El mito de la catástrofe rusa en la guerra contra Japón

Al emperador Nicolás II se lo acusa a menudo de la “catástrofe” de la guerra Rusojaponesa de 1904-1905, de la cual se están cumpliendo 120 años. Pero no hubo tal catástrofe.

La relación general de fuerzas era muy evidentemente favorable a Rusia, y los éxitos japoneses parciales no cambiaban esto para nada. Las bajas japonesas eran notablemente mayores que las rusas, los recursos del Japón se agotaban velozmente, al tiempo que los rusos, en esencia, recién empezaban a desplegar sus fuerzas. Si esta guerra realmente hubiera tenido el significado que le adjudican los enemigos del Zar, Rusia la hubiera seguido hasta un final victorioso. Sin embargo, en la situación de un levantamiento armado en la retaguardia –la revolucion de los socialistas en 1905– el Zar decidió que novalía la pena seguir y buscó la paz. Ante una catastrofe, los gobiernos no se comportan de esa manera. A propósito, la sociedad japonesa interpretó las condiciones de la paz como humillantes.

Luego de su publicación hubo disturbios en Tokio, en el curso de los cuales murieron 17 personas, varios centenares fueron heridas, y otros centenares fueron arrestadas. La muchedumbre llegó a arrasar el 70 por ciento de las comisarías de policía en la capital. No son escenas parecidas a un festejo de la gran victoria.

La versión de que esta guerra fue catastrófica para Rusia, es propaganda en estado químicamente puro. Propaganda soviética, es decir del enemigo.

Obviamente Rusia perdió la guerra. Pero fue una derrota no demasiado significativa en una guerra de segundo orden. Y cabe tener en cuenta que el factor de “inestabilidad interna” tuvo mucho que ver en numerosos eventos históricos. Lo padecieron los franceses en 1789, los portugueses en 1910, los chinos en 1911, los alemanes y austro-húngaros en 1918.

EN LA CONFERENCIA DE PAZ

Para la conferencia de paz de Portsmouth, que puso fin a la guerra ruso-japonesa, el Zar le había dado amplios poderes al presidente del Comité de Ministros, conde Serguei Witte, encargado de las tratativas. Pero con dos condiciones: ni un rublo de contribuciones, ni un

metro de territorio. El propio Witte estaba a favor de hacer grandes concesiones, pero Nicolás II le contestó: “Nunca voy a firmar una paz deshonrosa e indigna de Rusia”. Y seguía fortaleciendo a su ejército en Manchuria, preparándose para continuar la guerra.

Además de Witte, Nicolás II también fue presionado para aceptar las condiciones japonesas por el presidente estadounidense Theodor Roosevelt, por el Kaiser Guillermo de Alemania y por Francia. Sin embargo, el Zar se negó categóricamente a ceder ante los japoneses y parecía que las negociaciones entraron en punto muerto. No obstante, imprevistamente, los japoneses aceptaron sus condiciones. Todos quedaron boquiabiertos.

El telegrama de Witte al Zar, rezaba: “El Japón ha aceptado las exigencias relativas a las condiciones de paz y, de esta manera, la paz será restablecida, gracias a Vuestra sabía y firme decisión, y exactamente de acuerdo con lo prefijado por Su Majestad. Rusia queda como una gran potencia en el Extremo Oriente, como lo era hasta ahora, y como lo será por los siglos”.

Un investigador estadounidense, Tyler Dennet, escribió en 1925: “Ya para fines de mayo el Japón estaba agotado y sólo la firma de la paz lo salvó del colapso, o de una derrota total en el enfrentamiento con Rusia”.

Los gastos generales de los rusos para la guerra con Japón ascendieron a alrededor de dos mil millones de rublos: eso equivalía a un presupuesto anual del Imperio Ruso. Una suma importante, pero no criítica. Y no se produjo ninguna gran crisis económica. Al contrario, después de la guerra Ruso-Japonesa el desarrollo económico cobró aún mayor vigor.

La derrota en la batalla naval de Tsuzima, es simplemente una batalla desafortunada para la flota rusa. En la guerra a veces pasan esas cosas. La destrucción de la flota rusa en Tzusima de ninguna manera caracteriza a Nicolás II, igual que el aniquilamiento de la flota francesa en Trafalgar de ninguna manera caracteriza a Napoleón. A fin de cuentas ninguno de los dos era comandante naval y en el momento de la derrota ni siquiera estaban presentes en el teatro de operaciones militares. Cinco mil caídos y seis mil marinos prisioneros, es realmente mucho. Pero desde la retirada de Tenochtitlán de Hernán Cortés en la Noche Triste, es sabido que a veces las guerras muy alejadas de la metrópoli se tornan cruentas derrotas para los europeos.

Traspiés de este género tuvieron todos, incluyendo a los magníficos británicos. Por ejemplo, en el curso de la primera guerra afgano-británica, en 1842, el general William Elphinstone decidió evacuar de Kabul a su ejército anglo-indio (4500 combatientes y alrededor de 12 mil civiles: familias con sirvientes, el convoy, etc.). De

esas casi 17 mil personas llegaron vivas a Jalalabad sólo un inglés (el doctor William Brandon) y varios cipayos. Los demás fueron degollados por los afganos en los pasos de montaña. Los estuvieron matando durante siete días.

LARGO REINADO VICTORIA

Otro episodio desagradable tuvo lugar en 1885 en el Sudán, cuando los rebeldes tomaron Khartoum y pasaron a degüello a los siete mil hombres de la guarnición anglo-egipcia (al líder sudanés Mahdi le presentaron la cabeza decapitada del general Charles Gordon).

Tanto en 1842, como en 1885 el trono británico estaba ocupado por la reina Victoria. Pero nadie dice “la reina es Khartoum”, en tanto que el poeta izquierdista ruso Konstantin Balmont escribió “Nuestro zar es Tzusima”.

El largo reinado de Victoria no solo incluye las catástrofes de Kabul y Khartoum, sino también la Gran Hambruna en Irlanda (medio millón de muertos según las estimaciones más moderadas); la narcotizacion masiva de la población; las prostitutas de 12 años en cada esquina (el rol de tratantes lo ejercían sus madres, que vendían a sus hijas por una botella de gin); los niños que empujaban los tristemente famosos carritos cargados de carbón en las minas; Jack el Destripador que merodeaba por Londres (muchos han señalado que era miembro de la familia real); los hombres desterrados a Australia por robar un pan de manteca (las escenas que se registraban en los barcos que transportaban a los presidiarios son muy difíciles de narrar por lo horrendas). Pero ningún inglés nunca escribió “la reina es Kabul, la reina es Khartoum, la reina es una mancha de sangre”. Y cualquier problema social de los siglos pasados el público consciente lo tomaba tranquilamente, con espíritu de “sí, en ese momento el nivel de desarrollo era ese, pero afortunadamente, existe el progreso social, y ahora vivimos de otra manera”.

El concepto universalmente reconocido de esta soberana y su gobierno es: la época victoriana se convirtió en un período de desarrollo industrial, cultural, político, científico y militar, y en el tiempo del mayor florecimiento del Imperio Británico. Además para su pueblo Victoria se convirtió en un símbolo nacional.

Mientras que en Rusia, en 1906, Konstantin Balmont escribía los versos titulados “Nuestro zar”, que citan aún hoy los odiadores del monarca. “Nuestro Zar es Mukden, nuestro Zar es Tzusima, nuestro Zar es una mancha sangrienta”. Estamos en presencia de una visión patológica, nadie escribe así sobre los suyos. Sólo se le dedican palabras de este tenor a los enemigos mortales.

¿Acaso le preocupaban a Balmont las bajas rusas en la guerra contra el Japón? Para nada. Ya antes de ella, había escrito versos contra el Zar. Obviamente este poeta saludó el golpe palaciego de febrero de 1917, y solo después de la revolución bolchevique empezó a entender algo. Y tuvo suerte de que los rojos no lo fusilaran (habían considerado esa idea). Abandonó Rusia y de esta manera salvó su vida.

Con gente de esta calaña tuvo que vérsela el Zar. Y es que la naturaleza de las revoluciones no yace en el plano socio-económico, sino en el cultural-psicológico. La postura de Balmont simboliza el estado de la sociedad rusa de aquella época. Una sociedad fatalmente inmadura.