El Dr. Ridley y el aporte que marcó un hito en la historia de la Oftalmología

Se atribuye al filósofo Arthur Schopenhauer haber dicho: ¨Toda nueva idea pasa por tres etapas: primero es violentamente rechazada, luego es ridiculizada y finalmente es aceptada como evidente por sí misma¨. Además de la fina ironía que la frase encierra, la misma describe cabalmente una fuerte tendencia que exhibe la mente humana y que sufren tanto las personas como las comunidades. Curiosamente, la historia de la ciencia nos ofrece muchos ejemplos de esta calamidad, lo que resulta doblemente sorprendente al tratarse de un ámbito del cual se espera aliento a la innovación y tolerancia ante lo nuevo. 
Para mostrar toda la dimensión de este fenómeno y algunas de sus infortunadas consecuencias, elegí casi al azar dos ejemplos de la historia médica reciente, los que seguramente merecerían ocupar, junto a unos cuantos más, un sitial de honor al tope del multitudinario ranking de la estupidez humana. 
El primero nos ubica en la Viena de mitad del siglo XIX; más precisamente, en su Hospital General, la institución sanitaria más grande del país. La misma contaba con 2 salas de partos: Clínica I, a cargo de médicos obstetras y Clínica II, asistida por parteras. De manera inexplicable, las muertes de las mujeres internadas en la Clínica I triplicaban a las de la Clínica II, llegando a afectar hasta un tercio de las parturientas. Muchas de ellas, ante el terror de morir por complicaciones del parto, optaban por dar a luz afuera del hospital. La enfermedad responsable de estas muertes era la fiebre puerperal, un proceso infeccioso entonces de causa desconocida a la que se le atribuían los orígenes más extravagantes (recuérdese que los gérmenes que causaban las infecciones todavía no habían sido identificados). Un obstetra joven de la Clínica I, el Dr Ignaz Semmelweis, descubrió que eran los propios médicos los que diseminaban esta temida complicación al contaminarse durante la exploración física de las madres infectadas, transmitiendo la enfermedad cuando examinaban a las parturientas sanas. Esto explicaba también que la Clínica II no sufriera esta epidemia, ya que las parteras no tenían contacto con las enfermas ni participaban en sus autopsias. Si bien el Dr Semmelweis ignoraba cuál era la causa de los contagios, recomendó insistentemente que los médicos lavaran cuidadosamente sus manos y que luego las sumergieran en una solución de hipoclorito de calcio. Cuando de mala gana esta estrategia se implementó durante algún tiempo, las muertes por fiebre puerperal en la Clínica I se redujeron a menos del 1%. A pesar de estos resultados sorprendentes, los colegas de Semmelweis se opusieron y rechazaron sus conclusiones, claramente expuestas por él en su libro: De la etiología, el concepto y la profilaxis de la fiebre puerperal, editado en 1861. En buena parte, esta conducta absurda de la comunidad médica (que cumple a rajatablas el enunciado de Schopenhauer) se debía no solo a que el original aporte de Semmelweis colisionaba de frente con ideas médicas totalmente anticuadas y erróneas sino, sobre todo, porque los médicos no querían admitir su responsabilidad en la muerte de muchas mujeres que estaban sanas antes de dar a luz. Finalmente, a través de distintas maniobras y confabulaciones, lograron que Semmelweis abandonara el hospital vienés y se trasladara como docente a Budapest, donde siguió insistiendo en la necesidad de aplicar sus técnicas de antisepsia. Esto le valió, otra vez, la feroz oposición de la mayoría de sus colegas que, con distintas artimañas, lograron internarlo en un establecimiento para enfermos mentales, donde al poco tiempo falleció, en 1865. Tenía 47 años. Para agregar otro detalle trágico a esta lamentable historia, se cree que la infección que acabó con su vida fue consecuencia del castigo que recibió por parte del personal del hospicio, durante un intento de fuga. 
Como suele ocurrir, las ideas de Semmelweis (que le costaron la vida y con el tiempo lo convirtieron en un héroe de la ciencia) fueron finalmente aceptadas cuando Pasteur, Koch, Lister, y otros, demostraron el origen microbiano de las infecciones. 
Seguramente, Semmelweis no era consciente de hasta dónde podía llegar la perversidad de la comunidad médica cuando, sin proponérselo, demostraba en los hechos la necedad de muchos de sus colegas. Probablemente, si hubiera mostrado una actitud más condescendiente, menos frontal al comunicar sus observaciones, las incontables humillaciones y el posterior martirio se hubieran evitado. Un viejo proverbio oriental, dice: ¨Habla a cada cual de acuerdo a su grado de entendimiento¨. Creo que el pobre Dr Semmelweis no lo conocía…
La segunda historia, que vuelve a confirmar la validez del dictum de Schopenhauer, tiene como marco la Segunda Guerra Mundial, aunque su desenlace, afortunadamente, no tuvo el dramatismo del caso Semmelweis.

La invención de la lente intraocular por Harold Ridley, en 1949, constituye un logro mayor en la historia de la medicina. Desde su adopción por los cirujanos oftalmólogos, más de 300 millones de personas se han beneficiado de este notable aporte científico. La epopeya de su creación, que esbozaremos aquí, es otro ejemplo de cómo una idea potente, instalada en la mente de un solo hombre, puede abrirse paso en soledad ante el prejuicio y la ignorancia de sus contemporáneos. Como veremos, aquí también lo que podríamos llamar Síndrome de Schopenhauer acechaba a cada paso, intentando frustrar la concreción de una idea brillante. 
Harold Ridley era un joven cirujano inglés convencido de que su misión en la vida era la de perfeccionar la operación de la catarata. Consideraba que la misma solo convertía ciegos en discapacitados visuales. En efecto: tal como se la practicaba entonces, eliminaba solo la mitad del problema, ya que la visión de los operados quedaba tan desenfocada que les resultaba imposible funcionar sin el uso permanente de gruesas y pesadas gafas, repletas de aberraciones. Aquí conviene aclarar que la llamada técnica intracapsular de la operación de catarata, usada entonces en todo el mundo, eliminaba quirúrgicamente el cristalino, una lente biológica del interior del ojo que, al volverse opaca y bloquear la entrada de luz, impedía la visión. Ridley tenía muy en claro que la lente que se extraía debía ser reemplazada en el mismo acto por otra lente (artificial, en este caso), imprescindible para restablecer un enfoque normal. Pero esta idea sonaba entonces a ciencia-ficción, tan peligrosa como irrealizable. De modo que cuando este proyecto comenzó a trascender, los líderes de la comunidad oftalmológica se opusieron enérgicamente (muchos de manera violenta), usando argumentos de dudoso valor científico. Pero Ridley estaba preparado y sabía a lo que se exponía. Contaba con sólida formación académica, fina inteligencia y paciencia infinita. Uno de sus adversarios más enconados fue Sir Steward Duke-Elder, famoso mundialmente, jefe de Ridley en el Hospital Moorfield de Londres y oftalmólogo de la familia Real. Su decisión de impedir a toda costa que Ridley concretara su proyecto era tan fuerte que en 1940 decidió enviarlo bien lejos, al África, con la consigna de estudiar allí una grave enfermedad parasitaria endémica, la ceguera de los ríos. Pero el plan no funcionó: no solo hizo Ridley aportes notables al conocimiento de esta enfermedad y de su tratamiento sino que, de regreso a Londres, retomó con fuerza su proyecto de implantar las primeras lentes en seres humanos. De modo que siguió adelante, en secreto, buscando el material adecuado para tallar sus implantes.                                                                                                
 Y aquí se cumplieron las dos condiciones que muchas veces hacen posible la creación científica: el azar y una mente despierta. 
Mientras maduraba su idea, en los cielos se desarrollaba la Batalla de Inglaterra, un enfrentamiento por la supremacía aérea entre la Luftwaffe alemana y la Real Fuerza Aérea británica (RAF). En su condición de médico militar, Ridley debió asistir y operar a pilotos de la RAF que fueran heridos durante estos enfrentamientos. Algunos de ellos tenían en el interior del ojo restos de la carcasa del avión, compuesta de un plástico llamado Perspex. Con el paso del tiempo notó que dicho material, cuando no comprometía estructuras oculares vitales, era perfectamente tolerado en el interior del ojo. Y en algún momento de este encadenamiento de sucesos, se produjo la revelación, tuvo su momento eureka: ¡de ese plástico haría las lentes intraoculares!
Gracias a sus contactos, al tiempo pudo contar con una partida altamente purificada del material que había mostrado tan buena tolerancia dentro del ojo, químicamente llamado metilmetacrilato. Y junto a su amigo, el óptico Raymond Pike, diseñaron y construyeron la primera lente intraocular a ser implantada en un ser humano.
La primera cirugía se llevó a cabo, en estricto secreto y con la asistencia de un escaso grupo de fieles colaboradores, en el Hospital St Thomas de Londres, el 29 de noviembre de 1949. Se inició así una nueva era para la oftalmología moderna. 
La descripción de la ciclópea tarea desarrollada por Ridley para mejorar su técnica quirúrgica y la calidad de sus implantes; para sobreponerse a la incomprensión y humillaciones sufridas por parte de sus contemporáneos y, finalmente, el tiempo inútilmente perdido (¡alrededor de 20 años!) antes de que su notable invención fuera ampliamente aceptada, requeriría un libro entero…
Baste decir que la operación de catarata con implante de lente intraocular es actualmente la cirugía más frecuentemente realizada en todo el mundo y la que mayor índice de éxitos tiene (muy por encima del 90 %).
Como suele pasar, al final el Dr Ridley fue reivindicado, se le rindieron todos los honores imaginables y su aporte fue (y es) considerado uno de los mayores avances en la historia de la Oftalmología.
El 19 de febrero de 2000, 50 años después de concretar su hazaña, el Dr Harold Ridley fue nombrado Caballero del Imperio Británico por la Reina Isabel II. Falleció el 25 de mayo de 2001, a la edad de 94 años.
De estas historias podrían derivarse muchas enseñanzas. Tal vez la más importante pudiera ser esta: Hagamos todo el esfuerzo necesario para dejar de ser tontos.