El ocaso del Rey Sol

El brillo de Luis XIV comenzó a declinar el 10 de agosto de 1715. Entonces llevaba 72 años en el trono –el reinado más largo de la historia de Francia–. Ese día, al volver de una partida de caza, el rey refirió un intenso dolor en una pierna. Su médico, Guy-Crescent Fagon (1638-1718), un ilustre profesional y distinguido botánico que descubrió las virtudes terapéuticas de la quinina, le diagnosticó una ciática, pero pronto aparecieron manchas negras en su pierna, marcando el comienzo de una gangrena secundaria a la gota que lo atormentaba desde hacía años.
A la gota, una afección secundaria al acumulo de cristales de ácido úrico, la llamaban la “enfermedad de los reyes” porque atormentó a varios monarcas como Carlos l, Felipe II, Fernando VII (todos de España), Maximiliano de Austria y Enrique VIII de Inglaterra. Su frecuencia es muy alta porque se estima que 275 de cada 100.000 personas padecen gota.
No era la primera vez que Luis XIV sufría una enfermedad que ponía en riesgo su vida. Tuvo viruela de niño, blenorragia de joven –por su intensa vida galante–, fiebre tifoidea de adulto (razón por la cual cayó su cabello y se vio obligado a usar peluca, que puso de moda entre los obsecuentes de su corte), además de haber perdido todos sus dientes (durante la extracción de una pieza dental le fracturaron el paladar).
Pero la ocasión que mantuvo en vilo a toda Europa fue cuando debió ser operado de una molesta fistula anal secundaria a hemorroides. En un jinete consumando como era Luis XIV, este no era un detalle menor...
El año 1686 no fue  bueno para el rey. Desde principios de ese año, un dolor en la zona rectal hostigó al monarca que no podía salir a cabalgar ni sentarse, menos aún cumplir satisfactoriamente con sus tareas reproductivas ... Al conocerse la existencia de ese “tumor en el muslo”, como dio en llamarse eufemísticamente al absceso rectal, los médicos de la corona, dirigidos por el doctor Antoine d'Aquin, comenzaron a discutir sobre cuál era la mejor terapéutica para curar la molestia anal del soberano. Se sugirieron cataplasmas, inyección de aguas de Barèges y hasta que el monarca pasase una temporada en un balneario de los Pirineos, que según uno de los cirujanos consultados, obraba milagros.
Para aliviar al trasero real, su dueño recibió no menos de 2000 purgantes y más de 1500 enemas.
Finalmente, se convocó al cirujano Charles-Francois Félix de Tassy (1635-1703), quien opinó que la única terapéutica posible pasaba por operar la fístula que se había formado. Antes que abordar al esfínter del monarca, Félix ensayó su técnica en otros anos menos aristocráticos. No se conoce el número exacto de traseros que abordó el cirujano –algunos dicen que fueron 75– y menos aún cuántos murieron en el proceso (para no alarmar al monarca, los occisos eran enterrados inmediatamente). Félix perfeccionó un bisturí ad hoc y se declaró listo para curar el procto real. La cirugía se llevó a cabo en el mayor de los secretos el 18 de noviembre de 1686 y duró tres dolorosas horas. Durante la operación, Madame de Maintenon sostuvo la mano de su amante. Mientras los cirujanos trabajaban en las posaderas  del monarca, este pidió que no lo llamasen rey, y solicitó que lo tratasen “como un campesino”. Al parecer tanta formalidad mientras hurgueteaban su traste (“su majestad quédese quieto” o “su excelencia no se mueva”) había puesto a Luis de mal humor. 
La operación fue un éxito y al poco tiempo el rey de Francia volvía a sus funciones, que incluían tareas de Estado, caza, cabalgatas y amantes, a quienes tenía algo postergadas. 
Charles-Francois Félix recibió más de 300.000 luises por esta cirugía, convirtiéndose en el cirujano mejor pago de la historia. El bisturí que diseñó para el caso se atesora en el Museo de La Sorbona. 
Al enterarse la aristocracia francesa del éxito de la cirugía, expresó su regocijo con misas de acción de gracias, Te Deum, poemas, alegorías etc., etc., etc. La duquesa de Brinon, asistida por el músico de la corte, Jean-Baptiste Lully, compuso una canción llamada “Grand Dieu sauve le Roi”, que se convirtió en el himno de la Casa Real de Francia hasta que rodó la cabeza de un descendiente de Luis XIV durante la Revolución Francesa. Casi un siglo más tarde, Georg Friedrich Händel adaptó esta melodía, que se convirtió en el himno de la corona británica, paradójicamente brotada del procto tullido de un rey francés.
Pero volvamos al desafortunado empeoramiento de la pierna del Rey Sol. Las manchas negras proliferaron y las dudas diagnósticas se diluyeron ante la certeza de que una gangrena afectaba la extremidad del monarca a partir de un tofo gotoso (acúmulo de ácido úrico en una articulación). Para calmar el dolor, el Dr. Fagon le prescribió sirope de opio, aguardiente con alcanfor, leche de burra para dormir y baños de plantas aromáticas infusionadas en vino de Borgoña. Lamentablemente, estos esfuerzos terapéuticos de nada sirvieron para frenar la agonía del monarca. Fueron 23 días de dolor excruciante que el Rey Sol afrontó con una dignidad enaltecedora. No solo el dolor lo hostigaba, sino también una pestilencia nauseabunda brotaba de su pierna necrosada. 
El fin se acercaba y el rey lo sabía. Toda su agonía, fallecimiento y entierro en Saint Denis se vivió públicamente; el rey no tenía nada que ocultar, por el contrario, sabía que la suya sería una muerte ejemplificadora: “He vivido entre las personas de mi corte y quiero morir entre ellas. Han seguido toda mi vida y es justo que me vean acabar”. Para no dejar dudas, declaró: “Yo me marcho, pero el Estado vivirá siempre”.
El rey fue pudriéndose en vida, a pesar de que un charlatán llamado LeBrun apareció en la corte asegurando que un elixir por él preparado podría salvar la vida del monarca. Fue una esperanza efímera. Con toda dignidad, Luis se despidió de su familia. A quien estaba destinado a convertirse en su sucesor, el futuro Luis XV, aún un niño, le dijo: “Yo he amado demasiado a la guerra, no me imites en eso. ¡Tampoco en los grandes gastos que he incurrido”. Sin duda se refería al palacio de Versalles, sus bailes, sus lujos, las joyas que regalaba a sus amantes y a las guerras de sucesión española. Fueron 30 años de contiendas  acompañadas por una desmedida presión fiscal que lo obligaron a conducir su reino con puño de acero. No fue un rey querido, fue un rey temido hasta el último momento de su vida, consciente de que parte de ese poder emanaba de la continua y majestuosa exposición de esa fuerza. Era un poder construido que estaba dispuesto a ostentar hasta en los fastuosos funerales que siguieron a su óbito, el 1 de septiembre de 1715 a las 8:23 de la mañana.
Fue el duque de Bouillon el encargado de anunciar su muerte desde el balcón de sus aposentos. En esa misma cámara se expuso su cuerpo en capilla ardiente y allí mismo procedieron a embalsamarlo. En esos tiempos, el cuerpo de los monarcas  era separado de las entrañas y el corazón depositado en la capilla de Val de Grace, iglesia donde se exhibían los músculos cardiacos de reyes y príncipes que habían regido el destino de Francia. El cuerpo fue trasladado a Saint Denis en una procesión de más de 2.500 personas y 800 caballos alumbrados por miles de velas .
La historia de Luis XIV no podía terminar como la de cualquier mortal, cruzando sin más la laguna Estigia. Él había encendido odios y amores, furias y pasiones; había exhibido las glorias de Francia y también sus miserias. Una vida así no podía concluir en la paz del sepulcro. Su tumba fue profanada  durante la Revolución, y ese cuerpo que se había vuelto  “negro como la tinta” acabó en una fosa común con sus ancestros, los Borbones. El destino más curioso fue el de su corazón, usado como pigmento de bermellón. El pintor Martin Drolling lo usó para su pintura “Intérieur d'une cuisine”, un tema demasiado burgués aún para el corazón embalsamado del Rey Sol.
Finalizada la furia revolucionaria, el cuerpo de Luis XIV, al igual que el de otros reyes, príncipes y consortes reales de Francia, volvió a su tumba en Saint Denis  gracias a la paciencia de Eugène Viollet-le-Duc, quien rearmó, no sin errores, el rompecabezas genealógico de la monarquía gala. Ante algunos groseros errores históricos que lo llevaron a juntar reyes con princesas –errores que con cierta ironía dieron en llamar “incestos de piedra”– Luis XIV volvió a su no tan fastuoso monumento mortuorio mientras su corazón convertido en pintura, se continúa exhibiendo al público, como lo hiciera este monarca a lo largo de su existencia.