Una ‘Carmen’ desfigurada y despojada de encanto

El ‘regisseur’ Calixto Bieito construyó su propia ópera.


'Carmen’. Opera en cuatro actos, con texto de Henri Meilhac y Ludovic Halévy, y música de Georges Bizet. Iluminación: Alberto Rodríguez Vega. Escenografía: Alfons Flores. Vestuario: Mercè Paloma. Régie: Calixto Bieito. Con: Francesca Di Sauro, Leonardo Caimi, Jaquelina Livieri, Simón Orfila, Laura Polverini, Daniela Prado, Sebastián Klastornick, Pablo Truchljak. Coro de Niños (dir.: Helena Cánepa), Coro (dir.: Miguel Martínez) y Orquesta Estables del Teatro Colón (dir.: Kakhi So-lomnishvili). El viernes 12, en el teatro Colón.


 

El Colón incurrió en un enfoque desacertado al encarar la nueva presentación de ‘Carmen’, que el viernes se ofreció en tercera función de gran abono. Porque una puesta que en su momento pudo haber parecido rupturista y de avanzada, es obvio que un cuarto de siglo después ya no lo es. Ni lo uno ni lo otro (como lo reconocen los propios colegas catalanes que siempre la apañaron y hoy hablan de envejecimiento). Las modas pasan. Además de esto, y con ciertas excepciones, en el plano musical, las cosas no resultaron para nada brillantes, lo cual -todo sumado- contribuyó a plasmar un espectáculo que se hizo largo y de a ratos tedioso.

 

EXTRAVAGANCIAS

Famoso antes que otra cosa por sus experimentos provocadores, el burgalés Calixto Bieito estaba haciendo sus primeras armas en el teatro lírico cuando con el propósito de “épater le bourgeois” (“impresionar a los burgueses”) introdujo esta ‘Carmen’ en 1999 en el Festival de Peralada. Lejos de la Sevilla del siglo XIX, la acción parece ubicarse en el norte de África (Ceuta), y a partir de un enorme tinglado casi siempre desnudo, va desplegando secuencias que algo pero poco o nada tienen que ver con la novela de Mérimée y la ópera de Bizet.

Esto es, para decirlo más claro, que el regisseur, sobre la base de estas obras, pero audazmente divorciado de ellas, elaboró con música ajena una creación absolutamente propia y personal, cuya autoría original se le debe atribuir.

Demás está decir que lo que se vio fue un despliegue de excentricidades e incoherencias múltiples, una tras otra, acerca de las cuales no es necesario abundar en detalles (sin ir más lejos, una suerte de orate-payaso vociferante que entraba y salía a cada rato, o el manoseo constante de la bandera española). El tercer acto, con un inexplicable toro de fondo, se desarrolló en una especie de desierto sahariano y el cuarto fue, en definitiva, la culminación del mamarracho y de la orfandad de soluciones teatrales. Nada vistosa, por supuesto, muy abstracta, falta notoria de ideas lúcidas, despojada de encanto, de poesía, Bieito declaró que la tragedia de ‘Carmen’ se centraba “en el primer crimen de violencia de género” llevado a la ópera. Lo cual demuestra que no entendió nada, absolutamente nada del melodrama francés y de su matriz. Carmen fue destruida por Don José; pero ella ¿no lo había destruido a él antes? 

 

FAZ MUSICAL

Asistente de Charles Dutoit, estuvo en el foso Kakhi Solomnishvili, maestro georgiano de profesional meticulosidad, cuyo discurso, prendido con alfileres, careció por ende casi por completo de fraseo y se distinguió por su  velocidad en más de un fragmento y sus articulaciones confusas. Preparado por Miguel Martínez, el coro estable, sometido a un denodado esfuerzo actoral, aunque demasiado estentóreo en ciertas partes, volvió a lucir como es habitual su belleza canora.

En el elenco de solistas se destacó desde ya Francesca Di Sauro (protagonista), a quien habíamos puesto de relieve el año pasado (‘Il Turco in Italia’). Dotada de un registro realmente espléndido, fresco, aterciopelado y homogéneo en toda su amplia tesitura, la mezzo italiana emite con la más absoluta naturalidad, y se movió con garra y carácter. Tiene que profundizar algo más el personaje, especialmente en los trozos forte, en los que su sólido caudal le dificulta paradójicamente el despliegue de matices. Pero se trata de una artista joven, que está en sus inicios en ‘Carmen’, papel consagratorio en su cuerda, que irá sin duda madurando. 

Nuestra compatriota Jaquelina Livieri (Micaela) mostró igualmente metal neto y redondo, legato de calidad, impecable timbre, aunque en algunos fragmentos puso en evidencia un canto demasiado elocuente, más adecuado a una composición verista que a una ópera francesa y a su dulce personaje. Cristián De Marco (Zúñiga) y Felipe Carelli (Morales) hicieron oír voces atrayentes; el bajo menorquín Simón Orfila (Dulcamara, 2015, Leporello, 2016) exhibió nuevamente perfiles rústicos, potencia y falta de lisura, al tiempo que a Leonardo Caimi (Don José) lo encontramos disminuido respecto de su actuación de 2020 (‘Adriana Lecouvreur’). A partir de un metal lírico y tal vez algo más, el tenor calabrés comenzó a abordar un repertorio más pesado, procurando llevar su registro al nivel lirico spinto

. Colofón: se quedó en la mitad del camino y no es ni lo uno ni lo otro. Afectado por añadidura por un leve vibrato, apretó notas, careció de matices, y sin perjuicio de algún pasaje algo mejor, su línea y su colocación fueron ingratamente desparejas y por esto dramáticamente insustanciales. 

Calificación: Regular