HISTORIA, AMISTAD Y LIRISMO ATRAVIESAN UN VOLUMEN REVELADOR DE 1941
El don poético de Enrique Larreta
Cierta mañana de 1941, llegó una esquela firmada por Enrique Larreta a manos de un joven escritor oriundo de la hispana provincia de Salta afincado hacía poco tiempo en la ciudad de Buenos Aires, donde estudiaba Filosofía y Letras y cumplía funciones técnicas en la Biblioteca del Congreso de la Nación.
El autor de La Gloria de Don Ramiro lo felicitaba allí por su primer sonetario: El cantar del crepúsculo, publicado ese mismo año. Pronto en otra comunicación epistolar le hacía saber que lo recibiría en su casa del barrio de Belgrano una tarde a determinar por teléfono. De esa forma caballeresca y generosa, el novelista de prestigio universal respondía a su lector y fervoroso admirador, a punto tal que éste en un siguiente libro: Ensueños de Kemal, (1942) incorporó cinco composiciones bajo el subtítulo de “Sonetos ramiristas” suscitados por la magna novela que viera la luz en 1908.
Lo cierto es que a la correspondencia siguieron las visitas del joven al caserón de Juramento y los diálogos y confidencias del anfitrión que dejaron huella en él. Pasaron las décadas y aquel por entonces veinteañero poeta y prometedor historiógrafo, lució en su escritorio hasta su muerte en diciembre de 2001 siendo ya octogenario, una fotografía con la siguiente dedicatoria de Larreta escrita con su tan característica caligrafía:
“A Carlos Gregorio Romero Sosa. Al escritor y al amigo. Gentilmente Enrique Larreta. 1944”
Un año antes le había obsequiado su libro de poemas en segunda edición de 1942 –la primera igualmente de Espasa Calpe es de 1941- con ilustraciones de Alejandro Sirio: La calle de la vida y de la muerte, así denominado por una calleja de Ávila que partiendo de una de las puertas de la ciudad, va a morir al pie de la Iglesia Mayor.
“Título-hallazgo de un preclaro libro de sonetos”, según manifestó en 1947 Carlos Obligado en el discurso de presentación de Larreta como miembro de la Academia Argentina de Letras.
DEDICATORIA
Tras otra auspiciosa dedicatoria perfectamente legible todavía en la primera página de la obra, ingreso hoy a ella dándome al placer de su relectura.
A primera vista resulta fácil hallar una impronta modernista en los ochenta y ocho sonetos que la componen, escandidos en un lenguaje en general más castizo que rioplatense, donde se hace uso de los encabalgamientos y otros recursos literarios.
Varios entre ese casi centenar están compuestos en el metro alejandrino que Rubén Darío -quien llamó a Larreta: “orgullo de nuestras letras”-, tanto ejercitó y según palabras del nicaragüense aprendió del salvadoreño Francisco Antonio Gavidia.
Podría decirse desde el punto de vista previo al plano propiamente lírico y a las elipsis gramaticales del contenido, que el hecho de hacer destinatarios de varios de los textos a escritores de distintas estéticas y generaciones revela afecto, reconocimiento intelectual, apertura mental y sobre todo perspicacia crítica por parte del tributante de esos ofrecimientos, alguien nacido en 1873 y muerto en 1961. (No en 1875 como suele repetirse y así lo puntualizó el dato el crítico literario, músico y musicólogo Jorge Oscar Pickenhayn en un artículo en La Prensa del 28 de agosto de 1983).
Es notoria la consideración ajena a escuelas y cronologías, toda vez que no pocos de esos creadores eran para entonces jóvenes: Leopoldo Marechal, Francisco Luis Bernárdez, Alberto Casal Castel y sobre todo Manuel Mujica Láinez, que para 1942 contaba apenas con treinta y dos años.
Algo mayores eran Pedro Miguel Obligado de 1892 y su nombre aparece ante el soneto endecasílabo “Lux”. O Victoria Ocampo venida al mundo en 1890, agasajada ante “Hipnos”. Algunos años más tenía el uruguayo Fernán Silva Valdés, que nació de 1887 a quien le dedicó los versos de “La Pampa”. O Rafael Alberto Arrieta, homenajeado frente a “Otoño en el Delta”, Álvaro Melian Lafinur, destinatario de “El Fuego” y Arturo Capdevila de “La Gitana”, los tres de 1889.
Por su parte Fernández Moreno (1886) que en 1931 le había obsequiado en persona su soneto “A Enrique Larreta” cuya primera cuarteta dice: “Os gusta conversar, buen caballero,/encina de Castilla y lis de Francia,/ en el sosiego grave de una estancia/ desteñido el heroico arnés de acero”, se convirtió en el titulo de otro soneto presente en La calle de la vida y de la muerte, esta vez en metro endecasílabo y que comienza: “Ni mirlo ni calandria ni jilguero,/ Ni ruiseñor ni alondra, claro está./ Tu canto suena acá, suena acullá,/ junto al mar o debajo del ropero.”
Tampoco faltaron dedicatorias para el hispanista ítalo-argentino Gherardo Marone, ni para el dibujante nacido en Asturias y argentinizado Alejando Sirio –Nicanor Álvarez Díaz era su verdadero nombre-, ni para la uruguaya Juana de Ibarbourou, ni para el médico neurólogo, poeta y académico brasileño Aloysio de Castro, ni para los argentinos Nini Sansinena y los historiadores Enrique de Gandía y Rómulo Zabala, ni para el político, ex vicepresidente de la Nación y traductor de los poetas ingleses Julio A. Roca, un dirigente conservador de opuesto ideario político al de Larreta que nunca negó su simpatía por el radicalismo y recién ingresó en la Academia Argentina de Letras en 1947, habiéndose negado a hacerlo al crease la corporación por decreto del dictador José Félix Uriburu de 13 de agosto de 1931, puntualizando en su rechazo que no quería “la gloria provisional”.
AMIGOS ESPAÑOLES
Además no podían estar ausentes del reconocimiento en esas páginas dos ilustres amigos españoles. Así Gregorio Marañón, tributario del soneto “Esquivías” por la localidad donde casó Miguel de Cervantes con Catalina Palacios, sobrina de un hidalgo estrafalario y colérico “enjuto de carnes y seco de rostro”, que a entender del sonetista y también de Ricardo Rojas en su libro sobre Cervantes, le debe haber inspirado la figura de Don Quijote: “Entre tanto, Miguel, burlando y en secreto,/ va pergeñando trazas del recio hidalgo magro./ Caño de la demencia y elocuente esqueleto.”
Y así José Ortega y Gasset, destinatario de “La Almohada”, pieza de construcción y profundidades modélicas y que al componer los versos de los tercetos finales: “Odio y traición azotan el asilo/de mis muros y silban en el filo/ del aire. Acaso todo lo desdeño/ porque te tengo a ti, porque soy dueño/ del solo bien que hace esperar tranquilo,/ el otro cabezal y el otro sueño”, cabe suponer que debió tener presente la sombra del cáustico libro del crítico Martín Aldao, una suerte de Aristarco criollo, intitulado El caso de la Gloria de Don Ramiro, volumen dado a conocer bajo el seudónimo de Luis Vila y Cháves y varias veces reeditado después. Sin ser mencionadas siquiera esas páginas, tuvieron respuesta en otro libro, esta vez de 1946: Los valores eternos en la obra de Enrique Larreta de Arturo Berenguer Carisomo.
En cuanto a Leopoldo Lugones, compatriota, contemporáneo y valorado colega en las letras de Larreta, su muerte por mano propia el 18 de febrero de 1938 en un recreo del Delta, disparó en él una elegíaca composición en vibrantes alejandrinos, sonoros desde el primer verso: “Doblen, doblen campanas por Lugones, Lugones”.
Su amargo epílogo: “Tú, destructora tierra. Tú mismo le has matado”, representa toda una denuncia, no ajena al clima de época advertido por otros intelectuales como el periodista José Luis Torres, quien bautizó aquellos años de escándalos y contubernios la “Década Infame”.
HISTORIA
La temática histórica está presente en más de un fragmento de La calle de la vida y de la muerte.
“Era un enamorado también de la historia de su ciudad natal, como de todo acontecimiento lejano, puesto que en Enrique Larreta la sensibilidad del poeta se amalgamaba con una aguda curiosidad, propia casi de un arqueólogo”, puntualizó La Prensa en su extensa nota necrológica aparecida el viernes 7 de julio de 1961.
Se palpa su afición al arte de Clío, en lo que respecta por ejemplo a la figura trágica del Adelantado Pedro de Mendoza y su fallida expedición, algo que desarrollaría el novelista de Zogoibi en las prosas de Las dos fundaciones de Buenos Aires y más aun en la pieza dramática Santa María del Buen Aire.
Y asimismo al ahondar Larreta con perspicacia psicológica en la humanidad del General José de San Martín y trazar en los catorce versos alejandrinos de “¡Señor, Señor de Aguado!”, un imaginario cuadro capaz de describir la gratitud por parte del héroe para con el Marqués de las Marismas del Guadalquivir, Alejandro María de Aguado, antiguo compañero de armas suyo en la Madre Patria y su benefactor en su tiempo como “transterrado” –por acudir a la expresión acuñada por el filósofo José Gaos- en Francia.
Larreta destacó ese sentimiento y la razón de ser de la ayuda que le brindó el acaudalado marqués a San Martín –aunque la presunta pobreza sanmartiniana durante su exilio ha sido puesta en duda por historiadores actuales- en una conferencia ofrecida en la Academia Nacional de la Historia el 16 de agosto de 1941: “¿Cómo retener, en cambio, un hondo sentimiento de melancolía, al pensar ahora en la amargura recóndita que debió padecer nuestro héroe, durante los años largos de su destierro? Abandono, pobreza, tremenda ingratitud, de sus compatriotas, enconadas persecuciones, estúpidas y afrentosas calumnias.”
En el ensayo “Enrique Larreta visión panorámica de su obra” publicado en el Boletín de la Academia Argentina de Letras en 1966, Carmelo M. Bonet manifestó respecto a las cuestiones históricas poetizadas en el volumen tratado:
“Muchos (sonetos) sintetizan temas desarrollados con amplitud en novelas y dramas: Don Ramiro, Anochecer en Toledo, El linyera, Pedro de Mendoza, El Riachuelo de los Navíos, La almohada. Son, la mayoría versos de alto quilataje estético, algunos clásicamente diáfanos y otros de sentido velado, levemente teñidos de hermetismo simbolista (…) Sangre hispana circulaba por sus venas, por la rama de los Rodríguez y la rama de los Larreta. De ahí que sintiera a la patria de sus mayores como a su propia patria: Azelain en Guipúscua, Azelain en la pampa. Ese amor lo llevó a penetrar hondo en la idiosincrasia de la nación española y en el genio de su idioma.”
Solo que junto a esa Madre Patria de allende los mares y a la nativa suya con sus arquetipos como el gaucho pampeano, en algo partícipe de la construcción epopéyica lugoniana viva en El Payador de 1916, entrevió Larreta en el indómito habitante de la llanura su “misterio inmenso, ilimitado/ que le sigue, le aleja, le precede”.
OTROS AMORES
O para mejor englobar a los terruños carnales de sus mayores: la Argentina y el Uruguay –era bisnieto del General Manuel Oribe-, tributó aparte de a la España Eterna en muchísimas composiciones del libro, el amor a Francia patente en el soneto “1914”.
Un relato poético de cómo sus fueros diplomáticos con los que contaba desde que el presidente Roque Sáenz Peña lo designó en 1914 Ministro Plenipotenciario argentino en Francia, le permitieron ante la inminente caída de París en manos de los alemanes durante la Primera Guerra, poder salvar la mascarilla mortuoria de Pascal a pedido de Maurice Barrés: “Sujeto en mis rodilla/ va el confiado tesoro. Pascal, tu mascarilla/ sagrada ha de salvarla, tal vez, un forastero. Y el forastero sueña que lleva la fragancia/ substancial de la tierra. Todo el genio de Francia”.
O a Italia, la tierra de la que algunas gotas de sangre florentina corrían por sus venas que le llegaban del escultor y arquitecto renacentista Sansovino, el “maestro de la mano encantada”. O en el “Soneto portugués” al imperio del Infante don Enrique el Navegante y los descubridores, representado aquí en el marino lusitano Lopes de Sousa que llegó al Río de la Plata en 1531, un lustro antes que Pedro de Mendoza y se asombró ante las islas del Delta: “Sobre la pedrería de su gorro de Oriente/ palpita occidental la pluma brasileña./ Fama redonda. Vino de bota marinera./ Sus tragos de Levante; sus tragos de Poniente.
Sin embargo, parnasiano al fin, resulta evidente su identificación con Grecia; y no con la “Grecia de la Francia” invocada por Darío en el poema “Divagación” recogido en Prosas profanas, ni siquiera la histórica de Fidias, sino -como lo explica el mismo Larreta-, por la arcaica de la Orestíada, la Grecia de Esquilo y en sus palabras: “la que respira todavía el soplo de Asia. La Grecia de mi primera exaltación”.
Cabe anotarlo, es aquella Grecia la que inspiró su primera “nouvelle” precisamente ambientada en la Olimpiada nonagésima, hacia el siglo V a.C: Artemis (1903), texto que Paul Groussac adelantó en la revista La Biblioteca en 1896.
RELIGIOSIDAD
El autobiográfico pesquisante del tiempo perdido a lo Proust, nostálgico y anecdótico en las evocaciones en prosa de Tiempos iluminados (1939), reaparece lírico en “Las criadas y el niño” y en “Primer amor”. Mientras que el hombre de carne y hueso cobijándose en los anocheceres donde poner entre paréntesis la vigilia, está vivo en “El despierto sueño” y “La almohada”.
Y el reverente visitante de la media luz conventual para ver resaltar mejor la aureola de Santa Teresa de Jesús de su particular devoción, puso fin a La calle de la vida y de la muerte con el soneto “Aurora en la Capilla”, de un ascensional espíritu, impulso y mensaje de religiosidad: “Nada, al verte/ clavado así en la cruz ¡oh Cristo!, nada/ me conmovió jamás como ese fuerte/ florecido rubor. Alba en la muerte./ Aurora de la sangre derramada”.
No es pues ante el Cristo de Velázquez que sacudiría la fibra cristiana de Unamuno, el genial y torturado agonista de corazón católico y mente protestante como lo caracterizó el Padre Hernán Benítez en su libro El drama religioso de Unamuno. Es ante un crucifijo quizá construido por manos anónimas que Enrique Larreta se conmueve frente al milagro y el misterio de la Redención.
Y quien había celebrado franciscanamente en otro soneto al “hermano fuego”, incendió su espíritu ante la imagen sufriente de Dios hecho Hombre advirtiendo que en la pieza de imaginería religiosa frente a su ojos: “maravilla/ del ardiente pincel. Roja lanzada/ pone ahora en su cuerpo”, los detalles de la pasión, así la “Roja lanzada”, también habrían de alcanzar relieves estéticos como para mover al observador, por esa vía, al rezo despojado de efectos. En monofónico canto gregoriano.