El vicio impune de los libros

 

Diccionario del bibliómano

Por Antonio Castronuovo

Edhasa. 424 páginas

Un homenaje singular a la lectura y los libros ofrece este gratísimo Diccionario del bibliómano, del ensayista y traductor italiano Antonio Castronuovo.

La intención divertida del autor se manifiesta en el método de abordar el fenómeno como si se tratara de un trastorno expresado en diferentes patologías. Aparecen la bibliofilia y su desborde, la bibliomanía del acumulador impenitente; la bibliolatría; la insólita bibliofagia; la biblioclastia (afecta a los que padecen de hostilidad extrema a los libros); la tecnológica bibliofobia; la bibliotafia (la sufren aquellos que gustan de enterrar volúmenes); la bibliorrea (Proust es el culmen), y demás.

En su obra Castronuovo (Acerenza, Italia, 1954) respeta las convenciones típicas de un diccionario: enumera términos y definiciones en (arbitrario) orden alfabético y acude a diferentes autoridades. Escritores, desde luego, pero también periodistas, investigadores “serios”, eruditos de la lengua de todas las épocas y latitudes. (Y tal vez también algún nombre inventado para refinar el divertimento).

Umberto Eco, Alberto Manguel, Roberto Calasso, Claudio Magris, Carlo Ginzburg hacen aportes previsibles. Junto a ellos, las fuentes se expanden y diversifican. Están Aulo Gelio y Petrarca, Cervantes, Pepys, Gibbon y Hume, Poe y Nodier, Joyce, Verlaine, Gadda, Borges, y hasta alguna curiosa mención de Alberto Laiseca.

El bibliómano, nos ilustra Castronuovo, suele entregarse a placeres exquisitos. Algunos sienten debilidad por los libros intonsos. A muchos el olor de las páginas de libros antiguos les resulta irresistible. El territorio favorito de unos y otros es el de las librerías de usados, auténticos santuarios que estimulan al “enfermo cuya patología es quizá la única que resulta placentera”.

Los entregados al “vicio impune” (diría Valery Larbaud) de la lectura también deben afrontar peligros. Prestar libros es el mayor de todos. El desdén de familiares, amigos y cónyuges tampoco es una afrenta menor. Sin respiro acechan ladrones y libreros oportunistas con afán de lucro. Y todo bibliómano sabe que su dulce afección está amenazada por el tiempo y la inevitable decadencia física. ¿El mayor dolor? Intuir que el destino último de esa biblioteca personal reunida con tanto gusto y empeño será la dispersión y el olvido, por capricho de algún heredero ingrato.

Mientras tanto, el bibliómano persevera en su delirio, inmune a las adversidades, casi heroico en la acumulación inagotable. Castronuovo lo acompaña en el sentimiento: “El maníaco de los libros sufre de mal, claro: Sabe que está enfermo, pero continúa comprando lúcidamente, frenéticamente. Inactual perfección sería para él tener solo los libros que lee, comprarlos y leerlos, uno por uno”.