Con perdón de la palabra

El Club Evaristo (parte XXX): el caso del Gran Pecador

 

Cierto día llegó un inspector municipal al restaurant Asturias. Era un sujeto paliducho, de pelo largo y barba a medio crecer, que vestía jeans y escupía un poco al hablar. Atendido por Avelino, empezó por analizar la contabilidad del negocio, pedir comprobantes de compras nimias y desconfiar de los que se le suministraban.

Después pasó a revisar las instalaciones, pasando el dedo por los estantes y manipulando las llaves del gas. Como no hallaba nada que objetar, ya que las cuentas estaban en orden y la limpieza del local era impecable, abrió las alacenas y olfateó los frascos con especias. Hasta que, finalmente, vio cruzar a Gatica por el fondo del comedor. Y puso el grito en el cielo.

–¡¡Un gato!! –alcanzó a decir, en tono escandalizado.

–No –aclaró Avelino–, una gata.

–Qué barbaridad –musitó el funcionario–. Un gato en un establecimiento gastronómico.

–Una gata.

–Una gata, tanto da. Voy a tener que labrar un acta y ponerle una multa. Una multa importante... salvo que usted quiera arreglar las cosas de otro modo.

Avelino, que se la veía venir desde el principio, preguntó:

–¿Qué otro modo?

–Y... otro modo. Usted sabrá cuál.

–Mira, muchacho –dijo el asturiano, conteniendo apenas su furia en alza–. Te voy a contar una historia de mi tierra, si me permites.

–Lo escucho.

Condujo Avelino al inspector hasta una mesa, lo hizo sentar, se sentó él y, masticando las palabras, comenzó el relato.

–Quería contarte que en Asturias hay un pueblo pequeño, donde vive gente honrada. Un día llegó allí un funcionario venido de la ciudad, con intención de procurarse algún dinerito extorsionando a los lugareños. Empezó por presentarse en la posada, pidiendo los libros y revisando el estado de la cocina. No hallaba nada que objetar hasta que vio un perro que dormía bajo una mesa. Hizo un escándalo, diciendo que no podía haber perros en las posadas y amena- zando con cobrar una multa al posadero, salvo que éste le diera unas pesetas. El posadero le pidió que esperara un momento, salió, convocó a los vecinos y, en presencia del funcionario, les relató lo que pasaba. Los vecinos montaron en cólera, el funcionario se echó a temblar y, cortésmente invitado a retirarse, salió pitando.

–¿Y qué me quiere decir con esa historia? –preguntó el inspector, que había palidecido.

–Quiero decir que tengo muy buenos vecinos y que les puede interesar el final de nuestra historia. Buenos días y adiós.

–Adiós –musitó el inspector antes de escabullirse para no volver.

OTRA HISTORIA

Poco después del incidente que antecede, le correspondió a Cueto relatar otra historia para sus amigos del Club Evaristo. Se trató de un relato breve, referido a un personaje singular, que hizo retroceder más de cuatro siglos la imaginación de los oyentes del expositor.

Quien dijo:

–Me voy a ocupar hoy de un extraño sujeto, del cual poco se sabe. De él se ocupó Mujica Láinez en su libro Don Galaz de Buenos Aires. Se llamaba Bernardo Sánchez y era conocido como Hermano Bernardo, Bernardo Pecador o El Gran Pecador.

”Vestía un sayal áspero, calzaba sandalias y se apoyaba en un rústico báculo descortezado apenas. Venido de España, estuvo en Lima y apareció por Santiago de Chile en 1601. Poseyó casa en Buenos Aires. Recorría las ciudades haciendo actos de caridad e infor- mándose. Miraba, indagaba, llevaba un fajo de documentos bajo su hábito y era tratado con extrema consideración por funcionarios y magistrados. El cabildo de Santiago lo nombró su representante ante el Rey y, como carecía de fondos para pagarle el pasaje, él se lo costeó con limosnas”.

”En España, a raíz de mudanzas políticas, fue arrestado y se le secuestró la documentación que llevaba. Pero, seguramente en virtud de nuevas mudanzas, regresó a Santiago en 1607, trayendo correspondencia oficial de la corte. Visitó el teatro de las acciones en la guerra de Arauco y, en marzo de 1608, volvió a Europa y se perdió su rastro para siempre.

”Caritativo y limosnero, respetado y temido por las autoridades, se decía que era pariente natural del rey Felipe III, a quien informaba sobre lo que ocurría en esta parte de sus dominios”.

”Nada más he podido averiguar de este extraño personaje, cuyo origen y final se diluyen en la penumbra, como así también buena parte de su existencia.

–Y no creo que ninguno de nosotros esté en condiciones de agregar algo a tu exposición –dijo Fabiani, invitando tácitamente a cerrar el caso.