El escritor como crítico
Trece prólogos
Por Ricardo Piglia
Fondo de Cultura Económica. 110 páginas
La edición en un volumen de los prólogos que Ricardo Piglia preparó entre 2011 y 2015 para la colección titulada “Serie del Recienvenido”, del Fondo de Cultura Económica, reconoce al menos dos justificaciones: por un lado refresca el valor de los libros que se pretendió recuperar en su momento, y por otro condensa varios de los principios literarios que regían el criterio de Piglia como editor y crítico.
Casi podría decirse que, en la mirada del autor de la selección, lo primero sirvió como excusa para explicitar lo segundo. Sus juicios valorativos, deslindadas las evidentes expresiones de amistad o las simpatías de juventud, acumulan sentencias que bien podrían articular una concisa preceptiva para uso de escritores noveles.
En estas pocas páginas el profesor se alterna con el crítico y ambos sostienen al editor. Comentando En breve cárcel, de Sylvia Molloy, Piglia destaca la importancia del tono en literatura, una idea que repetirá varia veces a lo largo del volumen. Frente a los cuentos de Oldsmobile 1962, de Ana Basualdo, evoca otros ejemplos de relatos pensados como un conjunto y examina el papel relevante que cumplen los objetos en esas narraciones. Después dictamina: “En la ficción, el poder de un objeto depende de su capacidad de distorsionar la realidad”.
Obras de C.E. Feiling o María Angélica Bosco le sirven para opinar sobre las distinciones entre alta cultura y cultura popular, o entre alta literatura y géneros literarios, como el de terror o el policial. En el caso de estos dos autores, sus libros (El mal menor y La muerte baja en el ascensor, respectivamente) constituyen ejemplos exitosos de afirmación y renovación de fórmulas probadas.
La voz narrativa era central para Piglia (1941-2017). El tema se repite en los prólogos, con apelaciones a autoridades como Vladimir Nabokov, quien consideraba que la clave de la mejor narrativa contemporánea no residía en el interés por la trama o la identificación con los personajes, sino en la “fascinación del lector por la inteligencia del que narra la historia”.
Observaciones semejantes las aplicaba, por caso, a una novela de Jorge Di Paola (Minga!) y a los cuentos de Miguel Briante (Hombre en la orilla). Piglia había sido amigo de ambos escritores, al igual que de otros incluidos en la selección, como Norberto Soares o Edgardo Cozarinsky, cuyo proceso creativo había conocido de primera mano, en largas conversaciones mantenidas en décadas pasadas.
Trece prólogos contiene por lo tanto una tercera justificación posible. En su brevedad extrema recopila un puñado de impresiones y anécdotas que contribuyen a delinear el ambiente cultural que nutrió al Piglia de juventud, aquel lector aplicado y un poco esnob que antecedió al crítico, al profesor y al escritor.