Enseñanzas del maestro que libró el buen combate

Con la muerte el domingo pasado del profesor Jorge N. Ferro la Argentina no sólo ha perdido a un querido maestro, un estudioso impecable y un valiente apologista de la Fe que había dado sentido a su vida y a su trabajo. Su partida puede verse también como el desgajamiento de una de las ramas del árbol frondoso que sembró de frutos espirituales el suelo de la patria, a despecho del paso del tiempo, las adversidades y la fría indiferencia de medios y academias.

Ferro fue un apasionado de la Belleza que se intuye a través del arte y la buena literatura. Dedicó su vida a la enseñanza de las letras en diferentes niveles académicos y orientó su especialización a la literatura española medieval. Llegó a ser un erudito en esa materia pero, como pueden atestiguar sus incontables alumnos, jamás dejó que ese dominio lo transformara en un “intelectual” pedante y soberbio. El profesor también encarnó esa rara avis: un hombre de intelecto brillante que nunca perdió la humildad ni la alegría en el trato con colegas y discípulos.

En ese sentido, Ferro podía mirarse con todo derecho en el espejo de Chesterton, uno de sus autores de cabecera. El voluminoso inglés, eterno agradecido a Dios por el don gratuito de la vida, lo fascinó ya en la adolescencia y le mostró el sendero que más adelante lo conduciría a otra de sus grandes pasiones, la literatura cristiana de las islas británicas.

CONTRACORRIENTE

A sus mejores representantes les dedicó clases, artículos, reportajes, innumerables coloquios y conferencias y hasta su tesis doctoral, que versa sobre el autor de El Señor de los Anillos y que luego habría de publicarse con el título de Leyendo a Tolkien. Un ensayo pionero en el mundo de habla hispana, y ya un clásico en el género.

Quien haya leído o escuchado a Ferro aceptará que el profesor era admirable a la hora de reivindicar a esos escritores que debieron escribir en un entorno hostil cuando no persecutorio, y que por eso mismo aguzaron el ingenio y pensaron mejor lo que sus congéneres de sociedades que seguían siendo católicas ya daban por sentado.

“Ellos no estaban en un país católico -recordó hace dos años en la última entrevista que concedió a este suplemento-. Tenían conciencia de lo que enfrentaban, más que los demás, más que nosotros, por ejemplo. De entrada ellos sabían que iban a ser cascoteados, como lo fueron, por supuesto, largamente y hasta el día de hoy”.

Ferro sabía explicar muy bien ese misterioso aire de familia que une los martirios en el siglo XVI de Tomás Moro y Edmund Campion con el destino de Evelyn Waugh, biógrafo converso y militante de Campion en el siglo XX; el oratorio de Birmingham, fundado en el siglo XIX por el cardenal Newman, con la providencial educación católica de Tolkien; la vida y la obra de Chesterton con la vida y la obra de C. S. Lewis, amigo íntimo de Tolkien.

Si fue de los primeros que en el país entendieron la magnitud de la obra de Tolkien, repitió el gesto con los libros de Lewis, un autor al que leyó, tradujo y estudió en profundidad y al que citaba con profusión, para fastidio de quienes veían con desconfianza su interés por el polígrafo nacido en Belfast.

Ferro supo valorar los abundantes méritos de Lewis y llamó la atención sobre la estremecedora exactitud de algunas de sus advertencias de contenido escatológico, como las que figuran, a doble banda, en el ensayo La abolición del hombre, del que fue traductor y agudo prologuista, y en la novela Esa horrible fortaleza, tercera parte de la llamada “trilogía de Ransom”.

MILICIA

Porque además de profesor y estudioso, Ferro fue un combatiente convencido de la “batalla cultural”, expresión por completo malbaratada en estos días, pero que en sus escritos y sus charlas alcanzaba verdadera significación, mucho más precisa y justificaba que la que esgrimen sus confundidos adalides actuales.

Como a Donoso Cortés, tampoco a Ferro se le escapaba que detrás de las alarmantes aberraciones políticas, económicas o sociales de los últimos dos siglos se ocultaba un problema teológico. Su análisis no se detenía en la crítica al aborto, el feminismo o el lenguaje inclusivo como meros fenómenos; procuraba remontarse hasta la distante raíz intelectual de esos desvaríos, sin olvidarse jamás de su evidente inspiración luciferina.

“Siempre se pensó que en la realidad hay un orden y un sentido que el hombre descubre, no confiere -declaró a este suplemento en una entrevista de 2018-. El hombre no es dador de sentido, sino descubridor de sentido. Ahora, si no hay sentido en la realidad, si es una especie de masilla que se puede manipular de cualquier manera, el que confiere el sentido soy yo. Hay una deificación del hombre. Ahora el hombre hace todo lo que quiere y no se le puede poner límites, ni siquiera se aceptan los límites biológicos”.

Seguía en estos razonamientos a sus maestros ingleses, con Chesterton a la cabeza. Pero también a los muchos que produjo nuestra tierra, fértil en pensadores aguerridos y juiciosos. A varios de ellos los alcanzó a conocer y tratar, como el P. Leonardo Castellani o Ignacio B. Anzoátegui, del que preparó una antología de sus textos junto con Eduardo Allegri.

Formado en el nacionalismo católico, Ferro heredó de sus mentores la pugnacidad intelectual y la buena pluma, que parece ser un sello de fábrica comunicado a lo largo de las generaciones. La lista de los que partieron es extensa y sin dudas incompleta: Castellani, Gálvez, Meinvielle, Genta, Sacheri, los hermanos Irazusta, Ibarguren, Palacio, Sierra, Curutchet, Aragón, Calderón Bouchet, Sequeiros, D’Angelo Rodríguez, Díaz Araujo, Randle, Hernández. Por la gracia de Dios varios más siguen entre nosotros, librando incansables el buen combate, contra viento y marea.

Discípulo de los primeros y amigo y camarada de los segundos, Jorge. N. Ferro señala el camino, tras los pasos del Divino Maestro.