Si de tanto en tanto leemos sobre el robo del siglo, el de este argentino puede haber sido el robo más famoso de la historia.

Eduardo Valfierno, el cerebro tras el robo de La Gioconda (Primera parte)

Se le atribuye al escritor estadounidense Mark Twain la frase que dice No dejes que la verdad se interponga en el camino de una buena historia” y quizás el de hoy, sea el mejor ejemplo.

Para que un hecho sea digno de ser contado, debe tener protagonistas o víctimas con cierta relevancia y aquí los hay; tiene que suceder en algún lugar digno de visitarse luego y este es el caso; debe tener personajes secundarios que al menos sean interesantes, y en este ítem, la historia que abordaremos sobresale; y finalmente debe tener algún indicio de verdad que permita sembrar la duda de la certeza, impidiendo su desacreditación inmediata y aquí la verdad está entre mentiras, pero está.

Teniendo en cuenta esta particularidad, analizaremos un hecho real que tuvo durante dos años en vilo al mundo, pero en dos entregas diferentes.

En esta, nos abocaremos al hecho tal y como se lo dio a conocer, y como se lo puede encontrar en infinidad de portales y publicaciones. Para ello pondremos sobre la mesa algunos datos poco conocidos que si bien no hacen a la trama de la historia, la enriquecen desde donde se la mire.

Entonces, para empezar, debemos hacer el ejercicio de retroceder mas de un siglo en el tiempo, hasta 1911 y situarnos en la Ciudad Luz, es decir en París, Francia. Allí está el museo de arte más visitado del mundo, el Louvre, y en su interior está la pintura más famosa en todo el planeta, un óleo sobre madera de álamo pintado en el siglo XVI por Leonardo Da Vinci al que se lo conoce como La Gioconda. Y como era de esperarse, el cuadro valuado en ese entonces en 5 millones de dólares, era el objetivo de muchos ladrones.

Hasta allí llegó entonces un argentino de nombre Eduardo, conocido como Marqués de Valfierno, con la intención de planificar y llevar a cabo la sustracción de la Mona Lisa y lo hizo. Pero su autoría no se supo hasta dos décadas más tarde, cuando un periodista estadounidense escribió un artículo, en donde contaba a detalle cómo se llevó adelante el robo de la pintura más ícónica del Louvre.

Fue Karl Decker quien le dio al argentino la gloria del golpe, luego de que este le contara “la verdadera historia” de la desaparición de la pintura, indignado por la traición de uno de los integrantes de la banda que logró sacarla del museo.

Pero según el periodista, Valfierno puso como condición para que su historia salga a la luz que debía suceder una de dos condiciones: o bien él debía autorizar su publicación o su muerte habilitaba inmediatamente la misma. Con cualquiera de estas dos cosas, el argentino obtendría el reconocimiento que hasta ese momento se le negaba y que ponía a un simple peón, como rey en el tablero del robo.

Según algunas publicaciones (nada oficial claro está) la historia de este ladrón comienza a mediados del siglo XIX, cuando nace en el seno de una familia acomodada de la sociedad bonaerense. Tal y como debía ser, se educó en los mejores colegios y vivió hasta la muerte de sus padres, bajo la comodidad que la riqueza de estos le ofrecía.

Pero las cosas cambian cuando hereda la fortuna familiar, ya que no tarda en dilapidarla, y no siendo muy afecto al trabajo, comienza a vender las obras de arte que había en su casa, para no perder ese relajado estilo de vida. Pero éstas, al igual que le dinero heredado, también se acaban.

Es en ése el momento en que el argentino pergeña el plan que lo llevaría a la fama y lo encumbraría en el Olimpo de los ladrones, ya que como producto de las ventas de la colección de arte familiar, se percata que sus compradores no indagan sobre la procedencia de los cuadros y esculturas que les ofrecía, y es ahí cuando decide entrar en el mundo de la falsificación y monta junto al pintor francés Yves Chaudron, una empresa en donde empiezan a vender “Murillos”.

Bartolomé Esteban Murillo fue un pintor barroco nacido en Sevilla, que estaba muy de moda entre las clases altas de la sociedad Argentina post colonial y el “marqués” tenía el talento necesario para abordar a las viudas de los hombres más acaudalados de nuestro país, y venderles “originales” que luego las nobles damas donarían a las iglesias.

Según dijo Valfierno a Decker en un café de Casablanca (Marruecos), en algún momento y producto de su trabajo y el de Chaudron, en Argentina había más Murillos que vacas.

Pero ante la saturación de obras del sevillano, fue que tiempo mas tarde decidieron trasladar su movida criminal mas al norte y desembarcaron en México. Pero para ser sinceros, los Murillos no cotizaban tan bien como la obra de Da Vinci, y Chaudron argüía que de tanto copiar siempre al mismo pintor, su estilo se estaba arruinando.

Según indica Decker en el artículo publicado en el Saturday Evening Post el 25 de junio de 1932, el copista galo era extremadamente detallista en su labor, logrando los colores y las pinceladas tan correctamente, que era virtualmente imposible distinguir un trabajo suyo del original y debido a que Valfierno había notado que quienes compraban lo hacían más por vanidad económica que por admiración al arte de un pintor y precisamente esta característica es la que le permitió planificar su obra maestra del latrocinio.

Con este recorrido criminal por América, el estafador y su copista deciden cruzar el océano y dirigirse en 1908 hacia París, donde Chaudron tiene una misión: hacer seis copias rigurosamente exactas de La Gioconda y enviarlas una a una a los Estados Unidos, donde luego serían vendidas, obviamente como originales.

Para esta labor el pintor demora catorce meses, y en todo ese tiempo, el argentino buscó dos cosas, compradores para las falsificaciones y alguien que pueda hacer desaparecer el original del muro del museo, pero sin levantar sospecha.

Para esta última tarea encontró al carpintero italiano Vincenzo Peruggia, quien tiempo antes se había mudado a Francia buscando fortuna, pero que apenas lograba sobrevivir haciendo changas con su oficio. La necesidad del lombardo jugó a favor de la ambición del argentino, que no tardó mucho en convencerlo de cometer el robo.

Durante varias semanas estudiaron el museo y sus movimientos. En sucesivas visitas advirtieron que no era inusual que el cuadro no reposara sobre el clavo que lo sostenía en el muro, debido a que los fotógrafos llevaban el cuadro a otra habitación donde era fotografiado. También era común que los copistas se acomodaran frente a la obra y realizaran su trabajo in situ en el museo.

Así, el domingo 20 de agosto de 1911, el carpintero se ocultó en un pequeño depósito de herramientas próximo al Salón Carré, en el que pasó la noche. Al día siguiente, las puertas del Museo permanecieron cerradas al público (como cada lunes) y Peruggia salió de su escondite, descolgó la pintura de la pared y, en la escalera Visconti, la despojó de su escudo vidriado y de su marco sin mayores inconvenientes. Luego abandonó el marco, ocultó la pintura bajo su gabardina blanca (idéntica a la que usaban los trabajadores del museo) y atravesó la salida como un operario más dejando vacío el espacio entre la Boda mística de Santa Catalina de Alejandría (de Correggio) y la Alegoría de Alfonso (de Tiziano Vecellio), las dos pinturas que escoltaban a La Gioconda por aquellos días.

Para ese entonces el Louvre había inaugurado un estudio fotográfico y la célebre dama de Leonardo era habitualmente descolgada para posar frente a los flashes. Debido a esto, su ausencia no era una señal de alarma. Pero cuando el martes 22 el Museo reabrió para el público, y Louis Béroud, un copista de obras famosas, no encontró la famosa obra queriéndola copiar, por lo que solicitó al guardia que le pidiera al departamento fotográfico que apresurara su labor con la pintura. Cuando advirtieron que la obra no estaba posando para los flashes, el horror recorrió los pasillos del Louvre: la sonrisa de La Gioconda había desaparecido. La noticia corrió por todos los rincones del planeta.

Lo notable fue que a partir del robo multitudes acudían al Louvre sólo a ver el espacio vacío donde el retrato de esa mujer del siglo XVI solía estar. En su mayoría los asistentes iban a ver un faltante, en lugar de poner su atención sobre obras destacadas, como la Venus de Milo, Libertad guiando al pueblo, de Delacroix, y La balsa de Medusa, de Gericault. Antes del robo, La Gioconda era una de tantas pinturas famosas dentro de un museo, tras el hurto, se convirtió en un ícono y el Louvre en un lugar de referencia.

A pesar que el hecho tomó dimensión global y de la presión que esto generaba, la policía de Francia no tenía pistas sobre la autoría del robo.

En nuestro país, La Prensa indicaba que Bertillon, jefe de la sección antropométrica del servicio de seguridad del cuerpo policial, fue el encargado de levantar las huellas digitales del salón donde reposaba la pintura. El dato no es menor y pone más vergüenza sobre los galos, ya que fue el sistema antropométrico de Bertillon el que había sido reemplazado por el dactiloscópico de Vucetich y precisamente, debió usar este último para determinar quienes habían estado cerca de la obra.

Pero no solo ellos son personajes secundarios importantes en la obra, al poeta Guillaume Apollinaire lo metieron a la cárcel por una semana, debido a sus vínculos con Gery Piéret, culpable de haber robado anteriormente dos estatuillas del Museo del Louvre. Apollinaire además había declarado publicamente que había que incendiar los museos, para dar paso al nuevo arte, lo que lo hundía más en la sospecha. Para completar la trifecta del francés, este implicó a su amigo Pablo Picasso, pero finalmente ante la falta de evidencia, ambos fueron puestos en libertad.

La primera parte del plan del estafador argentino se había cumplido, el cuadro había desaparecido y ahora las 6 copias que estaban en Estados Unidos, podían pasar por originales, ya que ninguno de sus compradores la exhibiría, solo la tendría guardada para si.

El plan de Valfierno era perfecto ya que según sus propias palabras “los coleccionistas compraban obras que nunca podrían vender ni exhibir y que deberían tener escondidas para siempre” incluso ante la aparición del original, nadie podía acudir a las autoridades, ya que no habría argumento posible que los librara de ser complicis de la desaparición del original.

De esta forma, cada uno de ellos (5 americanos y un brasilero) pagó 300 mil dólares por su cuadro -apenas un 6% de su valor en aquel momento- y aunque la intención era “enmurillar” los Estados Unidos con La Mona Lisa, el plan debió frenarse ahí porque Peruggia cortó el contacto con el resto de la banda.

Pero lo cierto es que el argentino nunca necesitó el original, de hecho lo único que precisaba era que se conociera la noticia de su desaparición y que tardaran en encontrarlo algún tiempo más que lo que el demorara en vender las copias.

Para peor, dos años y ciento once días después del robo (22 de diciembre de 1913), fue atrapado cuando intentó vender el cuadro por medio millón de liras a Alfredo Geri, dueño de una galería de arte en Florencia (Italia), que dio parte a la policía cuando este le ofreció la obra de Da Vinci.

La entrega se realizó en la vía Borgognissanti (Florencia), y mientras Giovanne Poggi, un especialista, certificaba la autenticidad del cuadro, la policía arrestaba a Peruggia.

El italiano fue juzgado en ese país y condenado a un año y quince días de prisión, pero quedó en libertad luego de siete meses, y tras volver a Italia, fue considerado casi un héroe, por tratar de recuperar el óleo.

Cuando la dama florentina fue recuperada y volvió a su lugar en la pared del museo francés, ninguno de los estafados se atrevió a reclamarle al argentino un reembolso por la transacción, y este vivió a la sombra de Peruggia, hasta que su muerte en Los Ángeles, una mañana de 1931, cumplió el requisito para que el americano pudiera publicar esa historia a la que accedió en Marruecos, allá por 1914.

Los motivos para que la contara no están claros aún, puede haber sido el enojo por llevarse el cuadro y ponerle fin al mejor planque haya llevado adelante o puede ser que el ego de este argentino, que vio como un carpintero italiano se llenó de gloria en su tierra natal por ‘tratar de recuperar la obra de Da Vinci’, lo llevara a realizar una confesión post mortem de su ‘obra maestra del crimen’, y así recibir el crédito que creía que su estafa merecía. Nunca se sabrá

Lo cierto, es que al día de hoy aún circula por los pasillos del museo francés la inconfirmable versión que indica que la obra allí expuesta, es en realidad una de las copias realizada por Chaudron para el estafador argento y si es así se cumpliría una de las frases que Decker atribuye a Valfierno en aquel café de Casabalnca en el que según su nota, le dijo “siempre sostendré que una copia bien ejecutada es tan valiosa como el original”.