El Dr. Proust y el tiempo perdido
Valentín Luis Georges Eugène Marcel Proust, conocido solo como Marcel Proust, el célebre autor de “A la búsqueda del tiempo perdido”, sostenía que “el hijo de un médico, a la larga, se convierte en médico” como reza la dedicatoria de su novela a Céline Cottin, la ama de llaves que lo cuidó hasta el final de sus días.
Por esta afinidad a la medicina y la influencia que ejerció sobre su vida y su obra, vamos a evocar a los profesionales que conoció Marcel Proust. Muchos de ellos eran médicos prestigiosos pero jamás tan reconocidos como el escritor.
Obviamente, hemos de comenzar con su padre Adrien (1834-1903), una figura académica de importancia, colega de célebres personajes de la historia de la medicina francesa, por entonces la más avanzada del mundo, faro de estudiantes que deseaban mejorar sus conocimientos y pacientes que buscaban cura o alivio a sus dolencias.
Muchos de estos doctores dejaron su impronta dando su nombre a afecciones que describieron, a veces, con insuperable precisión. Antes de hacerse famoso por sus estudios sobre el cólera, el Dr. Adrien Proust había escrito su tesis sobre el “Reblandecimiento del cerebro” con la que ganó su puesto de profesor en el Hôtel Dieu, el hospital más antiguo de París.
También escribió un ensayo sobre la “Afasia” (1872) y “Afasia y Trepanación” (1874) (fatalmente, su esposa antes de morir de un accidente vascular sufrió un proceso afásico, es decir, una dificultad en el habla y la expresión de sus ideas, que impresionó profundamente a Marcel).
Durante su carrera, fue jefe del servicio en Hôpital de la Charité, más tarde asistió al hospital Lariboisière y, por último, miembro de la Academia de Medicina de Francia.
Adrien Proust contribuyó al armado de la Oficina Internacional de Higiene, un precursor de la Organización Mundial de la Salud.
Su libro más conocido, “L'hygiène du neurasthénique” (1897), trata sobre una expresión que aún se utiliza con imprecisión. ¿Qué es un “neurasténico”? La definición más usada se refiere al cansancio psíquico después de un esfuerzo mental. Algunos lo asimilan al ubicuo “stress” y otros lo hacen sinónimo de somatización.
Quizás el texto que más impresionó al futuro escritor (que tenía la costumbre de leer textos de medicina de la nutrida biblioteca de su padre y su hermano) fue el redactado por Adrien junto a Gilbert Ballet (1853-1916) en la colección del profesor Brissaud, titulado “L'Hygiene de l'asmathique” (1896). Cuando escribió este texto, su hijo Marcel, por entonces de 26 años, ya había sufrido varias crisis asmáticas. La primera la padeció cuando tenía 9 años.
Entre las causas que el profesor Proust esgrime como origen del asma está “la mala educación”, es decir el cuidado excesivo y las indulgencia que reciben estos niños enfermos por sus progenitores. Algunos biógrafos del escritor ven en esta afirmación una franca alusión a la estrecha relación que unió a Marcel con su madre.
En la extensa relación epistolar del escritor se han hallado varias cartas a su madre y solo tres dirigidas a su padre. Se suele afirmar que Marcel mantenía un estrecho vínculo con su progenitora, no así con su padre, quien tenía una marcada predilección por su otro hijo, Robert, quien siguió los pasos del Dr. Proust y con los años se convirtió en un famoso urólogo. ¿Existía esa diferencia tan notable? Puede que hubiera existido un favoritismo, como en toda familia, pero el vínculo con sus padres parecía estable, sin grandes disensos. De hecho, Marcel vivió con su familia hasta la muerte de ellos, cuando el escritor había cumplido 32 años.
A lo largo de esos años, Marcel conoció a varios colegas de su padre y compartió cenas con estos profesionales, donde se interiorizó de varios temas médicos. Se sabe que había leído bastante sobre su asma, la enfermedad que lo atormentaba, y se mostraba muy interesado en la neurología. En realidad, y después de haber leído “L'Hygiene de l'asmathique” Marcel creía que sus crisis tenían un importante componente nervioso, razón por la que consultó con los más conocidos neurólogos de París. Entre ellos visitó a Joseph Babiński (1857-1932), sin duda el más distinguido discípulo de Charcot, quien describió el signo que lleva su nombre.
Marcel recuerda que cuando lo entrevistó, Babiński le preguntó a qué se dedicaba, lo que demostraba que el doctor no tenía ni idea de quien era el escritor. La segunda vez que lo entrevistó fue porque Proust se quejaba de dificultades en el habla y temía sufrir una afasia como su madre. Babiński rápidamente lo tranquilizó. La última vez que vio a Proust fue en su lecho de muerte, convocado por su hermano Robert. Le tocó a Babiński desaconsejar todo tratamiento y evitar un ensañamiento terapéutico.
También Marcel conoció a Bronardel –decano de la facultad de medicina–, a Doyen, quizás el cirujano más famoso de París– y Samuel Jean de Pozzi, elegante profesional conocido por ser amante de Sarah Bernhardt y padre de Catherine Pozzi, quien vivió una tormentosa relación con Paul Valery.
Algunos sostienen que Marcel se inspiró en el Dr. Pozzi para describir al Dr. Cottard, personaje de su célebre novela, pero Proust conoció personalmente a Jules Cotard (1840-1889), otro discípulo de Charcot, quien inmortalizó su nombre al describir la enfermedad que lleva su apellido: un delirio nihilista cuando el paciente insiste en creer que sus órganos internos no existen o están paralizados, e incluso a pensar que él mismo esta muertos y pudriéndose.
Proust también conoció a Antoine Émile Blanche (1820-1893), médico tratante de Guy de Maupassant, cuando el escritor sufría las secuelas de una sífilis terminal y a su padre, el Dr. Esprit Blanche (1796-1852), quien trató por muchos años a Gérard de Nerval antes que este se suicidase.
Por su asma, Proust consultó al Dr. Merklen, al Dr. Dubois en su clínica en Suiza, al célebre neurólogo Dejerine que le habló de su “asma nervioso” y hasta a un médico rumano, Nicolas Vaschide, especialista en interpretación de sueños, cuando Freud aún no estudiaba la actividad onírica como fuente diagnóstica.
Sin embargo, el único médico que lo atendió durante 20 años fue el Dr. Bize, un amigo de Robert Proust, quien todos los viernes hasta la defunción del escritor lo visitaba en su casa. Su tarea no fue fácil, ya que, a pesar, de frecuentar a varios profesionales, muchos de ellos muy prestigiosos, Marcel Proust hacía lo que se le antojaba, pues opinaba: “Yo soy más doctor que los doctores”.
Fue así como probó todo tipo de tratamientos que podía aliviar su asma, desde cigarrillos (¡!), hasta jarabe de éter, pasando por diversos derivados del opio, varios tipos de barbitúricos, como el veronal, el hidrato de cloral y hasta la adrenalina que combinaba con grandes tazas de café.
Estas mezclas de medicamentos que ingería en forma errática y arbitraria lo llevaron a dos episodios de intoxicación en 1917 y 1921, además de tener notables fallas en su memoria que preocuparon a Marcel y sus conocidos. En una oportunidad, afirmó que el “cloral me está haciendo agujeros en mi cerebro”.
Este no fue un tema menor, porque su novela era una evocación de memorias erráticas e involuntarias, incapaces de introducir la realidad del pasado en el contexto del presente “porque nada queda de lo que uno realmente experimentó”. El padre de Proust, preocupado por la evolución de la enfermedad de su hijo y sus alteraciones mnesicas que atribuía a la falta de sueño y a la ingesta alternada de hipnóticos y estimulantes, de los que el escritor abusaba, sostenía en su libro “L'Hygiene de l'asmathique” que en estos pacientes “la evocación de los recuerdos es defectuoso porque ellos están imposibilitados de sostener el esfuerzo de atención que requiere la búsqueda de la memoria perdida”, un concepto que sirvió de título a la obra de su hijo, “À la recherche du temps perdu”.
No es aventurado pensar que la obra de Marcel fuese la continuación o confirmación del juicio de su padre.
A pesar que en algún momento Proust, como antes lo hicieron una larga lista de escritores, sostuviese que la medicina “era una serie de errores secuenciales y contradictorios de los profesionales”, Marcel no podía prescindir de los médicos y sus consejos, aunque no siempre los tomara en cuenta.
Al final de cuentas, la vida de Proust y su obra también, fue una secuencia de recuerdos falaces y contradictorios.