El regreso de Monroe a la macropolítica

Nunca, desde 1945, hemos estado tan cerca de una nueva guerra mundial como en los meses recientes. Ni la crisis de Berlín, en 1961, ni la de los misiles de Cuba, dos años después, a pesar de impresionar fuertemente a los que las vivieron, llegaron a alcanzar tal envergadura como la actual.

Se trató, más bien, de episodios muy graves pero de rápida resolución, favorecida por el hecho de que el contencioso estaba reducido a las dos superpotencias. Hoy, en cambio, están en presencia el conflicto ucraniano -entre guerra clásica y guerra híbrida-, la lucha polifronte en el Medio Oriente y las graves tensiones en el Mar de la China, como tres viveros de una escalada y de su eventual combinación en una conflagración generalizada.

Al propio tiempo –y estos datos no deben ser descuidados- nunca ha estado tan fisurada la dinámica de las élites norteamericanas en relación a la política exterior del país, fisura que se suma a los preexistentes antagonismos socioculturales del país, sólo comparables a los que provocaran la Guerra de Secesión.

En realidad, esta variedad de conflictos multiformes pero interconectados no es sino la apariencia superficial de un proceso mucho más profundo. Lo que estamos viviendo es el largo y doloroso parto de un nuevo ordenamiento político del espacio global. Es decir, una lucha por lo que Carl Schmitt llamaría “el nuevo nomos de la Tierra”.

En efecto: la humanidad ha vivido a lo largo de los últimos tres siglos al menos otras tantas configuraciones del poder mundial y hoy estamos comenzando a percibir las primicias de una cuarta. Veamos.

NUEVO ORDEN

Desde mediados del siglo XVII el orden europeo –que era por entonces el único relevante- se estructuró en torno a los Estados nacionales soberanos como señores de la guerra y la paz, destacándose de entre ellos cinco o seis en calidad de “grandes potencias” cuyas alianzas y conflictos alternantes constituirían la trama de la Historia.

Este esquema perduró hasta 1945 no obstante los tempestuosos desafíos que le plantearon Napoleón y luego Hitler. Pero así como la derrota de aquél ratificó, Santa Alianza mediante, el orden precedente, la de éste, en cambio, abrió el camino hacia el entronizamiento de un sistema bipolar que sancionaba la pérdida de centralidad de Europa.

La diarquía establecida sobre las ruinas de la Cancillería del Reich subsistió cuarenta y cinco años, durante los cuales pareció que Estados Unidos y la Unión Soviética podían irse a las manos en cualquier momento, pero en última instancia terminaban delegando su belicosidad en los respectivos proxies y en las variadas formas de la ”guerra revolucionaria”.

Hasta que la notoria disfuncionalidad del sistema soviético hizo su trabajo y precipitó los acontecimientos de 1989/91. Ellos abrieron la estación de la unipolaridad. En efecto, nunca poder alguno estuvo tan cerca del gobierno mundial como Estados Unidos durante las presidencias de ambos Bush y Clinton.

Alrededor de dos décadas (obsérvese la “aceleración de la Historia”), pues en 2008 el esquema comenzaría a resquebrajarse. Primero por la crisis financiera, luego por el desmadre de la llamada Primavera Arabe y por la concomitante reaparición de Rusia como potencia ultrarregional. Todo ello con el ascenso aparentemente imparable de China como telón de fondo.

Se abre por entonces una suerte de interregnum que algunos llamaron llanamente apolaridad. Los variados conflictos que hoy atravesamos constituirían el tránsito hacia la nueva configuración del poder global, porque la política –como la física- tiene horror al vacío. En realidad, sabemos, aunque confusamente adónde vamos pero ignoramos todavía cómo llegaremos allí.

Todo indica, en efecto, que vamos hacia la multipolaridad. No por ser esta palabra un caballito de batalla retórico de Rusia y China el referido térrmino-concepto carece de plausibilidad, al punto que en días recientes el propio Marco Rubio lo ha asumido. Y tampoco le falta filiación académica reconocible.

Baste recordar la tesis de Schmitt, expuesta en la Universidad de Kiel semanas antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial sobre los “grandes espacios”, el célebre trabajo de Huntington a comienzos de los ’90 sobre “el choque de civilizaciones” o la propuesta de Çooker en torno a los llamados “Estados civilizacionales”, por ejemplo.

A tal configuración puede llegarse por una sucesión de conflictos regionales o por su encadenamiento en una conflagración mundial, en este caso con los riesgos inherentes para la Humanidad entera.

El boceto del orden resultante es descripto por Pier Paolo Portinaro como “…un agregado extremadamente heterogeneo, dominado por macropotencias imperiales, flanqueadas por las grandes organizaciones continentales con finalidad federativa (…) y una pluralidad de sujetos estatales (…) dentro de la cual se incluyen diversos tipos de Estados (la doctrina politológica los clasifica en Estados consolidados, Estados débiles, Estados fallidos y Estados colapsados), que se distinguen entre sí en base a la consistencia y la funcionalidad de sus respectivas máquinas de gobierno” (Breviario di politica, p. 186).

Es decir, en el plano superior Estados Unidos, Rusia y China, luego la Unión Europea, o lo que quede de ella tras las tempestades actuales, India, Irán, Turquía y luego una multitud de Estados nacionales que no habrán de desaparecer –según la pretensión de los globalitarios- sino reformularse como actores estratégicos en relación con la referida pluralidad de jerarquías. Y sí, finalmente, un número imprevisible de Estados agonizantes o difuntos por su incapacidad para adaptarse al nuevo orden de cosas.

Ciertas manifestaciones de ese perfil futuro comienzan a diseñarse. Por un lado el concepto brezhneviano de “soberanía limitada”, que es hoy desempolvado por los funcionarios europeos que aplauden la anulación de las elecciones rumanas y amenazan con aplicarlo en Alemania si llegase a cuadrar.

Por otra parte, el florecer de mitos políticos expansivos, como “el mundo ruso”, ”el Gran Israel”, “el neo otomanismo”. Todo ello favorece, en este período de transición, una fragilización de las fronteras previa a su ulterior consolidación en el marco de los Grandes Espacios.

INCERTIDUMBRE

Ahora bien, ¿cómo transitarán los Estados Unidos el camino hacia la multipolaridad? Tenemos la impresión de que la Unión se replegará sobre el espacio de la “Fortaleza América”, es decir el Continente o el “Hemisferio Occidental”, en una versión actualizada de la Doctrina Monroe. Existen una serie de indicios que abonan esta mirada.

Mientras Trump no ahorra señales de desinterés por Europa y de su voluntad de recortar lo más posible su compromiso con el Viejo Continente (siguiendo en esto las orientaciones del Farewell Address de George Washington), sus acciones expansivas versan sobre Groenlandia, Canadá, Méjico, Panamá… Es decir, ratifican la impresión de que el “retroterra´ estratégico de los Estados Unidos está al oeste del meridiano de Greenwich.

Sin duda con distintos grados de prioridad: en primer lugar la masa de América del Norte e islas adyacentes, además de la ribera caribeña de Sudamérica. Luego el resto.

No podemos dejar de preguntarnos. Por una parte, ¿existen ámbitos en nuestra Clase Política donde se piensen estos temas? Por otro, de ser así, ¿tienen los mismos acceso fluido a las instancias de decisión?