En la semana de San Valentín, una gran historia de amor

Cuando Anna Swan llegó a este mundo el 6 de agosto de 1846, ya pesaba casi 10 kg. No podemos imaginar lo que debió haber sido el parto para la pobre madre, algo así como dar a luz un piano de cola. Sin embargo, la señora Swan, a pesar de quedar maltrecha por un tiempo, perseveró en la tarea de traer niños al mundo que, afortunadamente para ella, no volvieron a repetir las dimensiones de su primogénita.
Anna continuó creciendo con la misma velocidad con la que lo había hecho en el seno materno. A los ocho años ya usaba la ropa de su madre; su padre, ansioso de lucrar expensas del tamaño de su hijita, la llevaba de pueblo en pueblo exhibiendo las portentosas dimensiones de su descendencia. Sin embargo, el matrimonio cuidaba con esmero a Anna, quien creció como una niña normal, soñando con ser maestra (¿sueñan con ser maestras las niñas de hoy?).
El primero de sus sueños no pudo cumplirse porque Anna, debido a su tamaño, no entraba en los pupitres y a duras penas lo hacía en el aula. Desde sus 2,27 m de altura, cavilaba sobre su futuro cuando recibió una propuesta de Phineas Barnum para ingresar en su troupe del Museo Americano, un edificio en Nueva York donde Barnum exhibía todo tipo de curiosidades.
Barnum era el creador del “side show” americano y un hábil empresario de “freaks” que había llevado a la fama promoviendo  personajes como Tom Thumb, al microcéfalo “What is it?” (bautizado con ese nombre por el mismísimo Charles Dickens) y al elefante Jumbo, entre otras estrellas que se exhibieron en su museo y, más tarde, en su circo, el más grande del mundo.
La oferta era tentadora para Anna, pero lo meditó durante 15 días y, al final, decidió visitar al lugar donde le ofrecían trabajar.
El viaje desde Nueva Escocia no fue muy agradable para Anna porque los vagones de los trenes no estaban hechos para transportar a criaturas de tales dimensiones. Al verla, Barnum se dio cuenta que tenía un gran negocio entre manos. ¿Cuánta gente pagaría por ver a esta mujer colosal? El astuto empresario llegó a un trato muy conveniente para las partes y realizó los arreglos para hospedar a Anna en el mismo Museo Americano, además de agenciarle un tutor para que continuara con su educación y otros para impartirle clase de canto, porque Barnum creía que Anna debía exhibir su extraordinaria humanidad cantando.
Anna estaba encantada con su nuevo trabajo y, de la mano de Barnum, viajó por Estados Unidos y Europa causando sensación con su altura, su canto y los exóticos vestidos que el mismo Barnum le diseñaba. Todo parecía marchar a las mil maravillas hasta la aciaga  noche del 3 de marzo de 1865, cuando el Museo Americano se incendió. La pobre Anna perdió sus pertenencias y casi la vida, porque no le fue fácil escapar por la escalera de incendios, creada para personas menos voluminosas.
Anna debió comenzar de vuelta. Se exhibió por un tiempo, pero, vencido el contrato, estuvo a punto de abandonar esta vida trashumante cuando conoció al que sería el hombre de su vida: Martin van Buren Bates.
A diferencia de Anna, Martin había nacido de tamaño normal y nada hacía suponer que sería un gigante hasta que comenzó a crecer a una velocidad extraordinaria. A los 7 años pesaba 150 kg y medía casi 2 metros. Su padre se vio obligado a ampliar la casa y ensanchar las puertas para poder albergar a su hijo. Cuando la Guerra Civil estalló, Martin se alistó en el ejército confederado, donde era conocido como “el sureño que medía lo que cinco hombres y peleaba como 50”. En menos de dos años, Martin fue nombrado capitán y, de acá más, por el resto de su vida, todo el mundo lo conoció como el Capitán Van Buren. 
A diferencia de los enanos que exhibió Barnum, como el “General Tom Thumb” o “El Comodoro Nutts”  (que, como conoceremos en una próxima entrega, usurpaban títulos y honores), Martin Van Buren Bates había ganado sus galones en el campo de batalla. La guerra le dejó una marca indeleble porque su familia fue masacrada por una partida yanqui. Martin juró vengarse y buscó a cada uno de los asesinos. A cada cual lo mató con sus propias manos y los dejó colgados de un árbol hasta que se pudrieran. Ni siquiera  permitió que recibiesen cristiana sepultura. Los deudos le tenían tanto miedo que no los tocaron hasta que Van Buren permitió su entierro después de la guerra.
El gigante fue capturado por los federales y pasó el resto de la guerra en prisión.
Concluida la contienda, Van Buren volvió a su pueblo natal en Kentucky, pero pronto descubrió que nada allí lo retenía y decidió exhibirse en el John Robin Circus, donde el capitán inmediatamente se convirtió en una atracción. Su exposición le reportaba 400 dólares a la semana.
Era imposible que dos personas como Anna y Martin no se conocieran. Todo el mundo hablaba de la “cantante del cielo” y del “héroe confederado”. Cuando al fin se encontraron, inmediatamente se enamoraron. Cupido debió apuntar muy alto.
Juntos partieron hacia Inglaterra, donde la reina Victoria los recibió en una audiencia privada. Al enterarse de que los gigantes pensaban casarse en Londres, en la iglesia de Saint Martin in the Fields, la reina les envió como regalo de bodas un anillo de brillantes para la novia y un reloj con cadena de oro para el capitán.
En medio de una gran expectativa, la gigantesca pareja se casó a la tradicional inglesa londinense.
Después de una prolongada luna de miel que aprovecharon para escribirse extensamente por Europa, volvieron a los Estados Unidos y decidieron afincarse en Seville, Ohio, lugar donde construyeron una casa a medida de sus necesidades. Los techos medían más de 4 metros de altura y las puertas eran de 3 metros de ancho, es decir unas proporciones que hacían sentir a sus invitados como liliputienses en la casa de Gulliver.
Solo les faltaba un hijo para ser felices. El embarazo no tardó en llegar, aunque la niñita murió a poco de nacer (niñita es una forma de decir, porque pesó 8 kg y, según algunas versiones, fue preservada en formol para su estudio científico). En 1879 tuvieron otro bebé, en este caso un varón de 10 kg, pero desafortunadamente murió horas después del alumbramiento. Para poner distancia a  tantos in fortunios, Anna y Martin decidieron viajar y exhibirse, pero Anna, después de la muerte de sus hijos, jamás volvió a ser la que había sido. Entró en una depresión, contrajo tuberculosis y terminó sus días por una insuficiencia cardíaca el 5 de agosto de 1888. 
El capitán quedó solo una vez más en el mundo, pero, hombre hecho las desavenencias, decidió rehacer su vida rápidamente. Un año más tarde se casó con la hija de un pastor evangelista que solo medía un 1.60  m y pesaba 60 kg. No queremos imaginar los trastornos maritales de la nueva señora Van Buren. 
El capitán continuó viviendo en su casa gigantesca, que sin Anna parecía vacía. Durante 30 años manejó la granja que había comprado y, cada tanto, se exhibía, no tanto por dinero, sino para recordar esos buenos tiempos en los que compartía el escenario con Anna y contaba historias de guerra, o cuando conoció a la reina Victoria, o recordando las charlas que mantuvo con el presidente Grant.
Entre tantos recuerdos, no podía dejar de pensar lo feliz que había sido con Anna Swan en lo que fue, en todo sentidos y sin lugar a dudas, un gran amor.

HISTORIAS GIGANTES 
Gigantes como Anna y Martin hubo y siempre habrá. 
A lo largo de la historia se destacan varios personajes, como Charles Byrne, el gigante irlandés, cuyo esqueleto fue adquirido por el Dr. John Hunter (quien pagó una fortuna por él) y se exhibió en curioso contrapunto con el esqueleto de la minúscula “Hada Italiana”, una enanita de escasos 60 centímetros, en el Royal Society of Surgeons de Londres, hasta que una bomba nazi destruyó el lugar en 1941.
También se recuerda al gigante chino Chang Woo Gow  (1841-1893), a Al Tomaini, un estadounidense que se casó  con una enanita de escasos 60 centímetros, y el más grande de todos, el turco Sultán Kösen, quien alcanzó los 2,52 metros de altura.
El gigantismo es el exceso de hormona de crecimiento o somatotropina, segregada por la hipófisis,  generalmente asociado a un tumor benigno en dicha glándula.
En el caso de Anna, la hormona comenzó a segregarse en el útero materno. Cabe destacar que los dos hijos de Anna también tuvieron alto peso al nacer, y su hijo varón llegó a medir 71 centímetros, convirtiéndose en el bebé más grande del que se tenga noticias.
Cuando el gigantismo se dan los primeros años de vida, como en los casos de Anna y  Martin, las personas crecen de manera proporcional. Sin embargo, si la secreción de hormonas ocurre después del cierre de los cartílagos de crecimiento, durante la adolescencia, lo que se produce es un crecimiento desmedido de la mandíbula, los dedos de la mano y los pies, un trastorno conocido como acromegalia.
Los gigantes suelen parecer otras enfermedades asociadas, lo que los hace propensos a la diabetes e incluso a la ceguera. El caso bíblico de David y Goliat es ilustrativo: una sola piedra causó una hemorragia cerebral, ya que la zona de la hipófisis y la silla turca suelen ser frágiles y estar afinadas en personas con gigantismo.
No fue la mano de Dios la que mató a Goliat, sino un tumor hipofisario que había horadado las paredes del cráneo.
La  historia de Anna y Martín es, a todas luces, una gran historia de amor, quizás la más grande jamás contado. Y es poco probable que algo así vuelva a repetirse..