UN CLASICO DEL P. CASTELLANI QUE PONE EN CONTEXTO LA IDEA QUE HOY ASOMA COMO GRAN NOVEDAD
El liberalismo y los argentinos
En ‘Esencia del liberalismo’, que recoge una conferencia de 1960, el brillante sacerdote y escritor analizaba los errores filosóficos y teológicos de esa doctrina y recordaba su aplicación accidentada en estas tierras. Su mayor pecado había sido la creación de “dos Argentinas” enfrentadas de manera irreconciliable.
El triunfo electoral y la asunción del primer presidente autoproclamado “liberal-libertario” de la Argentina invitan a reflexionar sobre el significado de esos datos y la solidez de su pretendida originalidad histórica.
Victoria Villarruel y Javier Milei encarnan una alianza entre corrientes no siempre afines.
Como las notas en el mango de una guitarra o el teclado de un piano, la historia es una continuidad segmentada, que se repite en diferentes octavas. Examinado desde 1983 o 1973 el fenómeno de Javier Milei asoma, en efecto, como un hito sorpresivo, insólito e inesperado. Si la mirada retrocediera hasta 1955 o, con más razón, hasta 1880, el personaje y sus ideas bien podrían terminar perdidos en el paisaje. Aquello que hoy se presenta como una imparable revolución contracultural sería visto apenas como la restauración de un viejo ideario ya probado y varias veces descartado. (Lo primero es lo que suele afirmar el propio Milei; lo segundo prefiere no recordarlo).
Pocas inteligencias argentinas exploraron mejor esa paradoja histórica que el padre Leonardo Castellani.
Lo hizo en buena parte de su obra, con lucidez y tenacidad admirables que corrían a la par del fervor patriótico y hondamente religioso que lo empujaban a volver una y otra vez a un tema que parecía desgarrarlo por dentro.
La mejor síntesis de esa cruzada intelectual se encuentra en Esencia del liberalismo, el opúsculo que recoge una conferencia que el sacerdote pronunció en 1960, año clave que ayuda a entender el sentido del escrito. (Esta nota sigue la versión del volumen publicado en 1976 por Ediciones Dictio, acompañada de tres apéndices).
RESTAURACION
En 1960 se vivía otra “restauración” liberal tras doce años de gobiernos antiliberales. Había comenzado en 1955, con el derrocamiento violento de Perón, siguió con la Revolución Libertadora de Aramburu y Rojas (pero no del “nacionalista” Lonardi, a quien sólo le permitieron durar dos meses en la presidencia), quiso arraigarse en la reforma constitucional de 1957, y parecía prosperar con el gobierno del radical Arturo Frondizi, elegido en 1958 gracias al apoyo negociado de los votantes peronistas que tenían a su líder exiliado y proscripto. (Frondizi a su vez sería derrocado en 1962).
Ese era el contexto de la conferencia de Castellani. En sus palabras el sacerdote alude a esos hechos sin detenerse demasiado en ellos. Su propósito, siguiendo las sugerencias de quienes lo habían invitado a hablar, era remontarse a las definiciones empíricas, filosóficas y, sobre todo, teológicas del liberalismo. Pero no olvidaba que el tema de la disertación tenía ya, como mínimo, un siglo de historia en el país. “Si hace un siglo entero que lo estamos ensayando y todavía no nos sale, es señal de que no nos sirve”, advertía. El tema era la historia de un fracaso, no de un éxito.
Castellani objetaba en principio la ambigüedad de la palabra libertad. “...Libertad no tiene sentido alguno si no se le añade el para qué; y sin eso es mejor ni hablar”. Esta ambigüedad, que bajo el estandarte de la Libertad había hecho posible los espantosos totalitarismos del siglo XX, no abarcaba a los iniciales portadores del estandarte. Ellos, acusaba Castellani, “sabían bien lo que querían; querían la libertad de comercio, o sea la libertad para el Gran Dinero a fin de llegar al poder del Gran Dinero o sea el actual Capitalismo; y para eso querían gobiernos débiles o sea parlamentarios, división de poderes, sufragio universal y todo lo demás; y para eso querían una religión débil, el deísmo, y después el cristianismo liberal y hoy día el modernismo”.
Aunque sin considerarlo “bueno”, Castellani valoraba al liberalismo inglés en oposición al francés por creerlo más “genuino”, y reconocía méritos a la variante que había imperado en nuestra tierra entre 1820 y 1860. Destacaba incluso a Sarmiento frente a Mitre (“Sarmiento era liberal y no era malo del todo; por lo menos no era tan malo como Mitre; y por eso quizás murió en el destierro y Mitre en su cama, confesado y comulgado por una tía suya”). Pero aclaraba que “en nuestra raza” (es decir, en los pueblos hispánicos), la doctrina liberal “no produjo...ninguna obra maestra; y fue más bien cosa de impulsos, instintos, pasiones y movimientos que de ideas claras; y más cosa de copias, plagios y trasplantes que creación política ninguna”. Por eso su conclusión sobre el liberalismo nativo era terminante: “Destruyó una tradición política defectuosa pero viva y puso en su lugar un fantoche vacío, accesible al espíritu maligno.”
ERROR Y HEREJIA
Castellani veía en el liberalismo un error, una ficción y una herejía: el error era la libertad de comercio; la ficción, la soberanía del pueblo, y la herejía, la “Religión de la Libertad -opuesta aunque derivada de la Religión de Cristo-.”
Iniciado con la Reforma protestante, racionalizado por la Ilustración y profundizado con el comunismo, se había esparcido por el mundo un “proceso continuo de heterodoxia antitradicional (‘Revolución’)” que Castellani atribuía a la “mezcla singular de dos viejísimas y en cierto modo eternas herejías cristianas, el pelagismo y el maniqueísmo”.
La primera, difundida por el monje inglés Pelagio en el siglo IV, era la negación del Pecado Original; la segunda, cuyos orígenes eran igual de remotos, consistía en la exageración desproporcionada del poder del Mal.
Los pensadores de la Ilustración, y especialmente Rousseau —que es la bestia negra de Castellani en toda la conferencia—, reformularon esas dos herejías en una filosofía cuya base está en el concepto de la “bondad original” del ser humano, que luego es corrompida por la sociedad y por el Estado (o tal vez por “la casta”). De ahí el énfasis en la “libertad” a secas, la libertad en todos los ámbitos para desatar esas cadenas que “maleaban” a un hombre esencialmente bueno.
Enfrente, ironizaba Castellani, estaba “un Mal substancial, concreto y absoluto, que realmente no se puede ver de dónde sale; pues si el hombre es naturalmente bueno, ¿de dónde diablos salen esos horrores y esas tinieblas que disiparán la Ilustración y el Progreso; ese Mal que primero se llama Papa, después los Reyes y los Nobles, entre nosotros los Caudillos, y finalmente los Capitalistas y sobre todo los Fascistas?”
Visto filosóficamente, el error teológico del liberalismo, apuntaba Castellani, “se llama ‘equivocación acerca de la natura humana’: El hombre nace bueno y la sociedad lo malea”.
La aplicación en la Argentina de este error liberal había conducido desde el siglo XIX a la creación de dos países (la primera de las “grietas”, diríamos hoy), una idea a la que el sacerdote-escritor también volvería repetidas veces en su obra.
Estas dos Argentinas era reales y cada una pretendía eliminar a la otra. En 1960 Castellani temía, con voz profética, que esa “eliminación” se diera incluso por la fuerza. No lo recomendaba a los suyos pero aceptaba que otros caudillos antiliberales, como Franco o Rosas, así lo habían hecho. “Pero mejor es vivir sin matar a nadie ni ser muerto: lo cual no sé ya si durará todavía una década en la Argentina”, advertía con asombrosa precisión.
HACER VERDAD
Su recomendación al “Nacionalismo”, el bando en el que ubicaba a los adversarios argentinos del liberalismo, era muy distinta. Los exhortaba a ser pacientes y “organizarse férreamente” pero no para tomar el poder a corto plazo sino para “hacer Verdad a largo plazo” con la mira puesta en solucionar primero el “problema político” porque, aclaraba, “no se puede resolver ningún otro problema antes que el problema político”.
“Creer que el fin último de la Política es alcanzar o arrebatar el Poder —alertaba— es un error y una estupidez: es el error de Maquiavelo y la estupidez de los políticos baratos y pueriles que nos están moliendo y perdiendo”. En el horizonte estaba aspirar “al Sufrimiento y a la Derrota (es decir al Martirio)”, si bien reconocía que esa aspiración era propia de hombres religiosos, y no de hombres éticos, que es lo que deberían ser los buenos políticos.
El padre era elocuente al definir el “problema político” con palabras que podrían haberse escrito hoy mismo, en pleno siglo XXI: “Tenemos Constitución —dos por falta de una—, tenemos Cámaras Alta y Baja —dos por falta de una, y bastante bajas—, tenemos sufragio universal adornado de un poquito de fraude, tenemos frecuentes y costosas elecciones —o sea opciones—, tenemos esplendorosos partidos políticos con unas plataformas que no te digo nada, tenemos libertad de cultos, libertad de prensa, libertad de reunión, libertad de opinión y libertad de enseñanza —sin tener enseñanza—, es decir, tenemos todo el Liberalismo entero y verdadero, y esto no marcha: de confesión de todos, hace tiempo ya que esto no marcha”.
Por eso no se hacía ilusiones electoralistas. “El pueblo no cree ya más en todo eso —observaba—. En cuanto a mí, no sólo descreo ya en esta farsa sino que estimo ilícito coinquinar con ella; de donde hasta el fin de mi vida votaré —porque hay multa— con un sobre vacío. Y si todos los nacionalistas hicieran lo mismo…”. En otros párrafos lo había expresado con una frase que, en 2023, volvió a circular bastante en ciertos sectores con motivo del reciente balotaje: “¡Maldito sea el Mal Menor y el que lo inventó! Jamás votaré más por el Mal Menor, y no votaré más sino es por un Bien Total”.
En 1960 Castellani sólo veía dos soluciones al persistente “problema político” argentino: el rosismo o el comunismo. Desde luego que no es esa la opinión predominante en la Argentina de Milei. Y no son esos los parámetros en los que se mueve el nuevo gobierno y la nueva oposición. Pero la paradoja mayor es otra. La paradoja consiste en que, frente a un desencanto popular mucho más generalizado que el que existía en 1960, un desencanto que parece reclamar un cambio de régimen antes que el mero cambio de personas o de colores políticos, el elegido para revertirlo haya sido un doctrinario liberal sui generis, que propone como gran novedad el regreso entusiasta a las ideas que dieron origen a ese mismo régimen detestado.