Acuarelas porteñas

El peor insulto entre los intelectuales hace 50 años

Eran los años 60 –y también 70– del siglo XX. Aquellos jóvenes estudiantes porteños, que leían a Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Karl Marx, Marcel Proust, Franz Kafka entre otros, les fascinaba –ese es el término correcto– reunirse a discutir; más que a conversar. Para ello había lugares precisos. La ya desaparecida confitería La Paz (en Avda. Corrientes esquina Montevideo) y unos cuántos cafés en torno a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires como el bar Florida (de la calle Viamonte entre Florida y San Martín.) Tres que se convirtieron en escritores reconocidos –Juan José Sebrelli (1.930/2.024), Carlos Correas (1.931/2.000) y Oscar Massota (1.930/1979)– compartieron estas costumbres que estamos comentando.

Se leía todos los días; aunque fuera de manera desordenada. Y también hacerse tiempo para reflexionar sobre lo leído y analizar si se estaba o no de acuerdo y el por qué. Las razones, las causas, los fundamentos, eran de esencial presencia. De lo contrario habría sido imposible el debate. Ciertamente lo más alejado de la práctica opinológica (y, por ello, en general sin fundamentaciones) generalizada hoy en día.
Además de los ya mencionados, hubo muchos otros. Citemos, por decir algunos, a Jorge Lafforgue (1.935/2.002), León Rozitchner (1.924/2.011), Boris David Viñas Porter (1.927/2.011), conocido públicamente como David Viñas; Noé Jitrik (1.928/2.022); mis dilectos amigos Gyula Kosice (1.924/2.016) y Juan-Jacobo Bajarlía (1.914/2.005). Todos los cuales han quedado en la Historia de la Cultura no sólo de la Argentina sino, también, en el ámbito internacional.

LECTOR COTIDIANO

La condición de lector cotidiano de los textos que ellos mismos consideraban indispensables, con su posterior reflexión y análisis caracterizó a toda esa época. Llegado a este punto, tenemos que recordar unos versos que aparecen en el poema Un lector, de Jorge Luis Borges, que van en el sentido de lo que nos estamos refiriendo y que dicen: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito, a mí me enorgullecen las que he leído.”
También Ernesto Sábato (1.911/2.011) en más de una entrevista responde a su interlocutor: “Usted tiene que leer a…”

Eran tiempos en los que aquellas reuniones podían comenzar al anochecer para continuar hasta la hora de la madrugada en que el café o la confitería cerraba sus puertas. Comentaban aquellos contertulios que, en esos casos, era frecuente que siguieran los diálogos –así como los debates– caminando por las calles a medida que cada uno llegaba al domicilio en que vivía. O sea, el debate tenía la característica de interminable. Siempre había algo que agregar, corregir, señalar, ratificar o rectificar.

Y fue en ese contexto que surgió el peor insulto que uno podía decir al otro. Peor todavía si se manifestaba en voz alta para que lo oyeran todos los participantes de la mesa y alrededores. Aquella frase era tomada como tal agresión que, en más de una ocasión quien la profiriera y quien fuera su receptor se levantaban de sus sillas, salían a la vereda con la intención de resolver la cuestión a las trompadas. Lo que, por lo general no ocurría, ya que eran detenidos por los mozos del lugar o por el agente de la Policía Federal que estaba en la esquina de guardia toda la noche, como era usual en aquel entonces.

Para estas personas el insulto en cuestión era peor que hablar mal de la madre. O de cualquier ser querido. ¡Era el máximo insulto que alguien podría haber imaginado! ¿De qué se trataba?

La máxima desestimación del otro era expresar: “¡Cómo se nota que no leyó a…”. O bien, decir: “…si hubiera leído a…”

Acusar al otro de no haber recorrido las páginas de tal o cual texto era el peor insulto.

Hoy, cuando apenas transcurrió medio siglo de aquello, parece increíble que señalar la falta de tal o cual lectura fuera causa suficiente para sentirse objeto de la mayor agresión imaginada.