BREVES APUNTES EN TORNO A LAS ‘MEDITACIONES’ DE MARCO AURELIO

El emperador filósofo

POR BERNARDINO MONTEJANO

Un filósofo estoico, el emperador romano Marco Aurelio, está de moda, tanto que en La Nación, apareció una nota de Pedro B. Rey, titulada “Marco Aurelio, un best seller de siglos”.

Pero nuestra sorpresa aumentó cuando comprobamos, en la primera reunión del Instituto de Filosofía del Colegio de Escribanos de la Ciudad de Buenos Aires, que la distinguida escribana sentada a nuestra derecha, mujer de letras, estaba leyendo las Meditaciones del emperador y casi desbordó cuando, casi por unanimidad, eligieron comenzar el año con el estudio de los estoicos. Cauto, el novel presidente señaló que también había que estudiar a los epicúreos, para escuchar la otra campana que sonaba en esos tiempos. Es razonable, pero que otro se ocupe del tema; nosotros preferimos observarlos desde la perspectiva crítica del esclavo liberto Epicteto, integrante con Séneca y Marco Aurelio de la trilogía más destacada del estoicismo romano.

Contrarios a las modas, porque pensamos en general como Gustave Thibon, que “los esclavos de la moda son los desertores de la eternidad”, prestamos por segunda vez nuestro consentimiento en ocuparnos y estudiar a alguno de moda.

La primera, fue con el pensador contemporáneo coreano germánico Byung-Chul-Han y no nos fue mal, pues el elegido fue mostrándose cada vez mejor desde que reveló su nombre de bautismo, que es Alberto, y no Byung-Chul, o sea “Luz Clara”, pero como es notorio, como Alberto Han vendería muchos menos libros.

HOMBRE PIADOSO

Marco Aurelio estuvo al frente del Imperio Romano entre los años 161 y 180. Escribió en griego y como escribe Rey, “los anotó para sí mismo en distintas etapas de su vida, sin darlos a conocer. Al tercero de los cuadernos les dedicó horas en las tiendas de campaña, en la frontera germánica. Esa intimidad muestra que detrás de cada una de sus palabras sigue habiendo una persona, más cercana que muchas de las que puntúan nuestra vida cotidiana”.

Tenemos a la vista un libro precioso titulado Les stoiciens, textos traducidos por Émile Bréhier (Gallimard, París, 1962), regalo de Gabriel María Mazzinghi, en un tiempo, “pichón de filósofo”.

Como hombre piadoso, Marco Aurelio comienza, en el Libro I por el recuerdo de la herencia recibida: de su padre “la conciencia y la virilidad”; de su madre: “la piedad, la generosidad, la facultad de abstenerse no solo de obrar mal, sino incluso de pensarlo; en la manera de vivir, una simplicidad bien alejada de las costumbres de los ricos” (Ob. cit., p.1139).

Viene después la manifestación de gratitud a sus maestros, quienes le enseñaron a soportar la fatiga, a tener pocas necesidades, a hacer su trabajo y a no meterse en todo y a mal acoger los ruidos calumniosos.

A Diógenes le agradece la ausencia de frivolidades, la desconfianza respecto a todos los hacedores de prodigios y charlatanes; y el estar apegado a la filosofía.

A Rusticus, la necesidad “de reformar mi carácter y de velar por ello, a tener disposiciones indulgentes y conciliadoras y de haber conocido los Comentarios de Epicteto, que él me ha comunicado”.

A Apolinario, la libertad, “a permanecer siempre semejante a sí mismo en los sufrimientos agudos, en la pérdida de los hijos, en las largas enfermedades”.

A Sextus: la benevolencia, el modelo de una familia patriarcal, la noción de la vida conforme a la naturaleza; soportar a los ignorantes y a quienes juzgan sin reflexión, el adaptarse a todos.

A mi hermano Severo: “el amor a los suyos, el amor a lo verdadero, el amor a lo justo… haber concebido… una realeza que pusiera por encima de todo la libertad de los súbditos; la constancia en su estima por la filosofía; la abundancia en los beneficios y en las liberalidades” (Ob. cit., p. 1143).

A mi padre adoptivo: la cortesía, la amabilidad; la voluntad de escuchar a todos aquellos que pueden contribuir al bien común; dar exactamente a cada uno según su mérito.

En el Libro II aparece el error del panteísmo de los estoicos, cuando habla de la participación de todo hombre en la razón y “en una parte de la divinidad” (Ob. cit., p. 1146). Y vuelven las saludables enseñanzas morales: “obrar, hablar y pensar como si ahora murieras”.

En el Libro III nos recuerda “que cada uno no vive más que en el momento presente; el resto es el pasado o un oscuro porvenir”.

En el libro IV aparece un conocido texto según el cual el hombre “es semejante a una roca contra la cual chocan las olas; ella permanece inmóvil en tanto las olas se amansan a su alrededor”.

Ante las cambiantes circunstancias, siempre el hombre “debe ser justo, magnánimo, temperante, prudente, reflexivo, veraz, consciente, libre, tener todas las cualidades que le permiten a la naturaleza humana poseer sus dones propios” (Ob. cit., p. 1168).

En el libro VI aparece la máxima estoica y cierto optimismo en concretarla: “Nada te impedirá vivir conforme a la regla de tu propia naturaleza; nada te arribará que sea contrario a la naturaleza universal”.

En el libro XI señala la jerarquía entre la naturaleza y el arte en la línea de Aristóteles: “La naturaleza jamás es inferior al arte; en efecto, las artes imitan a la naturaleza” (Ob. cit., p. 1234).

FRAGILIDAD

En el último libro aparece un texto que muestra nuestra fragilidad. Y de nuevo su panteísmo: “Muy rápido desaparece el hombre en la eternidad. ¡Qué pequeño fragmento de la sustancia total! ¡Y del alma universal!” (Ob. cit., p. 1247).

Este hombre grande, que escribió y trató de vivir conforme a lo que predicaba, sin embargo, persiguió con saña a los cristianos como cualquier otro emperador de entonces; con ellos nunca tuvo benevolencia ni cortesía.

Desapareció en la eternidad, sin conocer a Cristo, como confesó Simón Pedro, el único que “tiene palabras de vida eterna” (Juan, 6, 68).