Conocido como ‘El hombre del misterio’, Hipólito Yrigoyen a través de su larga vida pública se dedicó a cultivar la persistencia de ese mito forzando al estreno tal aspecto de su personalidad naturalmente hosca al exhibicionismo. Ello puede constatarse en la escasez de fotografías que existen sobre el hombre público, la mayoría de las cuales han sido tomadas en ceremonias oficiales o en trajines de campaña electoral sobre todo en el interior del país. Por el contrario, existe una muy interesante y rica iconografía pictórica que se extiende a lo largo y ancho del país en los más variados e incluso llamativos lugares. Por caso, en museos, instituciones, comités y ateneos, colecciones particulares.
Sin embargo, hay una obra emblemática y señera que sintetiza quizás de manera sublime que sintetoza quizás de manera sublime todos los misterios y certezas que existen sobre la figura y la obra de Hipólito Yrigoyen. Se trata, a mi juicio, del retrato más excelso del repúblico obra de la exquisita artista argentina Emilia Bertolé, pintora de destacada trayectoria e incluso autora de notable obra poética.
Emilia Isabel Bertolé (1896–1949) fue una artista plástica, retratista y poeta nacida en Santa Fe, Argentina. Desde temprana edad demostró pasión y talento por el arte. A los 12 años, participó en un Concurso Municipal presidido por la artista Lola Mora, y luego ingresó becada en el Instituto de Bellas Artes Doménico Morelli.
En 1915, envió tres obras al V Salón Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires: un pastel llamado Ensueño fue seleccionado. En 1927, se convirtió en la primera artista mujer en participar y ser premiada en el Salón de Mayo, con su obra Claridad: un pastel en donde se puede apreciar una figura de mujer de medio cuerpo con los brazos cruzados sobre la falda y en actitud pensativa, detrás una vasija con flores.
En la década de 1920, Emilia Bertolé se instaló en Buenos Aires y se enamoró de la bohemia porteña. Así, formó parte del grupo Anaconda, liderado por Horacio Quiroga, y cultiva amistad con Alfonsina Storni, Victoria Ocampo y Alfredo Bufano, de quien pintaría un retrato en 1921. En 1923 Regina Pacini de Alvear, esposa del presidente Marcelo T. Alvear, adquiere una de sus obras que luego dona al Salón Nacional. En 1925, Bertolé intervino como jurado en el Salón de Otoño, junto con Alfredo Guido y Emilio Ortiz Grognet, integrantes de la Comisión Municipal de Bellas Artes.
La artista se dedicó especialmente a la pintura de retratos, ya que se destacaba como pintora de moda en los círculos de la alta sociedad y de la bohemia. En las obras de Bertolé se filtra la influencia del Simbolismo y del Romanticismo, movimientos estéticos que la artista supo desplegar con maestría en sus lienzos. En muchas de sus obras pueden verse personajes contemplativos y melancólicos, que se pierden en atmósferas densas, repletas de colores pasteles, pero que son sumamente expresivos. Además, a la par de su trabajo como pintora desarrolló su vocación por la escritura, publicando en 1927 su primer libro de poesías titulado “Espejo en sombras”, un preciso reflejo de su personalidad artística y de su sensibilidad visual.
Tras la crisis de 1930, los encargos para retratos se vieron afectados, por lo cual la artista se las ingenió para generar otro tipo de ingresos, colaborando con ilustraciones para el diario La Capital y la revista El Hogar.
En 1944, y tras la muerte de su padre, volvió a Rosario donde permaneció hasta su muerte en 1949. Falleció a los 53 años, dejando una vasta obra pictórica y literaria.
SU ENCARGO MÁS IMPORTANTE
Si bien su obra en materia de retratos es extensa, es claro que Bertolé no tuvo encargo más importante que el de pintar al entonces Presidente de la Nación Hipólito Yrigoyen a quien retrató tres veces. Es una de las pinturas más ambiciosas bajo este tópico por su minuciosa realización y por su fuerte impronta fotográfica. El personaje mira sesgado y ligeramente por encima de nosotros, ya que el punto de vista de la composición se encuentra apenas debajo de la cabeza, lo cual nos hace contemplarlo con cierto respeto en una sutil perspectiva jerárquica. Luce tranquilo, pero imponente, grave pero sereno. Denota el cargo que ocupa, pero también emana la admiración de la artista que lo retrata. Existen pocos óleos de Bertolé que posea tan denso rigor compositivo y esta dedicada concentración.
Tal vez no exista otra manera de pintar un personaje con tan alta investidura. Pero cobra nueva y significativa dimensión por tratarse de un presidente democrático argentino. En 1930 fue derrocado por la dictadura del general José Félix Uriburu, que dio comienzo a la llamada década infame. En este contexto histórico puede aventurarse que la obra resuelve el dilema de la artista planteado anteriormente: entre los tediosos encargos burgueses y la auténtica "obra que brota de las entrañas", como reclamaba el romanticismo, esta pintura coloca a la artista en su lugar. Plasma lo que más sabe estéticamente, obtiene dinero por ello e inmortaliza a un destacado referente de la política argentina.
Conviene señalar un detalle que proviene de la tradición oral. Las citas de Yrigoyen con la artista para someterse al tedioso rol del modelo, se extendió para varias semanas. Fue siempre comidilla de la época la especial sensibilidad de Yrigoyen hacia las mujeres y su eficacia en la galantería y conquista del sexo femenino. Para el momento en que la obra fue realizada, el presidente era ya un hombre anciano aunque conservaba un recio porte, bastante cabello y su penetrante mirada no dejó de observar la belleza misteriosa que irradiaba aquella joven artista que parecía arrobada por esa figura imponente que además era una leyenda viva de los argentinos de la época. En 1928 Yrigoyen había alcanzado la plenitud de su prestigio y poderío cuando una abrumadora mayoría lo condujo a su segunda presidencia. La obra corresponde a ese año (se encuentra en la colección del Museo Historico Nacional) y es verosímil colegir que la sensualidad que también trasunta la escena de pintar un retrato, influyó en ambos protagonistas.