El Maracanazo
El baúl de los recuerdos. Uruguay consumó en 1950 la hazaña más grande de la historia de los Mundiales. Dejó a Brasil sin el título que sentía suyo en un partido que es el máximo símbolo de la garra celeste.
El silencio se apoderó del Maracaná. El doliente llanto de los espectadores se mezclaba con el festejo de un grupo de hombres vestidos con camisetas celestes. En el imponente estadio que oficialmente se llamaba Jornalista Mario Filho había muerto la ilusión de un país que se sentía vencedor antes de jugar. No hubo fiesta. Todo fue tristeza. La angustia se antojaba tan grande como esa mole de cemento. También en silencio, Jules Rimet, presidente de la FIFA, se acercó al capitán del equipo ganador. Era Obdulio Varela. Sin discursos de ocasión y con una escueta felicitación, el dirigente francés le entregó al Negro Jefe el trofeo que llevaba su nombre. ¡Uruguay campeón!
“Mañana es el gran día. Mañana Brasil será campeón del mundo”. El mensaje se repetía una y otra vez en las radios. La vigilia del partido entre el dueño de casa en el Mundial ´50 y Uruguay era una excusa para iniciar los festejos del día siguiente. La alegría era solo brasileña. Y el pueblo estaba de fiesta.
El duelo del 16 de julio en ese gigantesco estadio construido en el barrio Maracaná no era exactamente una final. Pero lo era. Ese certamen tuvo un curioso sistema de definición: los ganadores de cada uno de los grupos de la fase inicial se clasificaban a un cuadrangular en el que se medían todos contra todos. El que más puntos obtuviera, se quedaría con el título. El destino enfrentó en la última fecha a Brasil (4 puntos) y Uruguay (3), por un lado, y a España (1) y Suecia (0), por el otro. Es decir que un empate permitiría que los vaticinios radiales se hicieran realidad.
El optimismo de los brasileños era desbordante. Las calles estaban engalanadas con los colores de la bandera con el lema “Orden y Progreso”. La concentración del plantel dirigido por Flavio Costa recibía un aluvión de políticos que llegaban para felicitar a los jugadores. Todos daban por descontado el éxito. Los futbolistas asistían resignados a ese interminable desfile de personalidades que les estrechaban la mano.
Costa sabía del poderío de Uruguay. Entre abril de 1949 y mayo de 1950 se habían enfrentado cuatro veces, con un triunfo de los celestes y tres de los brasileños. El último había sido apenas un mes antes por 1-0 con un gol de Ademir por la Copa Rio Branco. Por supuesto confiaba en su equipo. Él también se sentía campeón y por esa razón les pidió a sus dirigidos que jugaran tranquilos y que bajo ningún punto de vista cayeran en las provocaciones de los rivales.
En el campamento uruguayo el ánimo era diferente. Ni los dirigentes que acompañaban a la delegación creían en el equipo conducido técnicamente por Juan López. Hasta le pidieron que no perdieran por cuatro o cinco goles de diferencia. “Con dos estamos cumplidos”, dijeron. Esa postura chocó con la personalidad de Obdulio Varela, el capitán. El Negro Jefe se les plantó y pronunció una frase que la leyenda inmortalizó: “Los de afuera son de palo. Cumplidos solo si ganamos”.
LOS PROTAGONISTAS
Brasil era el amplio favorito. No solo por ser el dueño de casa, sino porque tenía un equipazo. Contaba con grandes estrellas: Ademir era un goleador impiadoso, Zizinho se encargaba de conducir los ataques con gambetas indescifrables, Jair era un futbolista fino, habilidoso y de un poderoso remate… Le había ganado 4-0 a México, 2-0 a Yugoslavia, 7-1 a Suecia y 6-1 a España. Solo había resignado un punto en el empate 2-2 con Suiza en la segunda fecha del Grupo 1. Era una máquina.
A las huestes de Juancito López, en cambio, se las veía como simples partenaires. Nadie daba un centavo por ese equipo liderado dentro del campo por el Negro Jefe, un centromedio de inquebrantable personalidad, fortaleza física y excelente visión del juego. El temperamento del capitán irradiaba al resto del equipo.
La firmeza defensiva era la principal característica de esa selección. Roque Máspoli tenía la apariencia de un arquero invencible con su físico enorme y sus manos gigantes, Matías González era un zaguero durísimo -se ganó el apodo de León del Maracaná-, el incansable Schubert Gambetta y Víctor Rodríguez Andrade clausuraban los laterales y Eusebio Tejera era impasable en la marca. En la ofensiva sobresalía la calidad del Pepe Juan Schiaffino, la velocidad del puntero derecho Alcides Ghiggia, los goles de Oscar Míguez y el idea y vuelta de Julio Pérez.
Los celestes habían accedido a la ronda final aplastando 8-0 a Bolivia, su único adversario del Grupo 4. La debilidad de su único oponente en la fase inicial hacía que pocos lo miraran con preocupación.
EL ÉXITO PSICOLÓGICO DE OBDULIO
Los torcedores se habían acostumbrado a que Brasil abriera la cuenta en los primeros minutos de los partidos. Fiel a su naturaleza, el conjunto local acorraló a Uruguay contra su arco. Pero ese día no tenía la profundidad habitual, algo en lo que seguramente influyó la férrea marca de los celestes.
A Tejera le confiaron la misión de anular al genial Zizinho, Varela y Pérez trataban de cortar la conexión Ademir-Jair, Gambetta y Rodríguez Andrade cubrían los extremos y en el fondo Matías González estaba listo para salir a apagar cualquier incendio. Máspoli -de notable actuación- tapó una volea de Jair y luego se lució ante un tiro cruzado de Ademir.
Los desbordes de Ghiggia constituían el principal argumento ofensivo de Uruguay. Le ganaba con facilidad a Bigode, su marcador. Y cuando el defensor de Flamengo buscó frenarlo con infracciones, apareció en escena Obdulio Varela. Delante del árbitro inglés George Reader, le pegó un cachetazo y lo conminó a abandonar el juego brusco. Bigode no volvió a pegarle al puntero derecho.
Jair estrelló un remate en un poste en otra clara oportunidad para los de Flavio Costa. Los celestes replicaron con un tiro débil de Míguez contenido por el arquero Barbosa. También se acercó el Pepe Schiaffino con un disparo desviado y hasta el Negro Jefe se animó con un intento conjurado por el guardavalla.
Con el empate, Brasil aún era campeón. Todos esperaban una goleada. Parecía un deshonor conformarse con un 0-0. Cuando arrancó el segundo tiempo se desató otra vez el vendaval blanco -Brasil hasta ese 16 de julio de 1950 vestía ese color- y no llamó la atención que el 1-0 se hiciera realidad. Ademir se movió en diagonal y habilitó al puntero derecho Friaca, quien venció a Máspoli. Las tribunas estallaron de alegría. Pero…
Varela se puso la pelota debajo del brazo y caminó hasta el medio del campo para conversar con el árbitro. Le reclamaba una posición adelantada. Reader, un veterano maestro de Southampton, negaba sacudiendo la cabeza. El público miraba la escena con preocupación. El griterío fue cediendo ante el temor de que el juez anulara la conquista. Cuando el silencio estalló, Obdulio puso la pelota en el círculo central. Los celestes habían ganado una insospechada batalla psicológica.
LA FIESTA QUE NO FUE
Durante el primero tiempo, el equipo de López había buscado a Ghiggia con largos pelotazos. En el complemento, por pedido del delantero, los pases fueron cortos, al pie. Así se le hacía más fácil superar los cierres del seguro Juvenal una vez que despachaba a Bigode. La maniobra dio resultados muy pronto: el wing recibió el balón de Varela tal como lo había solicitado, emprendió la carrera, eludió a su marcador y no le dio tiempo al otro zaguero para cortar. Llegó hasta el fondo y envió el centro para Schiaffino, quien estampó la igualdad.
Otra vez el silencio abrazaba al Maracaná, colmado por más de 200 mil espectadores. El 1-1 le servía a Brasil para apoderarse de la Copa Rimet. Claro que sí. Pero tenía que ganar. El problema que pocos habían advertido era que al dueño de casa le costaba acercarse a Máspoli. Por el contrario, Uruguay se sentía más cómodo y tomaba la iniciativa. Tanto es así que, faltando poco más de diez minutos, Ghiggia encaró y le ganó otra vez el duelo a Bigode. Barbosa observó la entrada franca de Schiaffino por el medio del área y recordó lo que había pasado en el gol del empate. Se movió hacia su derecha. Un error fatal.
Ghiggia, un joven de 23 años que ni siquiera se animaba a tutear a un símbolo del fútbol uruguayo como Obdulio Varela, vio el movimiento de guardavalla y sacó un derechazo seco que se incrustó en el arco. La pelota entró justo entre el primer palo y el brazo izquierdo de Barbosa. Su grito de gol era estruendoso ante el renovado silencio del estadio. Lo curioso es que pocos se dieron cuenta de que el arco de Brasil había sido vencido. No había mucho lugar para que ingresara el balón.
El reducido espacio que le concedió a Ghiggia fue el principio de una condena eterna para Barbosa, un excelente arquero que quedó marcado para siempre por esa derrota. “La pena más alta en mi país por cometer un crimen es de 30 años. Yo llevo 45 pagando por un delito que no cometí”, confesó amargamente en 1995. Por esa derrota su apellido fue mala palabra en Brasil. Cuando lo veían por la calle lo señalaban como el responsable de la tristeza de 200 millones de compatriotas. Murió medio siglo después sumido en la pobreza.
La desesperación se apoderó de público y, por supuesto, del seleccionado brasileño. Los de Costa buscaron una y otra vez el empate. Los celestes aguantaron el desordenado asedio. La tristeza no tenía fin. La desazón cubría el estadio. Se dice que hasta hubo gente que se lanzó desde las tribunas para quitarse la vida.
Jules Rimet dejó su palco un cuarto de hora antes del final del partido. Debía recorrer un largo camino hasta llegar al campo de juego y entregarle la Copa al capitán… brasileño. Él tampoco creía en Uruguay. Tenía preparado un emotivo discurso en portugués. Lo sorprendió la quietud. La banda de música había desaparecido. Nadie festejaba. Todos lloraban. El dolor era insoportable. El francés vio a los celestes abrazados. También había lágrimas, pero de alegría. Se acercó a Obdulio Varela, le estrechó la mano, le dijo simplemente “felicitations” y le entregó la estatuilla de oro. El fútbol acababa de escribir uno de sus capítulos más dramáticos: El Maracanazo.
LA SÍNTESIS
Brasil 1 – Uruguay 2
Brasil: Barbosa; Augusto, Juvenal, Bigode; Bauer, Danilo; Zizinho, Jair; Friaca, Ademir, Chico. DT: Flavio Costa.
Uruguay: Roque Máspoli; Matías González, Eusebio Tejera; Schubert Gambetta, Obdulio Varela, Víctor Rodríguez Andrade; Julio Pérez, Juan Schiaffino; Alcides Ghiggia, Oscar Míguez, Rubén Morán. DT: Juan López.
Incidencias
Segundo tiempo: 2m gol de Friaca (B); 21 gol de Schiaffino (U); 34m gol de Ghiggia (U).
Estadio: Jornalista Mario Filho (Río de Janeiro). Árbitro: George Reader, de Inglaterra. Fecha: 16 de julio de 1950.