El fútbol llora por Houseman, el dueño de las gambetas

Recordado como uno de los mejores punteros de la historia, murió a los 64 años víctima de cáncer de lengua. Un extraordinario jugador que se lució con una habilidad indescifrable, pero que perdió con rivales temibles como la pobreza, la falta de educación y los vicios.

La pelota lo amaba. No lo dejaba jamás. Se entregaba, mansa, a su imprevisible habilidad, a ese cariño con el que la llevaba por la punta derecha para lanzar el centro perfecto para la entrada del compañero mejor ubicado o para incursionar en una diagonal que muchas, muchas veces, terminaba en gol. René Houseman murió hoy, a los 64 años, víctima de un cáncer de lengua que desde octubre del año pasado venía horadando su vida. El fútbol argentino llora con ese tipo de lágrimas que se escapan ante un dolor inmenso, de esos que no se pueden contener. Porque el Loco, el Hueso o simplemente René, fue un hombre que le brindó a este deporte un continuo y exquisito homenaje cada vez que entró en la cancha.

Heredero directo de geniales punteros derechos como el brasileño Garrincha y el Loco Oreste Osmar Corbatta, Houseman compartía con ellos esa gambeta indescifrable, esa pasión por abrir caminos por el costado izquierdo de la retaguardia rival, esa capacidad para hacer lo que nadie esperaba. Mentira: todos sabían lo que iba a hacer, pero nadie podía quitarle la pelota porque lo hacía en el instante en el que sus marcadores ya tenían las piernas anudadas de tanto amago que metía para esconderles el balón.

Como Garrincha y Corbatta, Houseman tuvo una vida muy dura. La pobreza, la poca educación, los vicios y las malas compañías fueron sus marcadores más férreos. Lograron arrebatarle la calma que merecían sus últimos años. Porque alguien que hizo tanto por el fútbol no debió haberla pasarla tan mal en sus últimos años. Manejó la pelota como nadie, pero fue muy permeable a las tentaciones que jaquearon su carrera y la hicieron menos lucida en el tramo final de lo que merecía. Y, para colmo, también acortaron sus días de vida.

Hincha fanático de Excursionistas, en las canchas argentinas nació con la camiseta de Defensores de Belgrano. En los primeros años de la década del ´70 vistió la casaca rojinegra en los viejos torneos de Primera B y Primera C. De ahí dio el salto a Huracán, el club en el que terminó de desplegar las alas para volar bien alto. Fue la más viva expresión de belleza en un equipo que hizo del buen juego un credo irrenunciable.

Carlos Babington, el elegante número 10 de ese Globo campeón del Metropolitano 1973 a las órdenes de César Menotti, recordó a Houseman con una mezcla de cariño y sincera emoción: “Yo creo que Houseman fue el mejor jugador que vi en mi vida. Vos decís, jugó tres años, se caía a pedazos a los 25 años… No importa eso, tenés razón, pero los tres años que jugó fue un crack total. Tenía ese pique corto... Era un monstruo. No tenía defectos, era guapo. La gente deliraba con el Loco”.

 Houseman, Miguel Angel Brindisi, Roque Avallay, Babington y Omar Larrosa constituían la fuerza ofensiva de ese maravilloso Huracán que quedó para siempre en la memoria colectiva como uno de los mejores equipos de la historia. René era la inspiración al servicio del equipo, porque lo suyo no se reducía a la habilidad pura. Entendía el juego. Sabía por dónde convenía atacar y cuándo convenía hacerlo. El fútbol no tenía secretos para él.

Si habrá sido grande el Loco que en un equipo en el que Brindisi aportaba brillo y goles y Babington hacía gala de su inteligencia y de su soberbio pie izquierdo para conducir, los aplausos eran para Houseman.

René era de esos jugadores que enamoran no bien se los ve. Sorprendió a todos cuando llegó a Huracán porque no lo conocía nadie. “Menotti no sabía quién era Houseman. Una mosquita, decía. El era de Excursionistas, pero venía de Defensores de Belgrano. Nadie sabía quién era. Y vos estabas en la práctica y te dicen mañana viene Houseman. No sabíamos si era alto o bajo. Me llama la atención que jugaba en Defensores de Belgrano, que estaba en la B… no sé por qué no lo conocíamos. La cuestión fue que vino, y lo vi: primer partido de práctica en la Base Naval de Mar del Plata… Y me acuerdo de que volvimos y el Flaco dijo yo no lo puedo creer. Es un crack este muchacho. Me acuerdo de que al otro partido debutamos con San Lorenzo de Mar del Plata en el Torneo de Mar del Plata, el 3 era (Elvio) Capdevila, que había jugado en San Lorenzo. ¡El baile que le dio a ese pibe! Y sí, todos vimos que era un crack”, evoca Babington.

En cuanto se develó el misterio de su extraordinario talento fue convocado a la Selección. Dijo presente en el Mundial ´74 y dejó su sello con un golazo contra Italia en la primera ronda. Junto con Babington, fue de los pocos que se destacó en un elenco argentino que no la pasó bien en Alemania.

Cuentan que cuando llegó a Berlín se asustó porque no entendía nada al ver todos los carteles escritos en un idioma incomprensible para él. Pensaba que se iba a perder…. Así de ingenuo y de sencillo era.

Siguió con su andar distinguido en el Globo, acarició la gloria de otro título que se le escapó en 1976 a un Huracán que era tan delicioso como el que había sido campeón tres años antes.  Quedó en el mundo de la leyenda un golazo que le hizo a River en completo estado de ebriedad. Porque muchas veces debieron ir a buscarlo y llevarlo al vestuario no el mejor estado. Lo vestían y él salía a la cancha como si nada pasara. Jugaba y hacía delirar a todos con sus gambetas.

Como no podía ser de otra manera, Menotti lo tenía entre sus preferidos en la Selección. Jugó mucho con la camiseta albiceleste y estuvo en el plantel que se consagró en el Mundial del ´78 aunque su rol fue mucho menos protagónico que el que su dimensión de jugador exigía. Lamentablemente, su carrera entró en un temprano ocaso poco después de haber tocado el cielo con las manos. Ya en esos días empezaba a notarse que su físico jaqueado por el alcohol y el tabaco no lo acompañaba. Así y todo, el Flaco siempre lo tuvo en cuenta. Hasta metió un gol en el 6-0 con Perú, ese partido que siempre es sospechado y mirado con desdén.

Tuvo pasos fugaces por River e Independiente en los albores de la década del ´80. A esa altura apenas se le desprendían algunas gambetas que servían para recordar al genial puntero del pasado reciente. Se fue a Chile, donde militó en Colo Colo y hasta se atrevió a viajar a Sudáfrica para jugar en el Amazulu. No duró mucho en suelo africano: se asustó cuando vio que sus compañeros practicaban un extraño ritual en el que se pintaban el cuerpo con sangre de una gallina sacrificada minutos antes de los partidos.

Pudo darse el gusto de ponerse la camiseta de Excursio en 1985 para darle un prematuro adiós al deporte al que tanto le dio en poco más de una década de carrera.

Los últimos tiempos lo mostraron abatido, avejentado, mirando los partidos de Huracán o de Excursionistas bien pegado al alambrado. Su salud le tiraba gambetas que él no podía contener. El cáncer fue el número 3 más despiadado que se lo puso adelante para llevárselo de esta vida, pero, al mismo tiempo, para terminar de instalarlo en la galería de los jugadores inolvidables.