualmente con mayor exigencia de calificación. Empleo, productividad y rentabilidad empresaria no se presentaban como elementos radicalmente disociados.
El desempleo tecnológico
Hace casi un siglo, Keynes entrevió problemas más complicados: "El desempleo tecnológico –escribió en 1930- podría ser ocasionado por nuestra capacidad de economizar trabajo humano a un ritmo que supere nuestra capacidad de encontrar nuevos usos de ese trabajo humano".
La Cuarta ola pudo, a través de la automatización avanzada, reemplazar tareas rutinarias y repetitivas en un amplio espectro de industrias. A través de herramientas de Inteligencia Artificial puede reemplazar también otros trabajos, no rutinarios (el caso de los vehículos sin conductor humano es un ejemplo notorio).
En los inicios del capitalismo industrial, las fábricas reclutaban mano de obra mayormente originada en migrantes del campo y casi totalmente desprovistos de alfabetización. La cadena de montaje, que fragmentaba el proceso productivo en pequeños pasos simples permitía asimilar ese fuerza de trabajo de muy baja formación.
El avance tecnológico actual requiere en general habilidades más complejas: por cierto, leer e interpretar instrucciones, tener nociones de cálculo. El avance no ocurre de modo homogéneo en todas las ramas ni en todas las especialidades. Reemplaza trabajo humano en especial allí donde las tareas pueden reducirse a pasos estereotipados.
En su libro. Segunda era de las máquinas. Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, investigadores del MIT observan: “Nunca ha habido un peor momento para ser un trabajador que solo tenga conocimientos y capacidades comunes para ofrecer. Porque las computadoras y otras tecnologías digitales están adquiriendo esos conocimientos.”
Sin embargo, en su búsqueda de eficiencia las empresas procuran ir más allá, alcanzar también las tareas más sofisticadas. Buscan seleccionar los procedimientos más eficaces en el desarrollo de esas tareas, normativizarlos y generalizarlos, lo que constituye el prólogo de su traducción a automatismo tecnológico. Así, con procedimientos más avanzados para procesa información, las tareas más complicadas pueden dividirse en pequeños pasos simples y programables, en una suerte de taylorismo tecnológico que reproduce la cinta de montaje de la primera industrialización.
Por supuesto, no es que el desplazamiento de trabajo por obra de la tecnología vaya a ser absoluto, pero –como apunta Levi Yeyatti, que en estos días presente un libro sobre el tema- “aquellos que piensan que se van a crear tantos trabajos como los que se van a destruir están mirando por el espejo retrovisor. La historia no avanza de manera circular o lineal. Ha ido desplazando al hombre en las tareas musculares, luego en las tareas cerebrales rutinarias y ahora está sustituyéndolo en tareas más sofisticadas y calificadas. La IA finalmente reemplaza a la inteligencia. Entonces no es que van a aparecer otros tipos de capacidades que nosotros no sabíamos que teníamos, pero que vamos a usar para los nuevos trabajos. No. La IA, a nivel técnico, va a poder reemplazar la inmensa mayoría de las tareas que nosotros desarrollamos en lo que hoy consideramos trabajo”.
Tecnología y trabajo
El principal motor tecnológico de esta etapa de la evolución parece ser la Inteligencia Artificial y, más allá de oscuros pronósticos que presagian un gobierno de las máquinas, indudablemente produce consecuencias en el mundo del trabajo.
La realidad marca hoy que el país tiene la mitad de su población debajo de la línea de pobreza, tiene casi 8 por ciento de desempleo abierto y altísimas tasas de empleo precario y no registrado. Esas cifras no son precisamente el resultado de un desplazamiento por obra de la incorporación tecnológica, sino de la ineficiencia de un sistema que, pese a algunos esfuerzos, se mantuvo amarrado al pasado y fue incapaz de seguir el ritmo de la evolución.
En el pensamiento de Perón la tecnología era un determinante central: “la evolución histórica marcha con la velocidad de los medios que la impulsan”, escribió. Pero reconocer ese determinismo tecnológico no implicaba someterse dócilmente a él. La política, como de ha dicho, debía crear la propia montura, es decir transitar la evolución preservando y desarrollando en ella el interés y la impronta de la nación. Una montura propia.
En ese sentido, ese pensamiento reclama armonizarse con otros. El trabajo, en primer lugar. (“Para el peronismo existe una sola clase de hombres, los que trabajan”, escribió Perón en las 20 verdades). Es decir, el desafío reside en abrazar, asimilar, aplicar y contribuir a la producción de las nuevas tecnologías con la mirada puesta en la incorporación de trabajo argentino.
Y, junto a esto, la justicia social: “Importa conciliar nuestro sentido de la perfección con la naturaleza de los hechos, restablecer la armonía entre el progreso material y los valores espirituales –dictaminó en su clásico texto La Comunidad Organizada- y proporcionar nuevamente al hombre una visión certera de su realidad. Nosotros somos colectivistas, pero la base de ese colectivismo es de signo individualista”.
El peronismo necesita repensar estas cuestiones a la luz de la realidad, que como el viejo general repetía, citando a Aristóteles, “es la única verdad”. Quizás allí encuentre claves para revertir el proceso de disgregación y creciente impotencia que lo afecta.
De todos modos, hay que advertir que centrifugación y debilitamiento son males que no atañen solo al peronismo. Si bien se mira, los cambios inducidos por la vertiginosa irrupción de las nuevas tecnologías han producido aquí y en el mundo efectos sobre todas las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales preexistentes, han dado origen a vastas oleadas de protesta política así como a cambios diametrales en los elencos de gobierno y en los parlamentos. Las recientes elecciones en Francia, los cambios políticos evidenciados por los comicios para el parlamento europeo y la crisis de autoridad que padece Estados Unidos en vísperas de la crucial elección presidencial de noviembre muestran que estamos ante un fenómeno global.
En la Argentina se han combinado algunas consecuencias de ese cambio planetario con el anquilosamiento de los tejidos propios, lo que también desarticuló el sistema político preexistente y allanó el camino para el ascenso de un “outsider”, como el actual Presidente. La crisis ha corroído partidos e instituciones: el oficialismo sufre tironeos y cariocinesis; s principal aliado, el Pro, está atacado por la división; la Justicia cuestionada, las policías sospechadas.
Educación, tecnología y futuro
El país tiene ante sí un desafío múltiple: necesita incorporar las inversiones y la tecnología que lo reinserten activamente en las redes productivas, comerciales y culturales avanzadas; tiene que limpiar los establos de Augias de sus instituciones y, simultáneamente, tiene que rescatar a millones de compatriotas, principalmente jóvenes, desplazados, precarizados y muy pobremente formados para integrarse al mundo del trabajo, inclusive desde las tareas más simples.
En el horizonte que proponen la impetuosa revolución tecnológica y la sociedad del conocimiento, es preciso resignificar el papel de la educación, que es en estos tiempos, como señalara Juan Pablo II, el nuevo nombre de la justicia social. Hoy es central recuperar a millones que sufren un destino de descarte, (para usar el término que emplea el Papa Francisco), y capacitarlos para que puedan desarrollarse en el mundo del trabajo y el estudio.
Es una misión que compromete al Estado central, a provincias y municipios y también a sindicatos, empresas y organizaciones de la sociedad civil. El país debe recuperar el crecimiento y sus ciudadanos deben estar en condiciones de realizarse en él. Aún reconociendo la tensión que puede existir entre las nuevas tecnologías y el trabajo humano, la solución no puede estar en cancelar uno de esos dos términos, sea demonizando la tecnología y magnificando sus peligros conjeturales, sea desentendiéndose de la suerte de los desempleados reales o potenciales, encomendándolos a su exclusiva responsabilidad o fortuna.
En un muy saludable reingreso de la tradición federal, hacia la medianoche del lunes 8 el Presidente y la mayoría de los gobernadores suscribirán en Tucumán los llamados Pactos de Mayo, que están reescribiéndose a partir del texto propuesto por Milei el primero de marzo ante el Congreso as como de objeciones y sugerenc Se sabe ya que habrá un punto que en marzo Milei no había incluido: la defensa de la educación pública. Será un buen ingreso para encarar a partir de acuerdos básicos la ciclópea tarea de formación para el cambio que la Argentina requiere.
Ayer, en San Juan, al presentar un plan contra el analfabetismo, el Presidente ofreció un adelanto.
“El capital humano, del cual la educación es uno de los principales pilares, es el principal motor de crecimiento económico de la historia. Somos un país demasiado importante para tener problemas de analfabetismo. Somos la Argentina, el país de Sarmiento, con más Premios Nobel de la región, el primero en erradicar el analfabetismo. No podemos faltar a nuestra historia y a nuestro destino como pueblo”.
Un discurso con buena pluma.